8. CON TREINTA Y TRES AÑOS
(Un año entre Huelva y Melegís – Diario íntimo de una conciencia en lucha)
A los treinta y tres años, Miguel Ángel Molina Palma era un hombre dividido entre dos mundos. En Huelva, se enfrentaba al ritmo acelerado de la ciudad, a las responsabilidades del Juzgado, a los congresos sobre derecho penal, a la vida cultural que brotaba entre asociaciones, tertulias y cafés. En Melegís, su raíz, encontraba la calma del Valle, el calor de los suyos, el aroma de la lumbre y el susurro eterno de los naranjos. Su vida transcurría entre la urgencia de ser y la necesidad de comprender.
En mayo de 1997, celebró su cumpleaños tomando unas cañas con su primo Miguel. Pero ya entonces sabía que debía dejar el alcohol, ese viejo compañero que le abotargaba la mente y le hacía decir más de lo que deseaba. Lo escribió con claridad: “El alcohol no me hace ningún bien. Hay que dejarlo porque desestabiliza mucho”. La voluntad comenzaba a tomar forma de promesa.
Ese año se convirtió en vicepresidente 2º de la Asociación Alonso Sánchez de Huelva. Participaba activamente en la defensa del patrimonio histórico-artístico de su ciudad adoptiva, rodeado de nombres que hoy aún resuenan en su memoria: Antonio José Martínez Navarro, José Bacedoni Bravo, Antonio de Padua Díaz… hombres de letras, de trazos y de historia. En aquellas reuniones, entre documentos, libros y cafés, también se construía la conciencia de una generación.
A la vez, estudiaba Derecho con intensidad. Apuntaba síntomas de agotamiento, lagunas, abotargamiento mental, pero no se rendía. Se esforzaba en encontrar nuevas formas de concentración, entre infusiones de ortiga, cola de caballo y apio. En sus diarios escribía: “Dios me hizo con un propósito. Él me da nuevas esperanzas”.
Ese verano viajó entre Sevilla, Granada y Melegís. Grabó la boda de su prima Ana Mari en Padul, compartió mosto y almendras con su familia en Melegís, trabajó en el secano de Murchas escardando habas con su padre y su hermano Jesús. Recolectó tomates, escarolas y coles; ayudó a podar las parras. En la placidez de esos días rurales encontraba el contrapunto perfecto a las jornadas de oficina y a los estudios en la Universidad.
En la ciudad, su vida social bullía: visitaba el Pool Zone, hacía pesas, iba a natación, charlaba con Cinta, Lalo y Pedro "el Melenas". En los bares del centro, entre tertulias y bailes, construía también lazos afectivos. Y conoció a Ana de Valverde del Camino. Con ella compartió paseos, karaoke, cartas cargadas de sentimientos y tardes de cafés. Se quisieron con ternura, aunque la intensidad de la relación también trajo momentos de ansiedad y ruptura. Miguel Ángel anotaba: “Necesito una mujer que no sea problemática”.
En diciembre, publicó el poema Universidad de la Merced (Huelva) en el suplemento Facultá, y empezó a perfilar sus ideas críticas sobre el sistema universitario: denunciaba la falta de infraestructuras, la escasa vocación pedagógica de algunos profesores y el abuso de poder en la docencia. Su voz era valiente y clara: “Lo que no ejecutemos nosotros, no lo va a realizar nadie”.
Las fiestas navideñas de 1997 las pasó en Melegís. Entregó bolsas de limones en Dúrcal, cenó con la familia, tomó vino del año bajo la parra, y se adentró en la noche de fin de año con Jesús y Rafael. Participó en las charpas de Restábal, ganó unas pesetas al rancho y asistió a las fiestas con alegría y nostalgia.
El año nuevo de 1998 lo recibió con propósitos firmes: centrarse en la poesía como arte principal, mamar del resto de artes y entregar su alma a la lírica. “La poesía fue el primer arte que empecé a desarrollar a los diez años –escribió– y será el último que me ayude a evolucionar como persona para encontrar la verdad”.
De vuelta a Huelva, siguió colaborando con la Asociación Alonso Sánchez, participando en tertulias radiofónicas, asistiendo a recitales y congresos, conociendo a personas nuevas como Mada Alderete o Isabel Pérez Corralero, y consolidando su lugar en la vida intelectual de la ciudad. Se reincorporó al Juzgado tras tres meses de baja por ansiedad, convencido de que debía aprender a decir “no” y proteger su tiempo y su salud mental.
A los treinta y tres años, Miguel Ángel vivía en la cuerda floja entre el vértigo y la esperanza. Le dolía el mundo, pero también le apasionaba. Era un hombre en lucha consigo mismo, con su entorno, con la historia. Un hombre que buscaba, que escribía, que amaba, que construía. Un poeta de alma sensible y mirada crítica. Un hijo del Valle que, aunque viviera en la ciudad, regresaba una y otra vez al origen.
Y allí, entre los surcos de la tierra, el murmullo del río y las voces familiares que aún lo nombraban, encontraba el verdadero sentido de todo: sembrar palabras como quien siembra futuro.
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