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27 marzo 2025

EL VALLE QUE LATE


 

EL VALLE QUE LATE

 

Presentación de mis relatos de Melegís a través de la historia

 

Descubriendo el alma del Valle de Lecrín, siglo a siglo

Durante meses he recorrido, imaginado y narrado el Valle de Lecrín como nunca antes: desde el siglo XXI antes de Cristo hasta nuestros días, a través de pequeñas historias inspiradas en la tierra, el agua, la piedra y la memoria que habita en Melegís y sus alrededores.

Estos relatos no son historia oficial, pero sí están llenos de verdad emocional. Son fragmentos de lo que podría haber ocurrido, contados con respeto, imaginación y un profundo amor por este lugar que nos une.

Desde los primeros pobladores que encendieron el fuego hasta las voces de quienes aún cuidan el olmo centenario, cada historia es una forma de rendir homenaje a lo que fuimos, lo que somos y lo que queremos conservar.

Gracias por acompañarme en este viaje a través del tiempo.

El Valle no se escribe solo en los libros. También se escribe en el alma.

 


Melegís siglo I antes de Cristo


(Recreación histórica)

Por Miguel Angel Molina Palma

 

(Siglo I antes de Cristo, cuando Hispania aún está siendo pacificada por Roma tras las largas guerras civiles y la resistencia de los pueblos íberos. En este siglo, figuras como Julio César y Pompeyo pisan suelo hispano, y se fundan nuevas ciudades o se reorganizan otras. La Bética, donde se sitúa el actual Valle de Lecrín, empieza a romanizarse intensamente, aunque muchas zonas rurales, como este valle, todavía conservan costumbres íberas y romanas mezcladas.

En este contexto, Melegís aún no existe como entidad, pero ya hay actividad agrícola organizada, quizás en forma de un oppidum íbero romanizado o de pequeñas granjas de transición cultural).

“El surco y la espada”

Valle del Lecrín, año 29 a. C. – Bajo el mando de Augusto

Elario, hijo de un íbero romanizado, cultivaba un pequeño terreno junto al río. Su padre había combatido en las guerras cántabras a cambio de conservar sus tierras, y le enseñó tanto a labrar la tierra como a levantar una empalizada. Su madre, de raíces romanas, le había enseñado a contar en latín, a guardar silencio y a respetar los dioses antiguos y los nuevos.

El lugar donde vivían no tenía nombre oficial. Era solo “el valle”, donde el agua brotaba con fuerza y los jabalíes aún se oían en la noche. Allí cultivaban trigo, lino, cebada, y criaban cerdos y gallinas. No vivían solos: tres familias más, emparentadas entre sí, compartían la cosecha, los turnos de riego y las vigilias contra el lobo.

Cerca del bancal más alto, había restos de una estructura íbera: muros bajos de piedra, cerámica pintada y una piedra tallada en forma de media luna. A veces los mayores hacían ofrendas de pan y sal junto a ella, aunque decían que ahora “ya no era necesario”.

Roma se acercaba cada vez más. Los caminos se trazaban, los estandartes pasaban, y los cobradores de impuestos hablaban en latín y exigían tributo en aceite, grano o carne seca. Algunos vecinos fueron llamados a servir como auxiliares en legiones lejanas.

Elario no se oponía. Había aprendido que la mejor forma de resistir era sembrar. A cada recluta que partía, él le regalaba un puñado de semillas envuelto en una hoja de higuera, “para que lleve un poco de esta tierra consigo”.

Una tarde, mientras cavaba un surco junto al arroyo, encontró una moneda con la efigie de César. Se la guardó, no como riqueza, sino como signo. La enterró bajo el primer olivo que plantó ese invierno. Y desde entonces, a ese árbol lo llamaron “el centinela”.

En ese cruce de siglos, de lenguas y de cultos, entre los íberos que rezaban en piedra y los romanos que levantaban ciudades, el valle empezó a tener alma propia.

Y aunque nadie lo supiera entonces, allí, bajo ese olivo, ya estaba latiendo el corazón de Melegís.

 

Ilustración:

El Valle de Lecrín en el siglo I a. C., con Elario trabajando la tierra y su familia entre tradiciones íberas y romanas, en un paisaje que empieza a convertirse en hogar.

 


 

Melegís, siglo II antes de Cristo

 


(Recreación histórica)

Por Miguel Angel Molina Palma

 

(Siglo II a. C., una época clave en la historia de la península: Roma aún no ha consolidado todo su dominio sobre Hispania, pero avanza con fuerza. Las guerras contra los íberos, celtíberos y lusitanos están en marcha o acaban de terminar, y la romanización aún es incipiente en muchas zonas del sur. Sin embargo, ya comienzan a surgir contactos entre los pueblos indígenas (íberos) y los romanos, especialmente en zonas fértiles como la futura Bética.

El Valle de Lecrín, en esta época, probablemente estaría habitado por comunidades íberas organizadas en pequeños poblados fortificados, llamados oppida, que aprovechaban los valles para la agricultura y el pastoreo).

“El eco del fuego”

Valle del Lecrín, año 146 a. C. – Hispania en guerra

El poblado se llamaba Lacet, y ocupaba una loma con vista al río. Estaba protegido por un muro de piedra seca, tenía chozas redondas de barro y caña, y un espacio central donde ardía un fuego que nunca se apagaba, custodiado por los ancianos del clan. Desde allí, se controlaban los huertos, las eras y los rebaños. Los campos de cebada y habas bajaban en terrazas hasta el agua.

El pueblo pertenecía a una tribu íbera que ya había oído hablar de los romanos, esos extranjeros de metal brillante que venían de más allá del mar, imponiendo leyes, caminos y tributos. Algunos los temían, otros querían comerciar. Pero en Lacet, todavía vivían como siempre: con el ritmo de la luna, el saber de los mayores y la palabra de los dioses del bosque.

Iltiria, una joven curandera del poblado, conocía las plantas, los ritos del solsticio, y la historia de sus antepasados, grabada en tablillas de arcilla y en la memoria oral. Su abuela le había contado que en el sur había ciudades con columnas y mosaicos, pero que en el valle, la tierra mandaba.

Un día, llegaron tres hombres forasteros. Uno llevaba un medallón con un rostro que no conocían: un romano. Venían desde el puerto de Sexi (la actual Almuñécar), con una mula, sal, vino y monedas de cobre. Querían pasar por el valle, seguir camino hacia Ilíberis. Iltiria los observó desde las sombras, y escuchó sus palabras con atención.

Esa noche, en el consejo del poblado, los ancianos debatieron: ¿debían abrirse al comercio o mantenerse apartados? Iltiria dijo:

—Ellos vienen con caminos. Pero nosotros tenemos raíces.

