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27 marzo 2025

Cuentos y Leyendas de Padul

 


La fiesta de las luciérnagas (Padul)

 

Una vez al año, solo una noche, las luciérnagas del humedal bailan.

Eso dicen los niños del pueblo. Y también algunos mayores, aunque luego lo nieguen.

No es cualquier noche. No depende del calendario ni del reloj.

Ocurre cuando el aire huele a hinojo, el agua está quieta como un espejo, y la luna sube redonda, justo cuando el carrizo susurra más fuerte.

Esa noche, las luciérnagas no solo vuelan: hacen fiesta.

Y quien tiene suerte —o el corazón limpio— puede verlas organizarse en espiral, girando sobre los juncos, formando círculos de luz y caminos que brillan como constelaciones vivas.

No hay música, pero se oye algo:

una vibración suave, como una flauta lejana.

Cuentan que hace muchos años, una niña llamada Lucía fue la primera en ver el baile completo.

Estaba triste porque no la dejaban ir a la verbena del pueblo. Así que bajó al humedal sola, con una vela en la mano.

Se sentó sobre una piedra, suspiró… y entonces las luciérnagas llegaron.

Una. Dos. Diez. Cien.

Y de pronto, una corona de luz giró a su alrededor.

Lucía rió, bailó descalza sobre la hierba, y hasta dejó su vela flotando en el agua, como quien agradece sin saber a quién.

Cuando volvió a casa, ya no estaba triste.

Desde entonces, cada vez que una niña o un niño no puede ir a una fiesta, los mayores les dicen:

—“No te preocupes. Si te portas bien, este año puede que te inviten a la otra fiesta. La del humedal.”

Y los pequeños miran al cielo, sonríen… y sueñan con bailar con las luciérnagas.

 

 

La campana hundida (Padul)

 

En uno de los bordes más antiguos de la laguna, donde ya casi no se nota el camino y los juncos lo cubren todo, hay una historia que no sale en los libros. La cuentan los más viejos del pueblo, y sólo en voz baja:

Una campana duerme bajo el agua.

No una campana cualquiera. Una campana sagrada, forjada con bronce y fe, que perteneció a una ermita pequeña que hubo junto al humedal, antes de la expulsión de los moriscos.

Cuentan que, cuando los soldados llegaron a desalojar a los últimos vecinos, una mujer, ciega de nacimiento, pidió una última gracia: que le dejaran tocar la campana una vez más. Lo hizo con manos temblorosas, pero el tañido fue tan limpio, tan triste, que todos los presentes —moros y cristianos— bajaron la cabeza.

Esa noche, la ermita fue arrasada.

Pero nadie volvió a ver la campana.

Ni enterrada. Ni robada. Ni fundida.

Solo quedó el eco.

Y desde entonces, hay quien afirma que, en ciertas noches de otoño —cuando el viento se enreda entre los carrizos y la luna se refleja entera sobre el agua— se oye un tañido lejano. Un campanazo solitario, como ahogado.

No suena metálico.

Suena como un suspiro redondo.

Los pastores lo escuchan y apuran el paso.

Los enamorados callan y se cogen más fuerte de la mano.

Y algún anciano, al oírlo, ha soltado una lágrima sin saber por qué.

Dicen que, si la campana suena para ti, es porque debes recordar algo olvidado.

O perdonar.

O volver.

Pero nadie ha intentado buscarla.

Porque todos entienden que hay cosas que, si descansan bajo el agua, es porque el mundo aún no está preparado para desenterrarlas.

 

 

 

El hombre de barro (Padul)

Por Miguel Ángel Molina Palma

 

Cuando el humedal aún no era humedal, sino una extensión de pozas, niebla y silencio, los pastores decían que allí vivía algo. O alguien.

No un monstruo. No un espíritu.

Un hombre.

Pero no era un hombre como los demás.

Lo llamaban el Hombre de Barro.

