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09 abril 2025

“La caroca de la zorra”



Un relato alegre, ambientado en Nigüelas durante sus fiestas patronales.

“La caroca de la zorra”
Nigüelas, años 60 del siglo XX



Las fiestas de la Virgen de las Angustias eran, y siguen siendo, lo más esperado en Nigüelas.
Pero para Antoñico, un chiquillo de once años con ojos traviesos y manos inquietas,
había una parte que le gustaba más que ninguna:
las carocas.

Cada septiembre, los vecinos colgaban en las calles grandes carteles de cartón,
con dibujos hechos a mano y cuartetas rimadas que hablaban de lo que había pasado en el pueblo aquel año.
Nada ni nadie se libraba:
el cura que se quedó dormido en misa,
el alcalde que se cayó del burro,
la vecina que echó sal en vez de azúcar al arroz.

Las carocas eran la risa sagrada.
Y el pueblo entero las esperaba como quien espera una buena broma con cariño.

Ese año, Antoñico quiso hacer la suya.

—“¿Y tú qué vas a contar?” —le preguntó su abuelo, mientras tejía los hérpiles de paja para después de la trilla.

—“El día que la zorra se coló en el gallinero del tío Fermín y salió con la radio colgada del cuello.”

—“¡Eso fue verdad!” —rió el abuelo—. “Aunque nadie lo crea.”

Pasó semanas dibujando con lápices de colores y escribiendo versos a escondidas.
Y el día antes de la fiesta, clavó su caroca en la esquina del molino viejo.

Decía así:

La zorra del Carrizal
con hambre y algo de arte,
robó gallinas al tío Fermín…
¡y hasta el transistor de parte!

La gente se partía de risa.
Algunos le echaban caramelos a los pies.
Otros decían: “¡Éste va para poeta!”

Pero lo que Antoñico no sabía era que, ese año,
su caroca había sido elegida para llevarla en la carroza del “Entierro de la Zorra”.

Y cuando llegó la última noche de fiesta,
con música, petardos y farolillos,
el zorro de cartón gigante que recorría el pueblo tenía su cuarteta colgada al cuello.

Antoñico lo miraba como si estuviera viendo a un rey.
Y su abuelo le apretó el hombro y dijo:
—Ahora sí que eres de Nigüelas, con versos y todo.

Desde entonces, cada septiembre,
cuando cuelgan las carocas en las calles,
alguien susurra:

—A ver si hay otra como la del chiquillo aquel…
la del año de la zorra y la radio. 


El Palacio de Zayas


El Palacio de Zayas

 

El antiguo palacio de verano de la familia Zayas en Nigüelas, hoy convertido en Ayuntamiento. Un edificio del siglo XVI que, entre sus muros, jardines y salas altas, guarda seguramente más de un secreto.

Aquí os traigo amigos una historia inventada, cargada de atmósfera y simbolismo.

 

“El susurro del patio”

Palacio de los Zayas – Nigüelas, siglo XVIII

 

Cuando la familia Zayas venía a pasar el verano a Nigüelas,

el pueblo se vestía de rumores.

Se blanqueaban las fachadas,

se abría el palacio entre geranios

y el aire olía a albahaca y a pergamino.

Don Alonso de Zayas, caballero retirado, hombre culto y silencioso,

se instalaba en la planta alta.

Desde su balcón, contemplaba el río Torrente, el cerro Zahor y las acequias,

y anotaba pensamientos en un cuaderno de tapas negras.

Decían que hablaba poco,

pero que escuchaba todo.

Cada tarde bajaba al patio central,

se sentaba bajo un limonero,

y leía en voz baja.

Una joven criada del pueblo, Mariana,

curiosa y ávida de saber,

pasaba baldeando el suelo,

pero no perdía palabra.

Un día, Don Alonso la sorprendió repitiendo uno de sus versos.

—“¿Sabes lo que significa?” —le preguntó.

Mariana bajó la cabeza.

—“No, señor. Pero suena bonito.”

El caballero sonrió.

Y por primera vez, le ofreció un libro.

Desde entonces, cada noche dejaba un tomo envuelto en una tela junto al limonero.

Y Mariana, en silencio, lo recogía como si fuese un secreto compartido.