Decidieron dejarles pasar, pero no venderles tierra. Les ofrecieron agua, pan y descanso. A cambio, recibieron un cuchillo de hierro templado y una bolsa con semillas nuevas. Cuando los extranjeros partieron, Iltiria enterró una de esas semillas junto a la fuente sagrada.

—Si brota —dijo—, el futuro llegará con ella.

Y así, mientras Roma se expandía con sangre y pactos, en aquel rincón de montaña una mujer sembró el primer hilo entre dos mundos.


Ilustración:

El Valle de Lecrín en el siglo II a. C., con Iltiria sembrando el futuro entre el mundo íbero y el romano.

 

 


Melegís, en el siglo III antes de Cristo

 



(Recreación histórica)

Por Miguel Angel Molina Palma

 

(El siglo III a. C., un tiempo crucial para la historia de Hispania. En esta época, los pueblos íberos aún dominaban gran parte de la península, pero Roma ya había comenzado a hacer incursiones en el sur, y los conflictos con los pueblos indígenas como los celtíberos y los íberos eran constantes. Es una época de gran tensión, con las primeras guerras púnicas de fondo y los romanos expandiéndose hacia el oeste.

El Valle de Lecrín, aún bajo control de tribus íberas, sería una región rural donde la vida giraba en torno a las aldeas fortificadas (oppida), los cultivos de trigo, cebada y vino, y las prácticas religiosas locales, lejos del poder de Roma, aunque su sombra ya comenzaba a hacerse notar).

“El eco de los tambores”

Valle del Lecrín, año 237 a. C. – Hispania en guerra

En el oppidum de Valtaria, situado en lo alto de una colina, la vida seguía el ritmo de la naturaleza. Ygber era el líder de su tribu, una joven comunidad íbera que aún vivía bajo las leyes antiguas. Su gente adoraba a los dioses de la tierra y el sol, y su vida giraba en torno a las cosechas, el ganado y la defensa de sus tierras.

El valle era fértil, rodeado de montañas que formaban una fortaleza natural. Cada primavera, los hombres salían a cazar ciervos y jabalíes, y las mujeres se encargaban de la molienda del grano y la confección de tejidos. En el centro del oppidum, los aldeanos se reunían alrededor de una gran roca sagrada, donde se realizaban sacrificios de animales en honor a la diosa Tanit, protectora de la cosecha.

Los romanos ya habían comenzado a presionar a las tribus íberas. La guerra con los cartagineses se libraba en otros frentes, pero las incursiones romanas hacia el sur eran más frecuentes. Roma estaba al acecho. A veces, los comerciantes llegaban al oppidum con historias de las guerras púnicas, y los rumores de que los romanos habían ganado en Sicilia y Cerdeña.

Una tarde, mientras Ygber y su gente preparaban la fiesta del solsticio, llegaron unos mensajeros del pueblo vecino: los romanos habían cruzado el Ebro y se acercaban. El miedo y la tensión recorrieron el oppidum. Pero Ygber no vaciló. Sabía que sus tierras y su gente debían ser defendidas.

—Los romanos no entienden la tierra, ni la sangre de nuestros antepasados. —dijo, mirando al horizonte.

Aquella noche, se encendieron grandes hogueras, y los tambores resonaron en toda la aldea. El sonido del rallador y las flautas llenaban el aire. Se levantaron los altares, y los guerreros empezaron a afilar sus espadas.

Esa fue la última fiesta que celebraron en paz, porque los romanos ya no tardarían en llegar, pero la lucha del Valle de Lecrín estaba a punto de comenzar.

 

Ilustración:

El Valle de Lecrín en el siglo III a. C., con Ygber y su pueblo en plena celebración del solsticio, bajo la sombra de la inminente llegada romana.

 

Melegís, siglo IV antes de Cristo.


(Recreación histórica)

Por Miguel Angel Molina Palma

 

(El siglo IV a. C., una época en la que los íberos dominaban el sureste de la península, incluyendo lo que hoy es el Valle de Lecrín. Roma aún no ha llegado, y los cartagineses empiezan a asomarse por la costa, pero el interior vive con cierta autonomía. Esta era es fundamental para entender el alma del territorio: una sociedad agrícola, con una estructura tribal, jerárquica y profundamente conectada a la naturaleza.

En este siglo, los pueblos íberos ya tenían escritura propia, monedas, arte y una religión organizada en torno a dioses como Tanit, Betatun o Endovélico. La vida giraba en torno a los oppida, poblados fortificados en alto, y a los rituales agrícolas y estacionales que marcaban el paso del tiempo).

“La piedra del trueno”

Valle del Lecrín, año 379 a. C. – Época íbera, antes de la llegada de Cartago

El poblado de Ilbura se alzaba sobre una colina entre dos barrancos. Sus casas, circulares, con techos de ramas, estaban agrupadas en torno a una gran piedra lisa, oscura como la noche, que llamaban la piedra del trueno. Decían que allí hablaban los dioses cuando caía la tormenta, y que quien la tocara en luna nueva podía escuchar el futuro.

Arxina, hija del jefe tribal, era una joven valiente, conocedora de las plantas, los metales y los signos del cielo. Su pueblo vivía del trueque, la caza, y la agricultura en terrazas. Cultivaban cebada, lino, habas, y recogían miel silvestre. Sus mujeres dominaban el telar y el fuego; los hombres, la forja y el camino.

Aquel año, los pájaros del norte volaban bajo y los arroyos se habían secado antes de tiempo. Los ancianos dijeron que era señal de cambios. Un día, un grupo de forasteros llegó desde el sur, con acento extraño y brazaletes de bronce. Eran comerciantes venidos por mar, quizás cartagineses, con sal, telas teñidas y pequeños amuletos en forma de pez. Arxina los observó con desconfianza.

—No traen armas —dijo su hermano, con alegría.

—No las traen porque aún no nos conocen —respondió ella.

Aquel solsticio de verano, Arxina fue elegida para oficiar el rito del fuego nuevo. Subió a la piedra del trueno con una antorcha y habló a su gente:

—Somos la raíz y la roca. Que vengan los mares y los imperios. Nosotros seremos los que queden.

Esa noche, el fuego ardió hasta el amanecer. Y aunque nadie lo sabía, aquel poblado íbero, sin nombre para los mapas, sería la primera piedra de un lugar que, siglos después, alguien llamaría Melegís.

 

Ilustración:

El Valle de Lecrín en el siglo IV a. C., con Arxina encendiendo el fuego ritual sobre la Piedra del Trueno y el poblado íbero de Ilbura en plena ceremonia.

