05 abril 2025

9. Entre Huelva, Melegís y Málaga (Relato de vida con 34 y 35 años)


9. Entre Huelva, Melegís y Málaga (Relato de vida con 34 y 35 años)

Por Miguel Ángel Molina Palma

 

A los treinta y cuatro años sentí que el tiempo caminaba conmigo, a ratos como un aliado, a ratos como un espejo que me desafiaba. El 15 de mayo de 1998 murió Frank Sinatra. Y quizás fue una señal: se despedía una voz que marcó épocas, mientras yo seguía buscando la mía. Me seguía cuestionando desde dentro, alzando la voz —a veces en forma de verso, otras en cartas que no llegaban a entregarse, como aquella a Paloma Contreras, donde puse mi alma entera sin esperar nada, sólo por el impulso de la ternura.

 

En Huelva, escribía con frecuencia. Mis poemas se abrían como ventanas hacia la justicia, el amor, la memoria. Como en aquel soneto a la Fe Descubridora, o el tributo a Alejandro Herrero, arquitecto de paisajes humanos. Era mi forma de resistir la banalidad, de oponer belleza a la aspereza del mundo. La poesía era mi refugio y mi lanza. Escribía desde el pecho, desde los nervios, desde la necesidad de tocar lo intangible.

 

En Córdoba, entre guitarras y jardines, descubrí el poder transformador del arte en directo. Viajé también a Salvaterra de Miño para una boda; me reencontré con mi madre en clínicas, mercados, paseos. Empecé a entender que el amor también era cuidar, acompañar, mirar a los ojos.

 

Ese año, escribí "El Valle", un poema que todavía siento palpitando entre las raíces de los naranjos de Melegís. En cada verso puse la memoria de los labradores, el rumor de las acequias, la humildad fértil del campo. También nació "A la chica de la radio", otro canto a lo invisible: a una voz que despertaba emociones dormidas.

 

Pasé horas con libros, películas, tertulias, caminatas por la playa con amigos como Carlos, noches de reflexión, de soledad, de conexión. Participé en la Asociación Alonso Sánchez, escribí en diarios, defendí la cultura, reclamé justicia para el alma de la Universidad. El 13 de abril de 1999 murió mi abuelo Antonio Palma, a los 94 años, y lo sentí como el cierre de un ciclo ancestral.

 

Y entonces, el cambio: en julio de 1999, se me concedió el traslado al Juzgado de lo Penal nº 7 de Málaga. Me despidieron en Huelva y tomé posesión en el Paseo de Reding. A mis 35 años me reencontré con la posibilidad de comenzar de nuevo. Conocí la ciudad, probé por primera vez el gazpachuelo, me dediqué con más atención a la cocina, al modelado, al teatro, a los paseos. Anoté incluso la receta de las migas. Buscaba con intensidad la armonía en lo cotidiano.

 

Málaga me ofrecía otras luces y otras sombras. Hubo noches de insomnio, tensión acumulada, búsquedas internas. Dejé excitantes, cuidé mi alimentación, acudí al psicólogo. Empecé el año 2000 reflexionando sobre mis pasiones y lo que amaba: escribir, cocinar, bailar, contemplar, crear.

 

Me gustaba ver la lluvia tras los cristales. Escuchar Enya. Bailar en los bares y leer a Miguel Hernández o Gloria Fuertes. Vivir con la atención del que quiere exprimirle sentido a todo. Y en medio de todo eso, estaba yo: con mis poemas, con mis dudas, con mis pasos entre Melegís y Málaga, con el alma abierta y la mirada hacia dentro y hacia el futuro.

 


 

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