No tenía casa, ni familia, ni voz. Pero caminaba entre las charcas con paso firme, y cuando alguien se perdía en la niebla, aparecía sin avisar y lo llevaba de vuelta. Luego desaparecía, como si se fundiera con el suelo húmedo.

Una vez, un niño se cayó en una zanja profunda del pantano. Gritó hasta quedarse ronco. Cuando ya no podía más, algo tibio lo levantó desde abajo, como una mano gigante hecha de tierra mojada.

No vio a nadie. Pero al llegar a casa, tenía barro seco hasta el pecho, y en el bolsillo... una caña trenzada como una cruz.

Otra vez, una mujer buscaba a su marido desaparecido. Fue al humedal sin saber por qué. Allí encontró, clavada en el lodo, una rama con un pañuelo atado. Era el de él.

Esa misma noche, soñó con una figura alta, gris, con ojos del color del agua sucia, que le señalaba el camino.

Lo encontraron al día siguiente. Vivo.

Los viejos decían que el Hombre de Barro era el alma del humedal.

No tenía rostro, pero sabía mirar.

No hablaba, pero sabía consolar.

No comía, pero sostenía.

Solo pedía una cosa: respeto.

Quien entraba al pantano con rabia, con ego, con intención de destruir o sacar provecho, no volvía a encontrar el camino.

No desaparecía, no moría.

Simplemente... el humedal no lo devolvía.

Y desde entonces, los más antiguos del pueblo, antes de bajar al carrizal, tocaban el agua con los dedos y decían:

—“Gracias, barro que guarda. Guíame hoy también.”

 

 

 

El secreto de la Casa Grande

 

Padul, año 1570. La guerra de las Alpujarras arde en las montañas cercanas y los moriscos, perseguidos y acorralados, abandonan sus casas, sus huertas y su fe. En el corazón del pueblo, una casa noble de altos muros y patios de sombra resiste aún con sus puertas cerradas. Todos la llaman ya la Casa Grande, aunque su dueño, un anciano alfaquí llamado Yusuf al-Mundir, la conocía simplemente como su refugio de sabiduría.

Yusuf sabía que el final se acercaba. Las noticias llegaban en susurros: los cristianos bajaban desde Granada, el valle ya no era seguro. En su biblioteca —oculta tras una celosía de madera labrada— guardaba libros antiguos, mapas de canales de agua, fórmulas medicinales… y algo más.

Un cofre de madera de nogal, pequeño, sin adornos. Dentro, había un puñado de monedas, un relicario con tierra de la Meca, y un pergamino escrito en árabe andalusí que decía:

“Donde el agua duerme y la piedra canta,

esperará quien recuerde.

Y bajo la casa que ya no es suya,

habita la llave del regreso.”

Esa noche, Yusuf bajó solo a los sótanos. Bajo la losa central de la bodega, abrió un hueco con sus propias manos y enterró el cofre con cuidado. Luego colocó encima un cántaro roto y tapó la entrada como si nunca hubiese existido. Al día siguiente, desapareció. Algunos dicen que se fue hacia Órgiva, otros que fue capturado. Nunca se supo.

La casa fue ocupada por cristianos. Cambiaron sus puertas, blanquearon sus paredes, colgaron crucifijos donde antes hubo versos del Corán. Pero nadie pudo borrar del todo el susurro que quedaba en sus muros.

Años después, ya olvidado Yusuf, la leyenda volvió a correr por Padul. Algunos criados hablaban de un aire frío que subía del suelo los días de tormenta, de un murmullo en árabe que sonaba como una oración. Un soldado que intentó excavar en los bajos enloqueció al encontrar un túnel tapiado que terminaba en piedra viva.

Y así fue quedando la historia, medio enterrada como el cofre. Hasta que, hace no tanto, una niña jugando en la plaza frente a la Casa Grande tropezó con una piedra suelta. Al moverla, encontró una marca grabada: un círculo rodeado de olas, como un sello antiguo. La abuela, al verla, dijo bajito:

—Eso es el signo del agua dormida… el de los que se fueron, pero nunca del todo.