 



 

Melegís en el siglo V antes de Cristo.


(Recreación histórica)

Por Miguel Angel Molina Palma

 

(El siglo V a. C., una época de plena cultura íbera en el sureste peninsular. En este tiempo, los pueblos íberos se han consolidado: tienen escritura propia, estructuras políticas tribales bien definidas, una religión compleja, y dominan el arte de la cerámica, el comercio y la metalurgia. Aún no han llegado ni Roma ni Cartago directamente al Valle de Lecrín, pero las rutas comerciales ya conectan la costa con el interior.

El valle que luego se llamará Melegís sería entonces territorio sagrado y agrícola, ocupado por pequeñas comunidades que vivían en contacto con la tierra, los ciclos astronómicos y los espíritus del monte).

“El guardián de los cielos”

Valle del Lecrín, año 465 a. C. – Plena época íbera

En lo alto de un cerro donde el sol cae lento por las tardes, se alzaba un santuario íbero de piedra, rodeado de encinas, con un altar orientado al solsticio de invierno. Allí vivía Nartial, un observador del cielo, heredero de una estirpe de sabios que leían el movimiento de las estrellas y trazaban los calendarios sagrados.

Nartial no era sacerdote, ni guerrero, sino algo más antiguo: un guardián de los signos. Su casa estaba hecha de barro, piedra y madera. En sus muros colgaban huesos tallados, conchas, y láminas de plomo con símbolos extraños. Cada día subía al altar con su cuaderno de arcilla y anotaba la posición del sol, el canto de las aves, el color de los vientos.

El poblado más cercano estaba a media jornada caminando, entre terrazas de cereal, olivares jóvenes y pastizales. Las gentes del valle lo visitaban para pedir consejo, curas o augurios. Venían con quesos, telares, vino de granada y figuras votivas que dejaban en el santuario.

Un invierno especialmente seco, los aldeanos se reunieron para suplicar lluvia. Nartial les indicó una noche precisa. Subieron al altar, encendieron tres fuegos, y danzaron en círculos mientras él recitaba palabras antiguas. Aquella noche, el cielo se abrió, y al amanecer, la lluvia empapó los bancales del futuro Melegís.

Desde entonces, se decía que Nartial no solo leía el cielo, sino que hablaba con él.

Años después, cuando los comerciantes del mar llegaron al valle con collares de vidrio y monedas de cobre, encontraron el santuario abandonado, pero el altar intacto, orientado aún hacia el sol.

Y allí, bajo esa piedra sagrada, comenzó a latir la historia del valle, mucho antes de tener nombre.

 

Ilustración:

El Valle de Lecrín en el siglo V a. C., con Nartial guiando el ritual en el santuario bajo un cielo cargado de promesas de lluvia.

 


 

Melegís, en el siglo VI antes de Cristo.

 

(Recreación histórica)

Por Miguel Angel Molina Palma

 

(El siglo VI a. C., una época en la que la cultura íbera se está consolidando en el sureste peninsular. Los pueblos indígenas del sur, como los que habitaban el Valle de Lecrín, ya cultivan la tierra en terrazas, dominan la metalurgia del bronce y el hierro, y tienen una organización social jerárquica con caciques, artesanos y campesinos. Es también el tiempo en que comienzan contactos comerciales con fenicios y griegos desde la costa.

En este siglo, el territorio que después será Melegís seguramente estaba salpicado de poblados rurales, santuarios naturales, terrazas de cultivo, hornos de cerámica, y caminos que comunicaban con el mar. Aún sin escritura, pero con símbolos, rituales y saber antiguo, la vida se tejía entre el monte y el agua).

“La canción de los montes”

Valle del Lecrín, año 587 a. C. – Albores de la cultura íbera

La mujer se llamaba Tarna, y su voz tenía el poder de hacer callar al viento. Decían que era guardiana de los montes bajos, y vivía en una cabaña de piedra y barro junto a una fuente rodeada de espinos. Tarna no tenía tribu propia, pero todos los clanes del valle la respetaban. Sabía curar con raíces, leer señales en las piedras, y tallar símbolos en la madera.

El valle aún no era un pueblo, sino una red de familias dispersas, con bancales de cebada y lino, pastores que bajaban con sus cabras desde las alturas, y alfareros que cocían sus piezas en hornos de barro. Los hombres forjaban herramientas de hierro, las mujeres hilaban en los umbrales de las casas, y los niños aprendían los nombres de los árboles antes que los de los dioses.

Cada año, en el primer plenilunio de la primavera, los habitantes del valle subían a una loma sagrada, donde se reunían para cantar, intercambiar semillas y elegir al mensajero del ciclo nuevo. Esa vez, fue Tarna quien llevó la canción.

Su canto hablaba del origen del agua, del trueno escondido en la piedra, y del fuego que nunca muere si lo guarda un corazón honesto. Mientras cantaba, los ancianos lloraban, los niños reían, y el viento soplaba hacia la vega.

Después, se encendió un fuego nuevo, y con él, cada familia encendió una antorcha y volvió a su parte del valle. El eco del canto quedó flotando entre los barrancos, como una raíz invisible que unía a todos sin necesidad de muros ni reyes.

Aquel año, brotó una flor azul junto a la fuente de Tarna, y nadie la había visto antes. Desde entonces, se dijo que esa flor era el alma del valle.

Y aunque aún no existían ni nombres ni fronteras, en el corazón del monte ya se gestaba Melegís, como un latido profundo en la garganta de la tierra.

 

Ilustración:

El Valle de Lecrín en el siglo VI a. C., con Tarna entonando su canto al amanecer en la ceremonia del plenilunio. Una escena ancestral de unión con la tierra, las semillas y el misterio.




Melegís en el siglo VII antes de Cristo.



(Recreación histórica)

Por Miguel Angel Molina Palma

 

(El siglo VII a. C., un periodo en el que el sureste de la península —incluido el actual Valle de Lecrín— vivía los albores de lo que más tarde llamaremos cultura íbera. Todavía no existe un sistema de escritura consolidado, pero las comunidades ya muestran una clara organización social, con vínculos tribales, costumbres rituales, y un profundo conocimiento del medio natural.

Es un tiempo anterior al contacto con fenicios y cartagineses, pero ya hay intercambio entre clanes, uso del hierro en herramientas, y una fuerte espiritualidad ligada a los elementos).

“La senda de los silencios”

Valle del Lecrín, año 639 a. C. – Antes del comercio exterior

En lo profundo de un valle sin nombre, vivía Aro, un joven pastor de mirada inquieta. Su gente —una tribu dispersa entre montes y barrancos— no tenía escritura, ni templos, ni estandartes, pero sí algo más fuerte: memoria compartida. Cada canción, cada piedra colocada junto a una acequia, cada marca en un árbol hablaba del paso de quienes vinieron antes.

