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27 marzo 2025

Cuentos y Leyendas de PINOS DEL VALLE

 



El regalo del río

 

Hace muchos años, cuando en el fondo del valle no había más que chopos, zarzas y agua clara, el río Ízbor corría sin dueño. Los niños del pueblo bajaban a bañarse en verano, los pastores lo cruzaban descalzos, y las mujeres lavaban la ropa en sus remansos, cantando coplas que el río se llevaba montaña abajo.

En el Barrio Bajo de Pinos del Valle, vivía un muchacho llamado Isidro, que bajaba cada tarde con una caña de bambú, no tanto para pescar como para mirar el reflejo del cielo en el agua. Le gustaba sentarse en una piedra grande, la que todos llamaban “la Silla del Agua”, y quedarse allí hasta que el sol tocaba las copas de los pinos.

Un día, después de una tormenta de verano, el río bajaba con fuerza, más turbio, más bravo. Isidro fue igual. Al llegar a su piedra, vio algo atascado entre dos ramas. Se acercó con cuidado y sacó una botella de cristal grueso, antigua, con algo dentro.

No era una carta. Era un puñado de semillas envueltas en un trapo viejo. No sabiendo qué hacer, Isidro las llevó a casa. Su abuelo, que había sido hortelano en la vega antes de que los años le doblaran la espalda, las olió y dijo:

—“Esto es viejo. Pero huele a agua buena. Si las plantas donde el río respira, te darán una sorpresa.”

Y eso hizo.

Cavó un rincón junto al cauce, donde la tierra era blanda y oscura, y plantó las semillas una por una, sin saber qué eran. Las regó con agua del mismo río, como quien devuelve un regalo. Pasaron los días, y donde antes no había nada, brotaron unas flores que nadie había visto nunca: altas, de pétalos azules, con olor a hierbabuena.

Vinieron vecinos de otros pueblos a verlas. Algunos decían que eran medicinales. Otros, que traían suerte si se ponían bajo la almohada. Pero nadie pudo explicar de dónde venían.

Isidro no vendió ninguna. Solo dejó que crecieran. Y cada año, en la misma fecha de la tormenta, el río dejaba una nueva botella, con algo distinto: una pluma, una piedra pulida, un botón de hueso… Cosas pequeñas. Pero llenas de misterio.

Nunca supo de dónde venían. Solo que el río, mientras fuera libre, le seguiría hablando.

Y hoy, cuando el embalse ya cubre aquel rincón, y la Silla del Agua duerme bajo metros de silencio, hay quien dice que algunas flores azules aún crecen en la orilla.

Y que si las tocas con cuidado…

te cuentan lo que el río no ha olvidado.

 

 

La mujer que hablaba con los pinos

 

Dicen que hace muchos, muchos años —cuando los caminos aún eran sendas de cabras y los pinares llegaban hasta las puertas de las casas— vivía en el Barrio Bajo de Pinos del Valle una mujer llamada Amalia. Nadie sabía de dónde había venido, pero todos sabían que tenía una voz que hacía callar al viento.

Amalia vivía sola, en una casilla humilde, y subía cada tarde al cerro, justo donde hoy se alza la ermita de San Roque, pero en aquel tiempo solo había rocas y troncos viejos. Allí, sentada sobre una piedra, cantaba canciones antiguas. No coplas de las de feria, sino melodías sin letra, aprendidas, según ella, del rumor de las ramas.

Muchos se burlaban. Decían que hablaba con los árboles. Que los pájaros se le posaban en los hombros. Que, si lloraba, el viento bajaba a consolarla.

Pero un verano, llegó al pueblo una sequía terrible. Los pozos bajaron, los campos crujían, y el aire era tan seco que ni los grillos querían cantar. El cura hizo rogativas. Los vecinos salieron en procesión. Nada.

Amalia, en silencio, subió sola al monte una tarde, y no volvió hasta el amanecer. Esa noche, el viento cambió.