Cuando murió Don Alonso,

no hubo misa ni cortejo.

Solo un cuaderno abierto sobre el escritorio.

Y una inscripción en latín grabada en el borde del patio:

“Festina lente” — Apresúrate despacio.

Hoy, el palacio es el Ayuntamiento.

Pero hay vecinos que aseguran que, al atardecer,

si te sientas bajo el limonero del patio,

puedes oír un susurro suave.

No son hojas.

Ni viento.

Es como una frase leída en voz baja.

Por alguien que todavía escucha.

 

 


 

La Leyenda de los Lentos


La Leyenda de los Lentos

 

Hola amigos, aquí tenéis un relato mágico y simbólico sobre Nigüelas y la leyenda de los lentos, entre historia, mito y verdad popular.

 

 

“La procesión interminable”

 

Relato inspirado en la leyenda de Nigüelas, el pueblo de los lentos

Dicen en el Valle de Lecrín que hay pueblos por los que el tiempo no pasa igual.

Y que en Nigüelas, cuando entra un forastero con prisas,

no tarda en frenar el paso,

bajar la voz,

y mirar el cielo como si de repente recordara algo que había olvidado.

Todo comenzó —cuentan los más viejos— con una imagen sagrada.

Una talla antigua de una Virgen,

hecha de madera de almendro y ojos dulces,

que los vecinos de Nigüelas quisieron regalar, como muestra de hermandad, a sus vecinos de Dúrcal.

Era el mes de mayo,

y los campos brillaban de amapolas.

Se preparó la procesión:

flores en las calles, incienso en los portales,

y la Virgen, engalanada,

salió del pueblo entre vítores, rezos… y una calma que parecía de otro mundo.

Los primeros pasos fueron firmes.

Pero al poco tiempo, algo ocurrió.

La imagen no avanzaba.

No porque pesara demasiado.

Era como si los pies de los porteadores se volvieran lentos,

las ruedas de los carros se hundieran en aire,

las voces se apagaran.

Pasó un día entero.

Y la Virgen apenas había salido de la plaza.

Dúrcal esperaba en vano.

Los vecinos de Nigüelas insistían en seguir.

Pero el camino se volvía largo como un año.

Cada paso era una eternidad.

Cada recodo, una vida entera.

Al tercer día, un anciano del pueblo, de barba blanca y bastón torcido, dijo:

—“Es que nosotros no vivimos en los minutos,

vivimos en la pausa.

Y esta Virgen… es nuestra.”

Desde entonces, los de Dúrcal, con humor y picardía,

empezaron a llamar a los de Nigüelas “los lentos”.

Pero los lentos lo aceptaron con una sonrisa.

Porque sabían que en la lentitud estaba el secreto:

el pan bien amasado,

la poda con cuidado,

el aceite que decanta sin apuro,

el amor que no corre.

Años después, cuando se diseñó el escudo del pueblo,

un maestro de escuela propuso una frase en latín:

“Festina lente” —Apresúrate despacio.

Y así quedó escrito, entre piedras y agua,

para que nadie olvide

que en Nigüelas, la prisa se deja en la entrada.

Y que caminar lento…

es otra forma de llegar antes.

 

 


 

El partidor de aguas



El partidor de aguas

 

El partidor de aguas, ese lugar antiguo donde el agua se reparte entre acequias, donde la geometría y la tradición se dan la mano, y donde cada gota obedece a un orden nacido hace siglos. Allí donde fluye el agua… y también las historias.

Aquí os traigo amigos una leyenda inventada que podría haber nacido entre las piedras del partidor.

 

 

“El guardián del agua”

Nigüelas, siglo XVII

 

Cuentan que en Nigüelas, cuando se construyó el partidor de aguas,

no lo diseñaron solo con piedra y cálculo,

sino con algo más.

Dicen que el maestro morisco que lo trazó,

se llamaba Hassan Al-Nassir,

y que tenía un don:

sabía escuchar al agua.

No necesitaba medir.

Solo ponía la palma en el suelo,

cerraba los ojos

y decía:

—“Esta acequia está sedienta. Esta, agradecida. Aquella… espera.”

El día que terminó la obra, colocó una cruz de piedra sobre el partidor.