Aro creció entre las cuevas y las encinas, guiando cabras por senderos invisibles, escuchando los relatos que su abuela recitaba al anochecer. Le hablaban de las bestias del fondo del monte, de los primeros hombres que nacieron del barro y de las flores que solo abrían con la luna llena.

La gente de su clan vivía en chozas de barro y ramas, cultivaban cebada y recolectaban miel salvaje. No sabían del mar, ni de imperios. Pero sabían leer los cielos, prever las lluvias, y hablar con las piedras.

Cada primavera, Aro hacía la misma ruta: desde el claro junto al río hasta una pequeña cueva en la ladera norte, donde dejaba una ofrenda —pan seco, un puñado de bellotas y un trozo de lana— en honor al “Espíritu del Silencio”, una figura grabada en la roca, apenas visible al amanecer.

Un año, mientras realizaba ese rito, encontró junto a la entrada una piedra distinta, pulida y con una marca de otro pueblo. No era de allí. La llevó al consejo de los mayores, y allí entendieron: otros pueblos se movían más allá del monte. El mundo era más grande. Pero no por ello menos sagrado.

Esa noche, Aro no durmió. Subió al risco más alto del valle y miró en todas direcciones. No vio ciudades, ni puertos, ni ejércitos. Pero vio las huellas invisibles de su pueblo: la forma de los campos, el curso de las aguas, los senderos marcados solo por el paso humano.

Y en su pecho entendió que la historia no empieza con los nombres, sino con los pasos.

 

Ilustración:

El Valle de Lecrín en el siglo VII a. C., con Aro caminando hacia la cueva sagrada en la calma ancestral del amanecer.

 


 

Melegís siglo VIII antes de Cristo.



(Recreación histórica)

Por Miguel Angel Molina Palma

 

(El siglo VIII a. C., una etapa aún más remota, donde el sur de la península ibérica vivía en la plenitud de la Edad del Hierro. Las comunidades que más tarde formarían la cultura íbera todavía estaban en proceso de configuración. En el litoral andaluz ya se detectaban primeros contactos con navegantes fenicios, pero en zonas más interiores como el futuro Valle de Lecrín, la vida era todavía muy tribal, oral y profundamente ligada al paisaje.

Las gentes vivían de la agricultura rudimentaria, la caza, la recolección y el pastoreo. Las creencias eran animistas, vinculadas a las montañas, las cuevas, los manantiales y los astros. No había escritura, ni metales trabajados con fineza, pero sí sabiduría transmitida de generación en generación).

“La montaña de los tres fuegos”

Valle de Lecrín, año 728 a. C. – Tiempos remotos de la Edad del Hierro

Los ancianos la llamaban simplemente “la montaña de los tres fuegos”. Allí, sobre un espolón de piedra que miraba al amanecer, se reunían las gentes del valle cuando el invierno terminaba. No eran un solo pueblo, sino varias familias nómadas que bajaban de los montes con sus cabras, sus pellejos de agua, sus niños descalzos y sus canciones antiguas.

Berna, una mujer de cabello oscuro como la obsidiana, era la portadora del fuego de su clan. Custodiaba una llama que no debía apagarse nunca. La encendían con piedras de sílex en lo alto de la montaña, y la repartían en antorchas a cada familia, como señal de que el nuevo ciclo había comenzado.

La montaña tenía tres piedras sagradas, colocadas en triángulo. Nadie sabía quién las había puesto allí. Algunos decían que los dioses de antes. Otros, que fue el trueno. Entre ellas, se encendía un fuego. No se hablaba. Solo se cantaba.

Berna sabía interpretar los sueños, curar con ceniza, y escuchar el sonido de la tierra cuando llovía. Aquel año, llevó a su hijo por primera vez a la ceremonia. Le enseñó a poner la palma sobre la piedra caliente y a oler el humo sin temerlo. El niño no dijo palabra, pero al terminar la noche, recogió una ramita del fuego y la guardó en su zurrón. La llevaría hasta su cueva, para encender la lumbre de su casa.

Desde el otro lado del valle, hombres con brazaletes de cobre y acento desconocido observaban desde la distancia. No sabían qué era esa reunión. No entendían la música. Pero anotaron en su memoria aquel triángulo de fuego que ardía sin voz.

Y así, en la penumbra de la historia, el Valle de Lecrín empezaba a contarse a sí mismo, aún sin letras, pero con fuego, piedra y silencio.


Ilustración:

El Valle de Lecrín en el siglo VIII a. C., con Berna guiando la ceremonia ancestral en la Montaña de los Tres Fuegos. Un momento sagrado, íntimo y lleno de raíces.

 

 


 

Melegís, siglo IX antes de Cristo.


(Recreación histórica)

Por Miguel Angel Molina Palma

 

(El siglo IX a. C., uno de los períodos más antiguos que podemos imaginar en el entorno del Valle de Lecrín. Estamos en la Edad del Bronce Final o transición hacia la Edad del Hierro, una época en la que las comunidades humanas vivían en pequeños grupos semi-nómadas o en asentamientos muy sencillos. La escritura aún no existe, los metales se trabajan rudimentariamente, y la religión es puramente naturalista y espiritual, centrada en cuevas, piedras, el agua y los astros.

Aquí no hay pueblos como tal. Solo clanes familiares que siguen los ritmos del sol, del viento y del monte, y que han comenzado a levantar los primeros refugios permanentes en zonas fértiles).

“La raíz del relámpago”

Valle del Lecrín, año 849 a. C. – Edad del Bronce Final

La niña se llamaba Amaia, y sus pies descalzos conocían cada curva del arroyo. Vivía con su madre, su tío y tres ancianos en un refugio de piedra bajo una repisa natural, en la umbría de un barranco donde el agua nunca faltaba. Allí cazaban con lanzas de asta, recogían nueces y raíces, y encendían el fuego con esparto seco y chispas de sílex.

Amaia aún no hablaba como los mayores. Pero sabía escuchar. Sabía cuándo los pájaros cambiaban su canto, cuándo las nubes traían lluvia, y cuándo el agua hablaba en voz más baja que el viento.

Una noche, un relámpago cayó sobre un árbol seco en lo alto del monte. Al día siguiente, subieron todos hasta allí. El árbol humeaba. A su lado, una piedra rajada mostraba en su interior una veta brillante, hierro puro. El tío de Amaia tocó la piedra y murmuró palabras que nadie entendió.