Los vecinos dijeron que escucharon, entre las ramas, una melodía suave, como si alguien —o algo— cantara desde dentro del bosque. A la mañana siguiente, llovió.

Nadie volvió a burlarse. Y Amalia desapareció como vino. Algunos dicen que murió, otros que se marchó. Pero desde entonces, cuando sopla fuerte entre los pinos, se oye a veces un canto suave, sin palabras, como una nana para la montaña.

Y en Pinos del Valle hay quien dice, en voz baja:

“No es viento. Es Amalia, que aún canta para que no se nos seque el alma.”

 

 

La promesa del perro blanco

 

En tiempos antiguos, cuando aún no había luz eléctrica y los caminos eran de tierra y piedra suelta, Pinos del Valle estaba dividido no solo en dos barrios, sino también en dos almas: los del Alto, más cercanos al monte y al cielo; y los del Bajo, que miraban hacia los campos y el agua. Siempre se ayudaban, pero también se picaban entre ellos.

Cuentan que un verano de mucho calor, el pueblo empezó a notar cosas extrañas: las acequias se secaban por la noche, las cabras se desorientaban, y en algunas casas, los cántaros amanecían volcados, como si alguien los hubiese vaciado. Nadie sabía qué pasaba.

Una noche, un niño del Barrio Alto, llamado Nicolás, se despertó y vio, bajo la luna llena, un perro blanco enorme que caminaba en silencio por la calle, como buscando algo. Tenía los ojos de un color dorado, y cuando lo miró, el niño sintió que no era un animal cualquiera.

El perro subió por la cuesta del cerro, hasta la ermita de San Roque, y allí se detuvo. Se sentó frente a la puerta cerrada, levantó la cabeza y aulló una sola vez. Luego desapareció entre los pinos.

A la mañana siguiente, el agua volvió a correr. Las cabras volvieron al rebaño. El aire olía limpio. Y en la puerta de la ermita, alguien había dejado una cruz de ramas y una piedra con una palabra grabada:

“Promesa.”

Desde entonces, algunos aseguran que el perro blanco es el guardián del pueblo, enviado por San Roque para recordar que cuando el pueblo se une, nada lo puede quebrar.

Y por eso, en las noches de agosto, cuando la procesión sube entre cohetes, hay quien mira al monte por si aparece, entre la niebla del calor, un perro blanco mirando en silencio desde lo alto.

No se deja tocar. No ladra. Solo observa.

Y si tú lo ves, guarda el secreto.

Porque no todos están listos para creer.

 

 

 

San Roque y el milagro del cólera

 

Corría el año 1885, y por el Valle de Lecrín —como en buena parte de Andalucía— llegó el miedo envuelto en el nombre del cólera. Una enfermedad silenciosa y letal, que bajaba por los caminos sin anunciarse, y dejaba casas enteras enlutadas.

En Pinos del Valle, los vecinos vivían con temor. El calor del verano, los pozos poco protegidos, la falta de médicos... todo parecía dispuesto para que el mal también se instalara allí. Pero en medio del miedo, la fe venció a la parálisis.

Los vecinos se reunieron en la iglesia, sacaron en procesión la imagen de San Roque, su patrón, y le rogaron protección. Le ofrecieron promesas, encendieron velas, y algunos, incluso, juraron subir descalzos al cerro si el pueblo se salvaba.

Y se salvó.

A diferencia de pueblos cercanos, el cólera no hizo estragos en Pinos del Valle. El peligro pasó, y las promesas se cumplieron.

Desde entonces, cada 16 de agosto, San Roque sale en procesión entre cohetes, música, fervor y agradecimiento. La fiesta se celebra por todo lo alto, con verbenas, cucañas, comida compartida, y sobre todo, con una memoria viva: la de aquel verano en que la fe del pueblo fue más fuerte que el miedo.

Algunos dicen que fue casualidad. Otros, que San Roque cumplió. Y hay quien afirma que aún hoy, si miras la cara del santo en la iglesia, verás en su expresión algo más que madera.

Verás el orgullo de quien cuida a su gente.