10. Miguel Ángel a los 36 años
A los 36 años, Miguel Ángel Molina Palma vivía en Málaga, en una etapa vital marcada por la exploración interior, el crecimiento espiritual y la búsqueda del equilibrio entre cuerpo, mente y emociones. Atrás quedaban las noches en Huelva, las tertulias del Bar 1900, el trajín de los juzgados saturados de trabajo y las emociones vertiginosas de los treinta y pocos. Ahora el ritmo era otro: más introspectivo, más simbólico, más sanador.
En el verano del 2000, Miguel Ángel se dejaba sorprender por el mundo. Celebró el cumpleaños de Belén de Milarepa en el Peñón del Cuervo, compartiendo la noche malagueña con gente nueva como Piter, Silvia, Isa o Eduardo. Días después emprendió un viaje inolvidable a Italia, seguido de una expedición por tierras del norte: León, Gijón, Oviedo, Covadonga, Santander, Santillana del Mar, los Picos de Europa… Fue un peregrino del alma que, al cruzar la Puerta del Perdón en Santo Toribio de Liébana, sintió que se abría otra puerta: la del Jubileo interior.
Pero también fue un año de lucha consigo mismo. En su diario reflexionaba con honestidad sobre sus bloqueos emocionales, su dificultad para establecer vínculos afectivos profundos, sus miedos, su necesidad de comunicación. Reconocía cómo su infancia y su relación con su madre habían dejado huellas que aún dolían. Comprendía que su búsqueda de prestigio había sido muchas veces un disfraz de su necesidad de amor, y se esforzaba por dejar de ser un espectador para convertirse en un actor de su vida emocional. En palabras suyas: "La no comunicación, la mirada silenciosa y la actitud de espectador me perjudican seriamente."
El sueño y el símbolo se convirtieron en guías. A través de sus sueños —intensos, oníricos, muchas veces arquetípicos— iba explorando las fuerzas que habitaban su interior: la culpa, la redención, la energía sexual, la transformación. En uno, se veía a sí mismo dentro de un huevo, protegido por una membrana, a punto de nacer de nuevo. En otro, una pantera negra se convertía en símbolo de su ser más profundo. Soñaba con ovnis, con naves, con seres de otros planos. Soñaba que transportaba una cruz blanca, como si él mismo portara su historia, su carga, su misión.
En paralelo, Miguel Ángel continuaba trabajando en el Juzgado de lo Penal nº 7 de Málaga, donde la sobrecarga laboral provocada por la falta de personal lo llevó a redactar un alegato encendido y firme dirigido al sindicato. Defendía su derecho al descanso, a la dignidad en el trabajo y a que su tiempo libre no se viera pisoteado por la inercia de una administración ciega.
En esa misma etapa, se intensificó su interés por las terapias naturales, la alimentación consciente y el poder sanador de las plantas. Empezó a preparar sus propias hierbas suecas, tinturas de celidonia y zumos de limón. Se inició en la numerología, estudió la simbología gnóstica, y llegó a una conclusión clara: la vida espiritual no puede separarse de la vida cotidiana, ni la mente del cuerpo. “Las emociones son un arte y se sostienen en un caballete”, escribió. Pintaba con palabras, pero también con visiones. Y buscaba sanar no sólo su cuerpo o su historia, sino un linaje, una humanidad interior herida que quería ver florecer.
Así, en abril de 2001, tomó una decisión importante: matricularse en el master de Naturopatía en ACENA. Fue su forma de formalizar un camino que ya venía andando con intuición, pasión y sensibilidad. Miguel Ángel, el poeta, el buscador, el soñador, entraba en una nueva etapa con 36 años: la del hombre que bebe de su propia cisterna. La del hombre que no sólo quiere sanar, sino también sanar a otros.
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