Hoy, la Casa Grande sigue en pie. Callada. Reformada por fuera, pero con el corazón antiguo latiendo bajo el suelo.

Y hay quien dice que, si entras en silencio, y te detienes justo sobre la losa central de la bodega…

Podrás oír una piedra que aún canta muy bajito,

Como si llamara a quien recuerde.

Aquí tienes la versión poética del cuento El secreto de la Casa Grande, convertida en un poema narrativo con tono antiguo y evocador, como si lo recitara un abuelo de Padul a la lumbre, o lo susurrara el propio muro de la casa. FIN

 

 

Donde el agua duerme

(Versión poética de la leyenda de la Casa Grande de Padul)

 

En Padul, cuando la luna

baja al valle sin hablar,

una casa mira al tiempo

sin quererlo despertar.

La llaman la Casa Grande,

de piedra, sombra y portón,

pero antaño fue refugio

de saber y corazón.

Yusuf, viejo alfaquí,

vivía entre libros y huertas,

con los rezos en los labios

y las ventanas abiertas.

Cuando el fuego de la guerra

quemaba monte y quebrada,

él guardó bajo su casa

una promesa enterrada:

Un cofre de madera,

con oro y con bendición,

y un pergamino que dice:

"Bajo la piedra hay canción.

Donde el agua duerme quieta

y la piedra sabe hablar,

espera quien no se olvida

de lo que fue su lugar."

Partió Yusuf con la aurora,

nadie más lo volvió a ver,

pero la casa, en sus muros,

no ha dejado de creer.

Dicen que hay noches en calma

que un murmullo se levanta,

y en la bodega más honda

una losa aún canta, canta...

Y si alguien pisa despacio

el centro del corazón,

sentirá bajo sus plantas

el pulso de una oración.

No es viento, ni es escalera.

Es la voz de quien se fue.

Y el secreto de los siglos

que en Padul aún vive en pie.

 

 

La niña que hablaba con las ranas (Padul)

Por Miguel Angel Molina Palma

 

No se sabía si su nombre era Clara o Dolores, si vivía en la parte baja del pueblo o más cerca del campo. Pero todos la conocían como la niña de las charcas.

Siempre andaba descalza, con las trenzas revueltas y los ojos muy abiertos, como quien lo ve todo por primera vez.

Desde pequeña, se escapaba de casa al amanecer y bajaba sola a las lagunas, antes que los pájaros cantaran. Se sentaba en una piedra junto al carrizal y no se movía durante horas.

Nadie entendía qué hacía.

Hasta que un día, un jornalero la vio y juró haberla escuchado hablar bajito. No a sí misma. Sino... con las ranas.

—“Croaban todas a la vez. Pero ella no se asustaba.

Les respondía. Y ellas la escuchaban.”

Al principio lo tomaron por un chisme.

Pero luego, otros empezaron a notarlo.

Cuando la niña llegaba, las ranas callaban.

Y cuando ella hablaba, una sola rana respondía.

—“¿Qué les dices?”, le preguntó una vez una mujer mayor.

La niña no se asustó. Solo sonrió y dijo:

—“Me cuentan lo que han oído durante la noche.

Y yo les cuento lo que los hombres ya no recuerdan.”

Los mayores pensaron que era cosa de niños.

Pero hubo detalles que inquietaron a más de uno.

Un pastor encontró a su cabra perdida justo donde la niña había dicho.

Un anciano, tras hablar con ella, recordó una canción que no cantaba desde joven.

Y una madre, que lloraba en secreto por su hija emigrada, recibió una carta ese mismo día… después de cinco años de silencio.

Cuando le preguntaban cómo lo sabía, ella se encogía de hombros:

—“Las ranas me lo dijeron.”

Con el tiempo, la niña creció y desapareció del pueblo, como si nunca hubiera estado.

Pero aún hoy, al amanecer, si alguien baja solo a la laguna y se sienta en silencio,

puede oír una croar distinta.