—La montaña quiere hablar —dijo una anciana.

Ese día, recogieron la piedra y la llevaron al claro del río. Amaia, sin que nadie se lo pidiera, dibujó un círculo en la arena, colocó la piedra en el centro, y se quedó sentada frente a ella durante horas. No rezaba. Solo miraba.

A partir de entonces, cada vez que nacía un niño, los del clan tocaban esa piedra antes de decir el nombre. No sabían aún fundir el hierro, ni escribir lo que sentían, pero sabían que aquella piedra hablaba de algo nuevo.

Y aunque pasarían siglos hasta que alguien llamara a ese lugar Melegís, el eco del relámpago seguiría latiendo bajo cada raíz, cada fuego y cada palabra por inventar.


Ilustración:

El Valle de Lecrín en el siglo IX a. C., con Amaia sentada frente a la piedra del relámpago, en un entorno salvaje y sagrado.

 

 



 

Melegís, en el siglo X antes de Cristo.


(Recreación histórica)

Por Miguel Angel Molina Palma

 

(El siglo X a. C., un tiempo prehistórico y profundamente ancestral para el Valle de Lecrín. Este es el umbral de la historia escrita en la península ibérica. Aún estamos en plena Edad del Bronce, y las comunidades humanas que habitan estos valles viven en contacto íntimo con la naturaleza, organizadas en clanes familiares autosuficientes, con creencias chamánicas y una economía de subsistencia basada en la recolección, la caza, la ganadería y los primeros cultivos.

En este tiempo no hay pueblos, ni caminos estables, ni metales trabajados con precisión. Pero sí hay sabiduría transmitida por la voz, respeto por las montañas y el agua, y un lenguaje secreto hecho de gestos, cantos y señales en la piedra).

“El lenguaje del humo”

Valle de Lecrín, año 963 a. C. – Prehistoria viva en la Edad del Bronce

Antes de que existieran nombres, ya existía el fuego.

Kor, el hombre del humo, vivía solo durante los meses fríos en lo alto del risco. Los del clan bajaban a los abrigos del río, pero él se quedaba cuidando el fuego. Era su don. Sabía hacer hablar al humo. Lo lanzaba en espirales, en columnas, en líneas largas que se curvaban en el cielo, y así mandaba señales que los demás aprendían a leer: lluvia, peligro, nacimiento, muerte.

Kor no hablaba mucho. Su voz era ronca. Pero su mirada era sabia, y sus manos, firmes. Vestía con pieles cosidas con espinas, y en su cintura colgaban pequeñas piedras negras que usaba para afilar huesos.

Una tarde, mientras el viento del norte soplaba, vio una manada de ciervos cruzar el valle. En la roca, dejó marcas con barro y ceniza. Días después, los cazadores del clan interpretaron esas marcas, y gracias a ellas lograron alimento para semanas.

Kor no tenía hijos, pero cada año enseñaba a un niño a leer el humo. Aquella vez, fue una niña de ojos claros llamada Ela. Le mostró cómo apilar la leña, cuándo dejar que el aire entrara, y cómo convertir la llama en historia.

—El humo no se queda. Pero lo que dice se queda contigo —le dijo Kor.

Esa misma noche, desde distintos puntos del valle, comenzaron a verse columnas de humo en formas distintas. Era el lenguaje que nacía.

Y aunque nadie escribía aún, ya se estaba narrando el principio del Valle de Lecrín con humo, silencio y ojos atentos.

 

Ilustración:

El Valle de Lecrín en el siglo X a. C., con Kor y la pequeña Ela comunicándose a través del humo en un paisaje ancestral, libre y sagrado.

 

 

 


 

Melegís, siglo XI antes de Cristo.


(Recreación histórica)

Por Miguel Angel Molina Palma

 

(El siglo XI a. C., una de las etapas más remotas que podemos imaginar para el Valle de Lecrín. Aquí estamos plenamente en la Edad del Bronce, cuando la humanidad aún no ha desarrollado escritura en esta parte del mundo, pero ya se organiza en comunidades pequeñas y resilientes, profundamente enraizadas en la tierra, el agua y el cielo.

En este tiempo, el valle no es aún un valle habitado de forma continua. Es un espacio de paso, de encuentro estacional, de ritos antiguos y señales invisibles. Quizá lo más parecido a una civilización es el conocimiento compartido por los clanes: la danza, la caza, el fuego y el respeto por lo sagrado).

“El paso de los cuernos de luna”

Valle de Lecrín, año 1094 a. C. – Edad del Bronce profundo

La luna era delgada como una hoz, y por eso aquel sendero se llamaba “el paso de los cuernos de luna”. Allí, entre riscos y jarales, los antiguos del clan Kurn se reunían una vez al año cuando el cielo se encendía con estrellas que solo salían en una noche: las que marcaban el cambio de estación y de liderazgo.

Nora, la más vieja del grupo, caminaba siempre la primera. Cargaba un cuenco con ceniza de los cuatro vientos —una mezcla simbólica de tierra, hueso, musgo y hollín— que debía esparcir sobre la piedra que miraba al este. Era un rito sin palabras. Solo pasos, respiraciones y gestos. Luego, el más joven del clan recogía una rama caída y la encendía con fuego antiguo.

Ese año, el elegido fue Harn, un niño que no hablaba, pero que soñaba con ciervos. Nora le guio la mano hasta la llama, y cuando el fuego prendió, un zorro se detuvo a mirarlo. Para ellos, esa era la señal.

Durante esa noche, cantaron en círculo, golpearon piedras lisas con huesos, invocaron a las raíces que dormían bajo la tierra y agradecieron el ciclo de la vida. Nadie lo escribió, pero todos lo recordaban.

Cuando el sol salió, los clanes se dispersaron por los barrancos, y el paso de los cuernos de luna quedó vacío… salvo por las cenizas, las huellas, y una piedra que ya sabía guardar secretos.

Muchos siglos después, cuando Melegís tenga casas, calles y nombres, esa piedra aún estará allí, enterrada quizás, pero viva.

 

Ilustración:

El Valle de Lecrín en el siglo XI a. C., con Nora y el clan Kurn realizando el ritual del paso de los cuernos de luna, bajo las estrellas.

 

 


 

Melegís, siglo XII antes de Cristo.

 


(Recreación histórica)

Por Miguel Angel Molina Palma

 

(El siglo XII a. C., en lo más profundo de la prehistoria del Valle de Lecrín. Esta es una época aún anterior a la cultura íbera, donde los seres humanos que habitan estos montes y barrancos apenas han comenzado a dejar rastro. Sus herramientas son simples, su vida es nómada o seminómada, y su relación con la tierra es directa, sagrada, ancestral.