Un gesto humilde, para que no sospecharan de su fe verdadera.

Pero justo bajo la cruz, escondió otra marca más sutil:

un pequeño caracol tallado en la roca.

Símbolo del tiempo lento y del ciclo sin fin.

Los vecinos aprendieron pronto a seguir las reglas de reparto.

El agua llegaba a cada bancal, a cada huerta,

como si supiera el nombre de cada olivo.

Pero un año, la sequía golpeó el valle.

Los hombres discutían.

Querían más agua, más horas, más caudal.

Y uno de ellos —dicen que un forastero—

quiso cambiar el orden.

Movió una piedra.

Alteró el canal.

Esa noche, el partidor se desbordó.

Y el agua dejó de obedecer.

Nadie entendía qué había pasado.

Hasta que una niña del pueblo,

llamada Lina,

bajó sola hasta el partidor al amanecer.

Se arrodilló,

puso la oreja sobre la piedra,

y oyó una voz muy suave que decía:

—“No deis más al que grita.

Dad al que cuida.

Y al que espera.”

Lina llamó a los mayores,

y les mostró la marca del caracol bajo la cruz.

Desde entonces, en Nigüelas,

cada vez que se reparte el agua,

se recuerda aquella frase:

“No manda el que tiene sed.

Sino el que honra el cauce.”

 



 

27 marzo 2025

Cuentos y Leyendas de Nigüelas

 


La piedra que escucha (Nigüelas)

 

En lo alto del barranco del río Torrente, donde los pinos silban secretos con el viento y las acequias corren entre zarzas como hilos de memoria, hay una piedra lisa, redonda, ancha como una mesa.

Los lugareños la llaman la Piedra de los Oídos.

Porque dicen que escucha.

La leyenda cuenta que hace siglos, cuando aún los moriscos escondían rezos en las tapias y canciones en las copas de los árboles, una mujer llamada Zoraida subía a esa piedra cada tarde con un cuenco de agua y una ramita de tomillo.

No hablaba. No rezaba. Solo se sentaba en silencio, mirando la Sierra del Manar. Y al caer el sol, susurraba siempre la misma frase:

“Recuérdalo por mí.”

Muchos no entendían a qué se refería. Pero con el tiempo, algunos comprendieron:

Zoraida había perdido algo. Tal vez un amor, un hijo, una tierra, un idioma, o una fe. No podía hablar de ello. No podía contarlo. Pero no quería que se olvidara.

Aquella frase era un ruego. Un legado invisible.

“Recuérdalo por mí” no significaba “recuérdame”,

sino:

“Yo ya no puedo sostener este recuerdo sola.

Llévalo tú. Guárdalo tú.

Haz que no se pierda del todo.”

Cuando Zoraida murió, la piedra quedó sola.

Pero desde entonces, hay quien sube al barranco para contarle cosas.

Una pena. Un nombre. Una promesa.

Y lo curioso es que la piedra no responde con palabras, pero quien baja de ella siempre sabe lo que tiene que hacer.

Dicen que en noches de luna llena, si te tumbas sobre ella con el corazón abierto,

puedes oír un murmullo antiguo, como de mujer, diciendo:

“Recuérdalo por mí.

Y que nunca se pierda.”

 

 

El día que el agua se rebeló en Nigüelas

 

En Nigüelas, todos conocen el Tajo de los Molinos, ese desfiladero estrecho y abrupto donde el agua ha esculpido la roca durante siglos. Allí se encuentra un antiguo molino harinero, ahora restaurado, que funcionó hasta mediados del siglo XX. Pero hay un hecho que los más viejos del lugar recuerdan con mezcla de respeto y temor: una riada que lo cambió todo.

Fue en el año 1907 —o eso dicen— cuando, tras días de lluvia incesante, el agua comenzó a bajar con una fuerza descomunal. Los vecinos escucharon un rugido procedente del barranco y corrieron hacia el Tajo. Lo que vieron les heló la sangre: una tromba de agua, piedras, troncos y lodo descendía como una bestia viva, arrastrando todo a su paso.

El molino quedó sepultado bajo agua y escombros. Las ruedas reventaron, los sacos de trigo desaparecieron y uno de los molineros, un joven llamado Matías, fue dado por muerto tras intentar salvar una de las acequias. Pero, increíblemente, reapareció horas después, embarrado hasta la cintura, diciendo que una fuerza lo empujó contra una roca hueca donde pudo refugiarse.