Una voz entre croaks.

Una historia envuelta en humedad.

Una niña invisible, que aún conversa con quien sabe escuchar.

 

 

La doncella del fondo (Padul)

 

Mucho antes de que las lagunas de Padul fueran humedal protegido, y antes de que hubiera pasarelas, observatorios o turistas, el agua era más salvaje. Reinaba el silencio, y la niebla bajaba al amanecer como un velo blanco.

Los pastores evitaban pasar cerca al caer la tarde.

No por miedo, sino por respeto.

Porque en aquel lugar vivía —o eso decían— una doncella que no estaba viva… ni muerta.

La leyenda contaba que su nombre era Nur, y que era hija de un alfaquí morisco. Durante los últimos días de la rebelión, huyó con su familia por los carriles del monte, pero al llegar a las lagunas, una patrulla les cortó el paso. Nur, para proteger a los suyos, se lanzó al agua con un talismán colgado al cuello, una piedra negra tallada con símbolos de oración.

Nunca la encontraron.

Pero a partir de aquel año, la laguna más profunda empezó a tener bruma incluso en verano.

Y cuando alguien se asomaba en silencio, decían que podía ver un rostro hermoso bajo la superficie, flotando sin moverse, como si mirara desde el otro lado.

La gente empezó a llamarla la Doncella del Fondo.

No hacía daño.

No pedía nada.

Solo aparecía en momentos de cambio.

Un joven que no sabía si marcharse del pueblo.

Una mujer que dudaba entre quedarse o decir adiós.

Un niño que había perdido a su padre.

Todos contaron lo mismo:

“La vi. No habló. Pero al verla… supe qué hacer.”

Dicen que quien va a buscarla no la encuentra.

Pero quien no la busca, y está confundido, puede ver un destello, un perfil, una mirada.

Solo un segundo.

Y después, el agua vuelve a estar tranquila.

Pero algo dentro de ti ya no es igual.

 

 

Película La LEYENDA DE UN VALIENTE:

 

La leyenda de un valiente es una película que se rodó en Padul, y aunque no es muy conocida a nivel nacional, en el pueblo dejó un recuerdo muy especial. Se trata de una cinta amateur o semiprofesional, que mezcla aventura, romance e historia, ambientada en una época indeterminada pero con tintes medievales o de época.

Sobre el rodaje:

Participación local: Muchos vecinos del Padul participaron como extras o incluso en papeles secundarios. Algunos se encargaron del vestuario, otros de la construcción de decorados. Fue una auténtica experiencia comunitaria.

Localizaciones: Se rodaron escenas en la Laguna de Padul, en los alrededores de la Sierra del Manar y también en algunos rincones del casco antiguo del pueblo. La mezcla de naturaleza y patrimonio daba un aire mágico a las escenas.

Vestuario y atrezo: Se improvisó mucho. Algunos trajes fueron adaptaciones de disfraces de Moros y Cristianos, y otros hechos a mano por las costureras del pueblo. Para las armas y espadas, se utilizaron materiales reciclados o prestados por asociaciones culturales.

Anécdotas del rodaje:

Una escena con tormenta: Hay una escena que requería lluvia, pero justo cuando empezaron a rodarla cayó una tormenta de verdad, con rayos y truenos incluidos. Tuvieron que parar el rodaje, pero al día siguiente aprovecharon los charcos y el barro para que pareciera una gran batalla épica.

Un burro rebelde: En otra escena, un burro que debía llevar al protagonista se negó a andar y acabó llevándose por delante parte del decorado. Todos lo recuerdan con cariño porque, según cuentan, fue la "estrella" más difícil del rodaje.

Vecinos emocionados: Algunos vecinos mayores recordaban la grabación como si hubiera sido una superproducción de Hollywood. Para muchos fue su primer contacto con una cámara de cine y aún hoy se conserva material gráfico y algunas fotos detrás de las cámaras.