En este siglo, la identidad no está marcada por palabras, ni por reinos, ni por mapas, sino por el gesto, el rito, la observación y la memoria oral. El valle no es un territorio conquistado, sino una entidad viva, un espíritu del que se depende).

“La piedra que respira”

Valle de Lecrín, año 1157 a. C. – Prehistoria profunda

Antes de que hubiera nombres, había señales.

La piedra estaba en mitad de un claro, apenas visible, oculta bajo líquenes y ramas caídas. Cada vez que alguien pasaba por allí, sentía un leve calor al acercarse, como si la piedra respirara. No era magia. Era memoria viva.

Obur, una mujer joven de uno de los clanes del norte del valle, fue la primera en detenerse junto a ella sin miedo. Llevaba días siguiendo el rastro de una cabra perdida, y cuando encontró la piedra, se sentó frente a ella y se quedó en silencio. Su abuela le había enseñado que a veces el viento no habla por sí mismo, sino por lo que recuerda.

Esa noche, Obur durmió allí. Y en sueños, vio imágenes que no conocía: toros de barro, una danza alrededor del fuego, mujeres con las manos llenas de semillas y niños que jugaban con ceniza.

Al despertar, dibujó con un palo una espiral en la tierra húmeda frente a la piedra. Luego la rodeó con pequeñas ramas rotas en forma de media luna. No supo por qué lo hizo, pero entendió que debía volver.

Con el tiempo, esa piedra se convirtió en lugar de paso y de escucha. Quienes la encontraban se quedaban un rato. Algunos murmuraban. Otros cantaban. Nadie la poseía, pero todos la respetaban.

Siglos más tarde, cuando el valle tuviera casas, eras y caminos, esa piedra seguiría allí, oculta quizá bajo un campo de almendros o cerca de una acequia, pero aún latiendo con el primer aliento de quienes caminaron antes que el lenguaje.

 

Ilustración:

El Valle de Lecrín en el siglo XII a. C., con Obur y la piedra que respira en una escena de conexión pura con la naturaleza y los misterios del tiempo.

 

 


Melegís, siglo XIII antes de Cristo.



(Recreación histórica)

Por Miguel Angel Molina Palma

 

(El siglo XIII a. C., en plena Edad del Bronce, cuando las primeras comunidades humanas comienzan a asentarse más regularmente en entornos fértiles como el del futuro Valle de Lecrín. Aunque no hay pueblos como tal, los caminos de los animales, el agua y el cielo ya definen rutas que las personas siguen generación tras generación.

Aquí la espiritualidad es tan importante como el alimento: todo lo que ocurre en la tierra tiene un reflejo en lo invisible. Los clanes veneran las cuevas, las piedras grandes, los árboles viejos, los eclipses, y cada nacimiento o muerte es un acto sagrado. El Valle de Lecrín, en ese entonces, es un santuario natural, aún sin dueño, pero ya lleno de alma).

“El corazón del valle”

Valle de Lecrín, año 1226 a. C. – Edad del Bronce

Cuando Elar, el más viejo del clan, dijo que el valle tenía corazón, nadie lo entendió del todo. Pero todos le creyeron.

Cada otoño, cuando el cielo se cubría de nubes gruesas y las hojas del acebuche caían como ceniza dorada, Elar guiaba a su gente a una hondonada amplia donde el viento siempre soplaba en espiral. Allí plantaban varas en el suelo, dibujaban círculos con piedrecitas, y escuchaban el sonido del viento entre las ramas.

Decían que si el viento hablaba con fuerza, el año siguiente sería fértil.

Una vez, mientras marcaban el suelo con ceniza, una niña llamada Nira sintió algo extraño bajo sus pies: una piedra que vibraba levemente. La desenterraron con cuidado, y era una roca plana con una marca natural en forma de ojo. Nadie la había visto antes. Elar la tocó y sonrió.

—Aquí está. Este es el corazón del valle.

Desde entonces, cada año se reunían allí para marcar los ciclos de la luna, hacer ofrendas de corteza y miel, y enterrar objetos valiosos hechos de hueso y barro. La piedra-ojos se convirtió en punto de encuentro, oráculo y tumba. Allí enterraron también a Elar cuando murió, cubriéndolo con hojas y cantos.

La niña Nira creció. Aprendió a interpretar los giros del viento, los silencios de las aves y los mensajes de las raíces.

Y aunque aún no había ciudades, ni caminos, ni escritura, ya el Valle de Lecrín tenía corazón y voz.

 

Ilustración:

El Valle de Lecrín en el siglo XIII a. C., con Elar, Nira y el descubrimiento de la piedra-ojos en el corazón del valle. Un momento íntimo y sagrado, de conexión profunda con la tierra.

 




 

Melegís, siglo XIV antes de Cristo




(Recreación prehistórica)

Por Miguel Angel Molina Palma

 

(El siglo XIV a. C., en pleno corazón de la Edad del Bronce Medio, cuando las primeras formas de vida comunitaria más estables empiezan a dejar huellas profundas en el paisaje. En este tiempo, el Valle de Lecrín no era todavía un pueblo ni una comarca, pero sí un lugar reconocido y sagrado por quienes lo transitaban. El entorno aún virgen era ya tierra de paso, de reunión y de memoria.

Aquí, la espiritualidad se funde con la vida cotidiana: toda piedra, planta, fuego o animal puede ser símbolo, señal o guía. Las herramientas son de hueso, piedra o bronce tosco; los ritos, orales; la arquitectura, efímera y ritual. Pero la conexión con la tierra es total, y en eso, el valle ya era especial).

“El silencio que germina”

Valle de Lecrín, año 1348 a. C. – Edad del Bronce Medio

En un claro entre los árboles, donde las piedras dibujaban un arco natural, vivía Terna, una mujer que no decía su nombre, pero escuchaba todos los del viento. Era la última de un linaje de cuidadores del claro, encargados de proteger las semillas sagradas.

Las semillas no eran solo alimento: eran palabras que aún no se habían dicho. Venían envueltas en corteza, enterradas en pequeñas urnas de barro cocido y tapadas con ceniza y cantos. Solo se abrían cuando el cielo lo pedía. Terna sabía leer las nubes, los cantos de las ranas, y los sueños de las mujeres preñadas.

Ese año, el cielo estaba seco. Las cabras no parían. El musgo se encogía. Pero Terna no tenía miedo. Cada noche salía al claro y encendía tres fuegos pequeños, uno por cada luna de la estación. Hablaba bajito, tocaba la tierra con las palmas, y dejaba trozos de pan seco en forma de espiral.

