31 marzo 2025

1. Relato de infancia y adolescencia temprana de Miguel Ángel Molina Palma

 


Relato de infancia y adolescencia temprana de Miguel Ángel Molina Palma

 

Nací el 10 de mayo de 1964, a las diez y diez de la mañana, en la Residencia Sanitaria Ruiz de Alda de Granada, un domingo soleado que bendecía la ciudad con la luz de la primavera. En ese momento, mi padre, José, estaba en Francia, trabajando en la remolacha. Se había marchado a principios de abril y no volvería hasta pasados unos 33 días. Mis padres, Ana y José, llevaban casados dos años y 54 días. Se habían unido en matrimonio en la iglesia de Melegís, el pueblo natal de mi madre, donde vivíamos en el momento de mi nacimiento.

 

Mi nombre completo es Miguel Ángel. "Miguel", de origen hebreo, significa “incomparable”; y "Ángel", de origen griego, “mensajero”. Tal vez ese cruce entre lo terrenal y lo imaginativo explique algo de mi carácter: entre la constancia y la ensoñación.

 

Soy el segundo hijo de mis padres. Dieciséis meses antes había nacido mi hermano José Antonio, y luego vendrían más hermanos: Ana María, Virtudes y Jesús. Nuestra vida, en aquellos primeros años, transcurría entre Melegís y El Padul. Melegís era el refugio ancestral, con sus calles empedradas, sus patios con piedras del río, la voz de mi abuela Otilia acunándome en la mecedora tras el almuerzo.

 

Padul, en cambio, era el centro de nuevas vivencias, la casa en la calle Capitán Cortés nº 29, con corral, cuadra, pajares y habitaciones llenas de secretos familiares.

 

Mis primeros recuerdos conscientes me llevan a la cuna de madera donde dormía junto a mis padres. Tenía tres o cuatro años y ya disfrutaba de los chupa-chups y de mi primer avión de plástico. Las calles empedradas del pueblo, el retrete en el huerto, los baños en barreño con agua calentada al fuego… eran parte natural de la vida.

 

Con pocos empezamos a viajar en la Alsina de Melegís a Padul. La carretera no estaba asfaltada y durante unos 500 metros el autobús avanzaba despacio. En aquellas madrugadas con neblina, mientras esperaba el autobús, me asaltaban pensamientos extraños, casi trascendentes. El cobrador Ramiro, con su memoria prodigiosa, era capaz de recordar nuestras conversaciones. Esa Alsina fue como una nave del tiempo entre mi infancia en Melegís y mi despertar en el Padul.

 

A los cinco años, nació María Virtudes. Nos mudamos definitivamente a Padul para que José Antonio comenzara la escuela. Empecé a ir a párvulos en el Colegio Nacional de San Sebastián, con uniforme de cuadros azules y blancos, y un babero blanco que adoraba.

Ya teníamos televisor, y en él descubrí a Félix Rodríguez de la Fuente, El Conde de Montecristo, Los Chiripitiflaúticos y la llegada del hombre a la luna con Jesús Hermida emocionado.

 

En casa, la vida era intensa: mi padre sembraba trigo y cebada con los mulos, recargaba cartuchos de caza y vendía naranjas en el “cuarto del vino”. La casa tenía secretos y conexiones ocultas: una chimenea que comunicaba el pajal con la cuadra, una alacena empotrada con sartenes, la “Cámara” llena de grano y uvas al sol. Jugábamos a las canicas en las mesetas de la escalera y descubríamos tesoros como el tricornio de mi abuelo Miguel, guardia civil.

 

Con seis años, hice 1º de EGB con D. Ángel. Mi compañero de pupitre fue Emilio Arias. Ese año hizo la Primera Comunión mi hermano José Antonio.

En 2º de EGB, con D. Diego Higueras, ya mi padre tenía pájaros de perdiz en el patio. Teníamos gallinas, dos patos que se volvieron cisnes, una mula llamada Española y un mulo, Valeroso. Fue una época de muchas historias y de mucho amor.

 

A los ocho años, hice mi Primera Comunión en Padul. Iba vestido de Almirante con un libro blanco brillante y un rosario. Estudiaba 3º de EGB con Dª. Mariana. Me encantaban los concursos de la tele como “Un, dos, tres…” y personajes como Don Cicuta.

 

En 4º de EGB, con Dª. Elvira Carmona, me enamoré por primera vez de una compañera de clase: María de los Ángeles. Vivía cerca de las escuelas, en una casa con jardín. Su belleza me tenía embelesado. Me acuerdo de esperar tras la verja sólo para verla. Aquel año aprendí también a valorar la limpieza de las uñas como norma educativa y símbolo de cuidado personal.

 

A los diez años, antes de 5º de EGB, fui a clases particulares con D. Salvador en Melegís.

Mi profesor durante el curso fue D. Rafael Hernández, quien me impulsó a estudiar sin obligarme, simplemente inspirándome. Recuerdo especialmente su apoyo cuando sufrí una caída durante la fiesta de los Judas y me fracturé el brazo izquierdo. Como era zurdo, tuve que aprender a escribir con la mano derecha. Pasé dos meses en la Clínica San Rafael, donde comprendí el sufrimiento real de otros y empecé a valorar lo que tenía.

Ese mismo año escribí mi primer poema: Trotacaminos, inspirado en un burro sabio que recorría caminos. Fue el principio de una vocación que crecería conmigo.

 

En 6º de EGB, ya vivíamos en Melegís por el trabajo de mi padre. Estudiaba en Restábal y tenía como tutora a Dª. Margarita. Caminábamos a diario un kilómetro y medio para ir a clase. Ese año partieron las tierras de mi abuela paterna y a mi padre le correspondió el Cortijo de Lojuela. Fue también el curso en que empecé a escribir con más regularidad.

 

En 7º de EGB, entablé una entrañable amistad con Antonio Roldán. Entre juegos y cartas románticas, me “enamoré” de Toñi. Empecé a recopilar refranes populares de la zona, motivado por un concurso del maestro D. Nicolás. También empecé a ir a clases de guitarra con D. Benito.

Un viaje con mi tío Marcelino me llevó a Fuentevaqueros, donde conocí la casa de Lorca. Fue una experiencia reveladora.

 

A los catorce años, en el verano de 1978, obtuve un diploma de mecanografía en la Academia Caballero de Madrid.

Comencé 1º de BUP en el Instituto Virgen de Gracia de Granada. Me costó adaptarme en mis estudios al nivel de la capital, pero conocí a José Luís Prat Lupiáñez, músico y escritor, que me ofreció una nueva visión de la poesía. Nuestra profesora de Ciencias Naturales, Dª. Adelina Ortiz, fue una figura entrañable en este nuevo ciclo.

 

Con quince años, cursé 2º de BUP en el mismo centro. Me operaron del frenillo de la lengua, pues tenía la punta de la lengua unida. José Luís me dedicó una canción que aún recuerdo. A través de él, y del Seminario Menor de San Cecilio, descubrí una espiritualidad profunda, canciones que hablaban al alma, himnos y villancicos que aún resuenan en mi memoria.

Fue también la época en que escribí mis primeros poemas maduros, como Polvo y Laural, dedicado a Laura Granados. Ya no era el niño de los baberos blancos. Empezaba a intuir la fragilidad del amor, el poder de las palabras, la grandeza de lo vivido.

 


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