 

 

Historia y leyenda de la Casa Grande de Padul

 

La Casa Grande, situada en pleno centro del municipio, es un edificio señorial de aspecto sobrio, con muros gruesos y una arquitectura que mezcla lo morisco, lo mudéjar y lo cristiano, reflejando perfectamente el momento de transición que vivió Padul tras la reconquista.

Se cree que fue construida sobre una antigua casa noble morisca, posiblemente de algún alfaquí o noble local antes de la rebelión de las Alpujarras. Tras la expulsión de los moriscos, pasó a manos cristianas, y durante siglos fue símbolo de poder local: allí vivieron familias influyentes, se guardaban documentos importantes, y dicen que incluso fue cuartel o residencia de autoridad militar en algunos momentos.

Pero lo interesante no está solo en la piedra… sino en lo que la gente cuenta.

La leyenda del túnel y el tesoro

Una de las leyendas más antiguas y persistentes de la Casa Grande es la del túnel subterráneo, que conectaría el edificio con la zona de La Laguna o incluso con algún antiguo aljibe morisco. Se decía que los últimos moriscos que vivieron allí escondieron un tesoro antes de ser expulsados, enterrado en las entrañas del edificio, protegido por trampas, o incluso por alguna maldición.

Algunos vecinos antiguos aseguraban que por las noches se oía ruido de cadenas, pasos secos en la parte baja de la casa, o un murmullo como de rezo árabe, muy tenue, muy antiguo.

Incluso hay quien contaba que una figura encapuchada aparecía en uno de los balcones cuando la luna llena caía sobre la fachada, y desaparecía en cuanto alguien la miraba directamente.

¿Verdad o mito?

Aunque no hay pruebas físicas de túneles (al menos documentadas), lo cierto es que la estructura antigua de la casa, sus muros interiores y su historia morisca alimentan estas leyendas. Padul, como otros pueblos del Valle y de la Vega, conserva en su memoria oral muchos relatos de moriscos que intentaron resistir, esconderse, o dejar una señal de su paso antes de marcharse para siempre.

 

 

La leyenda de los mamuts de Padul

 

Padul, conocido por su paisaje y sus huellas prehistóricas, guarda una de las leyendas más fascinantes del Valle de Lecrín, relacionada con los mamuts que habitaron la zona hace miles de años, mucho antes de que los humanos llegaran a la región.

Según cuentan los mayores, hace muchos siglos, cuando la tierra aún era joven y los grandes animales dominaban los valles y montañas, un mamut solitario vagaba por las orillas del río Padul, cruzando las llanuras cubiertas de hierba y hierbajos. Este mamut, que según las leyendas era el último de su especie, se sentía atrapado en un mundo que ya no le pertenecía.

Una noche, tras un largo día de caminar por las orillas del río, el mamut llegó a un paraje donde la luna iluminaba el agua. Se acercó a beber, y en ese instante, se produjo un gran estruendo: el suelo tembló y las aguas del río comenzaron a subir rápidamente. Según la leyenda, el mamut, al tratar de escapar, quedó atrapado en el barro del antiguo lago de Padul, hundiéndose lentamente hasta quedar sepultado en las profundidades.

Muchos siglos después, cuando los humanos llegaron al lugar, comenzaron a excavar y a explorar la zona. Fue entonces cuando, en las tierras fangosas de Padul, aparecieron los restos de un mamut. Los aldeanos, al ver los enormes huesos y colmillos, creyeron que era el alma del antiguo mamut que había vuelto para proteger la tierra de aquellos que querían destruirla. Se cuenta que, desde entonces, la "cueva del mamut" que había quedado bajo el barro, se convirtió en un lugar sagrado.

Hoy, los restos de esos mamuts son un símbolo de Padul, con sus huellas fósiles bien documentadas en el yacimiento del yacimiento paleontológico de Padul. Pero muchos habitantes aseguran que, cuando la niebla se levanta sobre las aguas al amanecer, se pueden oír los pasos del mamut caminando nuevamente por la orilla, como si aún estuviera protegiendo las tierras de Padul.