Muchos no creyeron su historia, pero algunos aseguraron que esa roca era una de las piedras antiguas del canal morisco, tallada por manos que sabían leer el agua. Desde entonces, en cada tormenta fuerte, se oye a alguien decir:

"El agua en Nigüelas no se lleva a quien la respeta."

El molino se reconstruyó. Hoy es un museo, una joya etnográfica del Valle. Pero si te acercas al Tajo en silencio, y te sientas junto al canal, el murmullo del agua parece contar la historia una y otra vez.

 

 

 

La Casa-Palacio de Nigüelas y el Misterio del Reloj de Sol

 

En el corazón de Nigüelas se alza una construcción singular: la Casa Zayas, un antiguo palacio renacentista del siglo XVI, de fachada sobria pero con una historia tan rica como las tierras que lo rodean. Durante siglos fue residencia de nobles, refugio de viajeros y, según se cuenta, lugar donde se tomaban decisiones que afectaban a todo el valle.

Pero hay un detalle que pocos conocen: un reloj de sol tallado en uno de sus muros laterales, en una zona que hoy apenas se ve por la vegetación. No es un reloj cualquiera: está orientado de forma inusual y marcado con símbolos que no todos comprenden.

Según los más viejos del lugar, ese reloj fue obra de un noble aficionado a la astronomía y a las ciencias ocultas. Se decía que sabía leer los astros y predecía lluvias, cosechas e incluso enfermedades, gracias a sus cálculos. Algunos lo consideraban un sabio, otros un hereje. Se encerraba durante días en su biblioteca, solo con sus libros y el silencio del jardín.

Una leyenda local asegura que, en una ocasión, predijo con exactitud un temblor de tierra, avisando a los vecinos antes de que ocurriera. Desde entonces, su figura fue respetada, pero también temida. Al morir, pidió ser enterrado en un rincón del jardín, sin nombre ni lápida, mirando hacia Sierra Nevada. Cuentan que, cuando el sol alcanza el ángulo exacto en el equinoccio de otoño, la sombra del reloj apunta a ese rincón invisible.

Hoy, el palacio alberga el Ayuntamiento y espacios culturales, pero muchos dicen que al anochecer, si paseas solo por el jardín, puedes escuchar hojas moviéndose sin viento, o sentir una presencia que aún observa los cielos, como si esperara otra señal.

 

 

El amor escondido en la acequia de la Pavilla

En las laderas que rodean Nigüelas, donde los bancales se escalonan con paciencia y el agua baja cantando desde Sierra Nevada, discurre la antigua acequia de la Pavilla. No es solo un canal de riego: para los que conocen su historia, es también un lugar de encuentros, de silencios compartidos… y de un amor que desafió al tiempo.

Allí solía acudir Isabel, una joven del pueblo, para lavar ropa o recoger agua con su cántaro. Pero la razón verdadera era otra: en ese mismo rincón de la acequia, junto a una gran piedra lisa, la esperaba en secreto Miguel, un jornalero que trabajaba en los cortijos del valle.

Se veían al atardecer, cuando el sol doraba los álamos y el viento movía los juncos. A veces hablaban en susurros. A veces, solo escuchaban el agua correr. Su amor era sincero, pero oculto, porque a Isabel la habían prometido a otro, un hombre mayor, con tierras… pero sin alma.

La víspera de su boda, Isabel no apareció por su casa. Miguel tampoco volvió al cortijo. Nadie los vio marcharse, pero al amanecer, cuando el pueblo despertó, alguien encontró un ramo de flores silvestres y espigas apoyado en la piedra de la acequia, justo donde siempre se sentaban.

Desde entonces, cada año, justo al comienzo del verano, aparece un ramo nuevo en el mismo lugar, aunque nadie sabe quién lo pone. Algunos dicen que es una promesa renovada. Otros, que es el eco del amor que nació al borde del agua y nunca se marchó.

Por eso, para los que creen en la belleza de las cosas sencillas, la acequia de la Pavilla no solo riega la tierra: también riega la memoria de un amor valiente.