En lo alto del barranco del río
Torrente, donde los pinos silban secretos con el viento y las acequias corren
entre zarzas como hilos de memoria, hay una piedra lisa, redonda, ancha como
una mesa.
Los lugareños la llaman la Piedra
de los Oídos.
Porque dicen que escucha.
La leyenda cuenta que hace
siglos, cuando aún los moriscos escondían rezos en las tapias y canciones en
las copas de los árboles, una mujer llamada Zoraida subía a esa piedra cada
tarde con un cuenco de agua y una ramita de tomillo.
No hablaba. No rezaba. Solo se
sentaba en silencio, mirando la Sierra del Manar. Y al caer el sol, susurraba
siempre la misma frase:
“Recuérdalo por mí.”
Muchos no entendían a qué se
refería. Pero con el tiempo, algunos comprendieron:
Zoraida había perdido algo. Tal
vez un amor, un hijo, una tierra, un idioma, o una fe. No podía hablar de ello.
No podía contarlo. Pero no quería que se olvidara.
Aquella frase era un ruego. Un
legado invisible.
“Recuérdalo por mí” no
significaba “recuérdame”,
sino:
“Yo ya no puedo sostener este
recuerdo sola.
Llévalo tú. Guárdalo tú.
Haz que no se pierda del todo.”
Cuando Zoraida murió, la piedra
quedó sola.
Pero desde entonces, hay quien
sube al barranco para contarle cosas.
Una pena. Un nombre. Una promesa.
Y lo curioso es que la piedra no
responde con palabras, pero quien baja de ella siempre sabe lo que tiene que
hacer.
Dicen que en noches de luna
llena, si te tumbas sobre ella con el corazón abierto,
puedes oír un murmullo antiguo,
como de mujer, diciendo:
“Recuérdalo por mí.
Y que nunca se pierda.”
El día que el agua se rebeló en Nigüelas
En Nigüelas, todos conocen el
Tajo de los Molinos, ese desfiladero estrecho y abrupto donde el agua ha
esculpido la roca durante siglos. Allí se encuentra un antiguo molino harinero,
ahora restaurado, que funcionó hasta mediados del siglo XX. Pero hay un hecho
que los más viejos del lugar recuerdan con mezcla de respeto y temor: una riada
que lo cambió todo.
Fue en el año 1907 —o eso dicen—
cuando, tras días de lluvia incesante, el agua comenzó a bajar con una fuerza
descomunal. Los vecinos escucharon un rugido procedente del barranco y
corrieron hacia el Tajo. Lo que vieron les heló la sangre: una tromba de agua,
piedras, troncos y lodo descendía como una bestia viva, arrastrando todo a su
paso.
El molino quedó sepultado bajo
agua y escombros. Las ruedas reventaron, los sacos de trigo desaparecieron y
uno de los molineros, un joven llamado Matías, fue dado por muerto tras
intentar salvar una de las acequias. Pero, increíblemente, reapareció horas
después, embarrado hasta la cintura, diciendo que una fuerza lo empujó contra
una roca hueca donde pudo refugiarse.
Muchos no creyeron su historia,
pero algunos aseguraron que esa roca era una de las piedras antiguas del canal
morisco, tallada por manos que sabían leer el agua. Desde entonces, en cada
tormenta fuerte, se oye a alguien decir:
"El agua en Nigüelas no se
lleva a quien la respeta."
El molino se reconstruyó. Hoy es
un museo, una joya etnográfica del Valle. Pero si te acercas al Tajo en
silencio, y te sientas junto al canal, el murmullo del agua parece contar la
historia una y otra vez.
La Casa-Palacio de Nigüelas y el Misterio del Reloj de Sol
En el corazón de Nigüelas se alza
una construcción singular: la Casa Zayas, un antiguo palacio renacentista del
siglo XVI, de fachada sobria pero con una historia tan rica como las tierras
que lo rodean. Durante siglos fue residencia de nobles, refugio de viajeros y,
según se cuenta, lugar donde se tomaban decisiones que afectaban a todo el
valle.
Pero hay un detalle que pocos
conocen: un reloj de sol tallado en uno de sus muros laterales, en una zona que
hoy apenas se ve por la vegetación. No es un reloj cualquiera: está orientado
de forma inusual y marcado con símbolos que no todos comprenden.
Según los más viejos del lugar,
ese reloj fue obra de un noble aficionado a la astronomía y a las ciencias
ocultas. Se decía que sabía leer los astros y predecía lluvias, cosechas e
incluso enfermedades, gracias a sus cálculos. Algunos lo consideraban un sabio,
otros un hereje. Se encerraba durante días en su biblioteca, solo con sus
libros y el silencio del jardín.
Una leyenda local asegura que, en
una ocasión, predijo con exactitud un temblor de tierra, avisando a los vecinos
antes de que ocurriera. Desde entonces, su figura fue respetada, pero también
temida. Al morir, pidió ser enterrado en un rincón del jardín, sin nombre ni
lápida, mirando hacia Sierra Nevada. Cuentan que, cuando el sol alcanza el
ángulo exacto en el equinoccio de otoño, la sombra del reloj apunta a ese
rincón invisible.
Hoy, el palacio alberga el
Ayuntamiento y espacios culturales, pero muchos dicen que al anochecer, si
paseas solo por el jardín, puedes escuchar hojas moviéndose sin viento, o
sentir una presencia que aún observa los cielos, como si esperara otra señal.
El amor escondido
en la acequia de la Pavilla
En las laderas que rodean Nigüelas, donde los bancales se
escalonan con paciencia y el agua baja cantando desde Sierra Nevada, discurre
la antigua acequia de la Pavilla. No es solo un canal de riego: para los que
conocen su historia, es también un lugar de encuentros, de silencios
compartidos… y de un amor que desafió al tiempo.
Allí solía acudir Isabel, una joven del pueblo, para lavar
ropa o recoger agua con su cántaro. Pero la razón verdadera era otra: en ese
mismo rincón de la acequia, junto a una gran piedra lisa, la esperaba en
secreto Miguel, un jornalero que trabajaba en los cortijos del valle.
Se veían al atardecer, cuando el sol doraba los álamos y el
viento movía los juncos. A veces hablaban en susurros. A veces, solo escuchaban
el agua correr. Su amor era sincero, pero oculto, porque a Isabel la habían
prometido a otro, un hombre mayor, con tierras… pero sin alma.
La víspera de su boda, Isabel no apareció por su casa.
Miguel tampoco volvió al cortijo. Nadie los vio marcharse, pero al amanecer,
cuando el pueblo despertó, alguien encontró un ramo de flores silvestres y
espigas apoyado en la piedra de la acequia, justo donde siempre se sentaban.
Desde entonces, cada año, justo al comienzo del verano,
aparece un ramo nuevo en el mismo lugar, aunque nadie sabe quién lo pone.
Algunos dicen que es una promesa renovada. Otros, que es el eco del amor que
nació al borde del agua y nunca se marchó.
Por eso, para los que creen en la belleza de las cosas
sencillas, la acequia de la Pavilla no solo riega la tierra: también riega la
memoria de un amor valiente.