20 diciembre 2025

La Poya del Padul


 LA POYA DEL PADUL

MEMORIA DE PAN, FUEGO Y COMUNIDAD


Hubo un tiempo en Padul en que el pan no era solo alimento, sino ritmo de vida, medida del esfuerzo y lenguaje silencioso de la convivencia. A ese tiempo pertenece la poya, una palabra breve y humilde que encerraba una forma entera de entender el mundo.


La poya era la parte que se entregaba al hornero por cocer el pan. No siempre dinero: a menudo un trozo de masa, una hogaza pequeña, un pan marcado. Era el precio justo de un oficio necesario y respetado, pero también un gesto asumido con naturalidad, casi con gratitud. Nadie lo discutía; nadie lo regateaba. La poya era parte del orden de las cosas.


EL HORNO COMO CORAZÓN DEL PUEBLO


El horno no era un simple edificio. Era un lugar de encuentro, un espacio donde el tiempo se detenía y las voces se mezclaban con el olor de la leña. Las mujeres llegaban con las artesas cubiertas por paños blancos, marcaban sus panes con un signo propio —una cruz, una inicial, un corte— y esperaban.


Mientras tanto, se hablaba.


Se hablaba del agua, del tiempo, de los hijos ausentes, de la cosecha incierta. El horno escuchaba todo, y el fuego lo guardaba. El hornero, con manos endurecidas y mirada atenta, conocía cada masa, cada familia, cada necesidad. A cambio de su saber y su trabajo recibía la poya, pan que también alimentaba su casa.


UN PAGO QUE ERA COSTUMBRE


La poya no era caridad ni impuesto. Era costumbre compartida, aceptada por todos como se acepta el amanecer o la siega. En tiempos de escasez, la poya podía ser más pequeña; en tiempos buenos, más generosa. El sistema tenía una lógica humana, flexible, solidaria.


Porque en Padul —como en tantos pueblos— la economía no se medía solo en monedas, sino en equilibrios invisibles: hoy doy yo, mañana darás tú; hoy cueces mi pan, mañana te ayudaré en la era.


PAN QUE SABÍA A CASA


El pan salido del horno tenía un sabor irrepetible. No solo por la leña o la harina, sino porque venía cargado de manos y de historias. Cada hogaza llevaba dentro el trabajo del campo, el agua de las acequias, la paciencia del levado y el fuego bien medido.


Y también llevaba la poya: ese pequeño desprendimiento que enseñaba, sin palabras, que nada se hace solo, que todo oficio merece su reconocimiento.


CUANDO LA POYA SE HIZO RECUERDO


Con la llegada de los hornos domésticos y el pan comprado, la poya fue desapareciendo. La palabra quedó flotando en la memoria de los mayores, como quedan las brasas cuando se apaga el horno.


Hoy, hablar de la poya del Padul es nombrar una ética antigua, una manera de vivir donde el intercambio era cercano, donde el trabajo tenía rostro y el pan tenía nombre.


LO QUE PERMANECE


Quizá ya no se entregue poya alguna, pero su espíritu sigue latiendo en ciertos gestos: en el vecino que ayuda sin pedir nada, en el reparto justo, en la conciencia de que la comunidad se sostiene con pequeñas renuncias compartidas.


La poya del Padul no fue solo pan. Fue cultura. Fue vínculo. Fue una lección sencilla y profunda: que el fuego se mantiene vivo cuando cada cual aporta un poco de lo suyo.


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