Una mañana, cuando el rocío cubría las piedras como escarcha de plata, una niña del clan encontró una de las urnas abiertas sola. Dentro, las semillas habían germinado sin haber sido sembradas. Eran tallos diminutos, verdes, frágiles, pero vivos.

—El valle ha hablado —dijo Terna—. En su silencio, ha sembrado.

Desde entonces, cada año se deja una parte del campo sin arar, como homenaje al silencio que germina solo. Y aunque los siglos pasarán, en ese gesto callado ya late el alma de Melegís.

 

Ilustración:

El Valle de Lecrín en el siglo XIV a. C., con Terna en el claro del bosque, rodeada de fuego, semillas y silencio sagrado.

 

Melegís, en el siglo XV antes de Cristo.


(Recreación prehistórica)

Por Miguel Angel Molina Palma

 

(El siglo XV a. C., en los inicios de la Edad del Bronce Medio en la península ibérica. En esta época, los grupos humanos que recorren lo que hoy conocemos como el Valle de Lecrín son seminómadas, profundamente conectados con los ciclos de la naturaleza. No construyen ciudades, pero sí memoria: cada gesto, cada canto, cada rito es una forma de grabar el mundo en la tierra viva.

Los metales son escasos y valiosos, los relatos se transmiten con el cuerpo y con el fuego, y cada montaña o manantial puede ser considerado un espíritu. En este escenario, imaginamos el nacimiento de una figura clave: la caminante de los senderos invisibles).

“La que no deja huellas”

Valle de Lecrín, año 1452 a. C. – Edad del Bronce Medio

Nadie sabía de dónde venía. La llamaban simplemente Ka, y aparecía cada año al final del verano, justo cuando el sol tocaba las peñas del oeste y los ciervos bajaban al agua. No dejaba huellas. Caminaba descalza, vestida con pieles ligeras, el cabello trenzado con hierbas secas, y portaba una flauta hecha de hueso de ave.

Ka no tenía clan, pero todos la acogían. Sabía encontrar agua donde no brotaba, leer la luna en los charcos y curar quemaduras con savia. Nunca hablaba de su origen, pero cuando tocaba la flauta, el viento cambiaba de dirección y las ramas se quedaban quietas.

Ese año, el valle había sufrido una gran tormenta. El fuego de la montaña había bajado por los barrancos, arrasando matorrales y colmenas. Muchos pensaron que era castigo. Pero Ka llegó como siempre, con paso lento y mirada serena.

Subió sola hasta la loma negra, donde la tierra aún humeaba. Allí, colocó siete piedras en forma de estrella, untó sus dedos en barro tibio y dibujó una espiral invertida sobre una roca.

—Todo lo que arde, regresa —dijo al fin—. Y lo que regresa, florece.

Nadie la entendió del todo, pero al año siguiente, brotaron flores amarillas en el lugar del incendio. Nunca vistas antes. Las llamaron "las huellas de Ka".

Y aunque los siglos pasarían, cuando alguien se perdía por los montes del valle, aún se decía:

“Camina donde no hay camino, y Ka te encontrará.”

 

Ilustración:

El Valle de Lecrín en el siglo XV a. C., con Ka sobre la loma negra, en un acto silencioso de curación y memoria.




 

Melegís, siglo XVI antes de Cristo.

 



(Recreación prehistórica)

Por Miguel Angel Molina Palma

 

(El siglo XVI a. C., una época aún más arcaica en la Edad del Bronce Inicial. El Valle de Lecrín, salvaje y sagrado, era más territorio que lugar, y más paso que asentamiento. Pero incluso en ese tiempo, ya los seres humanos dejaban memoria sin saberlo: marcas en la piedra, fuego en los refugios y cantos que flotaban entre las montañas.

En este tiempo no hay nombres propios, pero hay presencias, intuiciones, figuras fundadoras que no nacen de linajes, sino del eco del mundo. Hoy, recordamos a una de ellas: la niña que soñaba con los ríos).

“La que escucha el agua”

Valle de Lecrín, año 1567 a. C. – Edad del Bronce Inicial

La niña no hablaba. No porque no pudiera, sino porque prefería escuchar. Sus padres decían que desde que nació, seguía el sonido del agua como si fuera una canción antigua. Cada mañana bajaba a la quebrada, se descalzaba, y apoyaba la oreja sobre una piedra plana junto al arroyo. Allí se quedaba horas.

No tenía nombre, pero los mayores comenzaron a llamarla "Shila", que en su lengua significaba “la que oye lejos”.

Una tarde de primavera, mientras el sol temblaba en las hojas de los almeces, Shila bajó sola más allá de donde los niños solían ir. Encontró una poza rodeada de juncos. En el centro, brotaba un manantial desde una grieta de piedra blanca, y el agua parecía hablar en burbujas.

Shila se sentó y comenzó a dibujar círculos en la arena mojada, como si transcribiera aquello que solo ella entendía. Al día siguiente volvió. Y al otro. Pronto los del clan notaron que cuando ella volvía del manantial, las lluvias llegaban, o los animales bajaban a pastar cerca del campamento.

Comenzaron a seguirla. A observar en silencio. Y aunque nadie osó pedirle que hablara, guardaban sus círculos como si fueran palabras.

Un día Shila no regresó. Se perdió entre las rocas y los helechos. La buscaron durante lunas, pero no hallaron ni rastro. Solo el agua, más clara que nunca, y sus círculos marcados en la orilla.

Desde entonces, a ese manantial lo llaman —aún hoy en voz baja—

“la fuente de la que escucha.”

Y aunque nadie lo sepa, ese es el primer canto de Melegís.

Ilustración:

El Valle de Lecrín en el siglo XVI a. C., con Shila junto al manantial, en ese momento sagrado de escucha, dibujo y misterio.

 


Melegís, siglo XVII antes de Cristo.



(Recreación prehistórica)

Por Miguel Angel Molina Palma

 

(El siglo XVII a. C., uno de los momentos más antiguos que podemos imaginar en la historia del Valle de Lecrín. Es la época del Bronce Antiguo, cuando los grupos humanos comenzaban a organizarse en pequeños asentamientos temporales, normalmente cerca de fuentes de agua, cuevas o zonas de paso natural. No hay estructuras fijas, ni escritura, ni religión como la conocemos, pero sí una conexión instintiva y profunda con el entorno.

Este es un tiempo en el que la tierra manda, y los seres humanos la siguen como a un dios sin nombre).

“Donde duerme la piedra”

Valle de Lecrín, año 1621 a. C. – Edad del Bronce Antiguo

El niño se llamaba Ten, y era el más silencioso del clan. Su madre decía que lo había parido junto a una roca caliente después de un trueno, y que desde entonces, él dormía como las piedras: firme, sin moverse, escuchándolo todo.

