04 abril 2025

6. A LOS 31 AÑOS, Miguel Ángel Molina Palma


6. A LOS 31 AÑOS

Miguel Ángel Molina Palma

 

En 1995, el mundo giraba con bodas reales, mundiales pospuestos y esperanzas que se aplazaban, como la nieve que no cayó sobre Sierra Nevada. Pero en mi universo personal, más que nunca, la vida era un torbellino de pasos, pasiones, cafés compartidos, versos escritos en la madrugada y cartas que partían desde lo más hondo del alma.

 

Vivía en Huelva, en una calle con nombre largo y militar —Teniente de Navío Celestino Díaz Hernández— pero mi verdadera residencia era el bar 1900, mi cuaderno, las aulas de la autoescuela y los rincones de una ciudad donde cada rostro nuevo podía ser una posibilidad o una revelación. Trabajaba entre juzgados y la Junta Electoral de Zona, grapando papeles, atendiendo escritos, resolviendo señalamientos. Pero en realidad vivía escribiendo. Escribiendo para vivir. Escribiendo para resistir.

 

En las calles de Huelva conocí a Fernando, Eugenio, Cinta, Paloma, Inma, y tantas mujeres que, más que mujeres, fueron espejos, símbolos, deseos no resueltos. A veces, sólo nombres en mi diario, otras veces universos enteros que me sacudían y me dejaban exhausto, feliz, o derrotado.

 

Publicar Vida que ilumina Amor fue una cima. En el bar 1900 lo repartí como quien reparte pan entre hermanos. Esa noche conocí a Paloma y, más adelante, volví a escribir a Inmaculada Carrascal desde el alma, sin miedo al ridículo, porque escribir era mi modo de amar.

 

La soledad me visitaba, sí, pero también me visitaba la lucidez. Anduve de Huelva a Punta Umbría a pie —cuatro horas y media de camino y una cerveza con sardinas como ofrenda al cuerpo— como quien busca su centro en el horizonte. Me bañé en la playa, bailé en el Ocho, soñé con carretas, escribí decretos para la vida, me vi morir para después renacer. Me sentí espejo, eco, río, niño, hombre, poeta y bufón.

 

Compré un piso en la Avenida Federico Mayo. Me mudé. Firmé escrituras. Fui juez de mis propias decisiones. Y mientras el país vibraba con elecciones o con toreros en miniatura, yo organizaba mi revolución: quería dejar el alcohol, ser fuerte física, emocional, mental y espiritualmente. Quería hacerme a mí mismo. Leer. Meditar. Amar con conciencia. Vivir con propósito.

 

En Melegís ayudé a mi padre a recolectar almendras en un año seco. Vi a mi hermana cantar en la Fiesta de la Teja. Sentí el pueblo unido en el patio de la iglesia, y recordé de dónde vengo.

 

Amé a Inma, aunque fuera un amor unilateral, interior, más espiritual que real. Pero la amé, y me amé al amarla. Aprendí a aceptar mis sentimientos, a dejar de castigarme por ellos, a honrarlos como parte de mi camino.

 

Me enfrenté a mis sombras. En noviembre sentí la muerte como una presencia cercana, como un susurro que quería detenerme, pero no me dejé vencer. YO SOY la vida, escribí, con la tinta de la urgencia y la voluntad.

 

Ese año no fui un hombre perfecto, ni un héroe sin tacha. Fui un hombre que buscaba su centro, su misión, su equilibrio. Un hombre que bailaba con su herida, pero también con su esperanza. Un Miguel Ángel que ya no quería ser otro, sino ser él mismo, pero con toda la fuerza que eso implicaba.

Porque 1995 fue eso: el año en que aprendí que la vida no espera, que el amor se escribe, que la verdad se busca, que el tiempo es un campo de batalla... y que los errores, si se entienden, son victorias futuras.

Yo tenía 31 años. Y empezaba, por fin, a vivir.

 

 


 

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