Vivían en un claro junto al río, protegidos por árboles torcidos que el viento nunca lograba romper. No tenían casas, solo estructuras ligeras de ramas y pieles. Cada temporada se desplazaban un poco más arriba o más abajo del cauce, pero siempre volvían al mismo sitio para dormir.

Allí, en el centro del claro, había una roca enorme, plana y agrietada, que todos llamaban “la piedra que duerme”. Nadie la tocaba. Decían que estaba viva, que por las noches sus grietas cambiaban de sitio, y que si apoyabas el oído sobre ella, oías pasos lejanos.

Ten fue el primero en atreverse. Lo hizo una tarde, cuando el sol bajaba por detrás del barranco y los demás dormían. Apoyó su mejilla sobre la piedra y cerró los ojos.

No soñó nada. Pero al despertar, sabía el camino del agua subterránea.

Llevó a los suyos hasta un punto seco, alejado del cauce. Cavaron. Y brotó agua.

Desde entonces, la piedra fue venerada. La rodearon con ramas en espiral, le ofrecieron humo, ceniza, y la primera fruta del año. Nadie volvió a dormir junto a ella, excepto Ten.

Y cuando Ten murió de viejo, más de ochenta años después, su cuerpo fue depositado sobre la roca, sin cubrir, mirando al cielo.

Los del clan decían que ahora era él quien dormía con la piedra, y que si escuchabas bien al anochecer, podías oír su respiración desde el corazón del valle.

 

Ilustración:

El Valle de Lecrín en el siglo XVII a. C., con Ten recostado sobre la piedra que duerme, rodeado del silencio antiguo del bosque y la memoria del agua.

 

 

 


 

Melegís, siglo XVIII antes de Cristo.


(Recreación prehistórica)

Por Miguel Angel Molina Palma

 

(El siglo XVIII a. C., en pleno Bronce Inicial, cuando los grupos humanos del sur peninsular comienzan a desarrollar una memoria compartida del paisaje. Aún no hay estructuras permanentes, pero ya se intuye la voluntad de volver siempre a ciertos lugares, como si esos sitios —fuentes, rocas, cuevas— contuvieran no solo agua, sino alma.

El Valle de Lecrín, salvaje y fértil, seguía siendo un territorio de paso, pero también un centro invisible de reunión estacional, ofrenda y escucha. En ese tiempo, nació una historia que la tierra aún guarda).

“El círculo bajo la lluvia”

Valle de Lecrín, año 1755 a. C. – Edad del Bronce Inicial

Durante los meses del calor, los clanes subían a las montañas. Pero cuando la primera lluvia golpeaba las piedras, bajaban al valle. Allí, al pie de una gran roca cóncava, construían un círculo de ramas entrelazadas que no servía de refugio, ni de corral, ni de almacén. Era solo para estar. Para escuchar. Para no hablar.

Ilma, una anciana con la piel arrugada como corteza de encina, era la que daba inicio al rito. Entraba al círculo, se sentaba en el centro, y dejaba caer granos secos sobre la tierra húmeda. No decía palabras. Pero los granos caían uno a uno, como si marcaran un ritmo sagrado.

Ese año, la lluvia no llegaba. Los ciervos no bajaban. El río no cantaba. Pero Ilma seguía fiel, bajando al claro cada atardecer, sentándose en el centro del círculo y dejando caer sus granos.

Una tarde, una niña del clan —Elu— la imitó. Llevó sus propias semillas, más pequeñas, de una planta que aún no brotaba en el valle. Se sentó junto a Ilma, sin permiso, sin miedo.

Esa noche, llovió.

Y cuando amaneció, el círculo estaba cubierto de huellas de aves, lombrices, y un brote nuevo.

Desde entonces, cada año, al llegar la primera nube, se reconstruye el círculo bajo la roca. Nadie recuerda por qué exactamente. Pero todos saben que, si se sientan en silencio, la lluvia vendrá.

Y así, aunque no haya palabra escrita, el valle sigue contando la historia de Ilma, de Elu, y del silencio que llama al agua.

 

Ilustración:

El Valle de Lecrín en el siglo XVIII a. C., con Ilma y Elu sentadas bajo la roca, en el círculo que llama a la lluvia.

 



 

Melegís, siglo XIX antes de Cristo.

 


(Recreación prehistórica)

Por Miguel Angel Molina Palma

 

(El siglo XIX a. C., en los albores del Bronce Inicial, cuando los primeros grupos humanos del sur de la península empezaban a intuir —sin saberlo— que la tierra podía guardar la memoria. En este tiempo, el Valle de Lecrín era aún completamente libre, pero ya elegido por generaciones de caminantes, recolectores y guardianes de lo invisible.

La vida era sencilla, pero cargada de significado: el fuego no solo calentaba, sino que unía; la piedra no solo era refugio, sino altar; y la noche, una maestra sin rostro).

“La sombra que brilla”

Valle de Lecrín, año 1829 a. C. – Bronce Inicial

No tenía nombre, ni clan, ni lengua fija. Pero los que la vieron pasar la recordaban. Decían que era alta, delgada, de ojos claros como el agua del deshielo, y que nunca caminaba al sol, sino al atardecer o bajo la luna.

Un niño la llamó “Zura”, que en su lengua significaba “la sombra que brilla”.

Zura llegaba al valle una vez cada muchos inviernos. Cargaba una antorcha pequeña, nunca encendida, y un zurrón lleno de piedras redondas, lisas, pulidas por ríos desconocidos. No hablaba. Solo dejaba una piedra en los sitios sagrados del valle: una cueva con eco, una poza sin fondo, una grieta entre dos encinas, una cornisa donde el viento aullaba.

Cada piedra tenía un círculo grabado. Hecho con fuego, no con herramienta. Cuando alguien la encontraba, no la movía. Solo se sentaba frente a ella, en silencio.

Años después, los niños del clan decían que si te sentabas cerca de una de esas piedras al anochecer, podías ver tu propia sombra moverse sola, bailando con la de Zura.

Y así, sin una sola palabra, sin fuego ni semilla, Zura dejó grabada su danza en el valle.

Siglos más tarde, cuando Melegís tenga nombre y voz, aún habrá quien diga —entre susurros— que las piedras de Zura siguen ahí, esperando ser vistas solo por quienes caminan sin miedo a la sombra.

Ilustración:

El Valle de Lecrín en el siglo XIX a. C., con Zura dejando su piedra marcada bajo la luz de la luna, en silencio, entre árboles que aún recuerdan.