05 abril 2025

12. Mi vida a los 38 años


12. Mi vida a los 38 años

 

Tenía 38 años y sentía que estaba justo en medio del puente: no en el inicio de la vida, pero tampoco aún al otro lado. Vivía en Málaga, en una etapa de búsqueda profunda, en la que el cuerpo, la mente, el alma y el corazón reclamaban armonía y sentido. Me movía entre el trabajo en la Administración de Justicia, la espiritualidad, la amistad, la risoterapia y el deseo de una vida plena, sin renunciar a mis anhelos más íntimos.

 

Aquel año estudiaba quiromasaje. Me entusiasmaba todo lo que tuviera que ver con el cuerpo y la sanación, quizá porque intuía que parte de mis heridas más hondas también necesitaban ser masajeadas desde dentro. A finales de junio me examiné. Me preparé con disciplina y entrega, como todo lo que hago cuando siento que forma parte de mi camino. Paralelamente, comencé a dirigir talleres de risoterapia. Aquello fue como plantar un jardín de alegría en medio del ruido del mundo. En la Cafetería de Los Delfines, cada jueves, formábamos un pequeño círculo de almas deseosas de reír y sanar. Las sesiones se multiplicaron y el grupo fue creciendo. La risa nos conectaba con lo esencial, con el niño interior, con la vida más allá de las máscaras.

 

No fue solo un año de trabajo. También hubo muchos momentos compartidos: paseos por la feria de Málaga, conciertos, tapas con amigos en El Pimpi, risas infinitas en el Parque Ocón, charlas nocturnas, planes improvisados, helados, rebujitos y sevillanas. Me sentí muy acompañado, aunque dentro de mí seguía latiendo una pregunta: ¿Dónde está la mujer con la que compartir no sólo lo festivo, sino también lo cotidiano, lo íntimo y lo verdadero?

 

Y ahí estaba Cecilia. Desde Venezuela, su voz llegaba como un río cálido por el correo electrónico. Una mujer luminosa, inteligente, apasionada, con sentido del humor y valentía. Me hablaba de sus días, de sus estudios de química, de sus cursos de inglés, de su vida entre sueños y carencias. Me enviaba besototes y palabras llenas de ternura. Yo también le escribía, y entre líneas viajaban la esperanza, el deseo, las dudas, las ganas de unir dos vidas separadas por un océano. A veces pensaba que sí, que podíamos estar juntos. Otras, la distancia, la diferencia de contextos, la economía o mis propios miedos me hacían dudar. Pero nunca dejé de sentir que había algo genuino entre nosotros. Su voz se me quedó dentro.

 

Fue un año de descubrimientos internos. En octubre escribí, con total honestidad, sobre el mayor escollo de mi vida: la relación con las mujeres y el autoengaño de refugiarme en lo fácil. Ese día, al volver del Muelle de Heredia, me di cuenta de que había cambiado. De que ya no necesitaba seguir por el camino que me dañaba. Empecé a escribir mis propias reglas para amar, para seducir con alma, para construir vínculos reales y sanos. Comprendí que la sabiduría no consiste en saber muchas cosas, sino en actuar de acuerdo a lo que uno cree. Decidí dejar de herirme. Y eso, aunque suene pequeño, fue inmenso.

 

También viví el dolor de ver enfermar a mi amigo César. Acompañarlo en su ingreso hospitalario, escribirle palabras de aliento, recordar nuestros paseos, nuestras carcajadas, su risa matinal y nuestras conversaciones interminables, me reafirmó en algo: los verdaderos amigos dejan huella en el alma. A César le debo parte de lo mejor que viví ese año. Y a todos los que me acompañaron: en los talleres, en las verbenas, en el campo, en el café o en las noches de confidencias.

 

En septiembre tomé posesión en el Juzgado de lo Social nº 6, dejando atrás el Penal nº 7, donde viví momentos de mucha presión, asuntos mediáticos y responsabilidad. Aquella mudanza supuso un pequeño respiro. También aprobé el carné de conducir después de algún tropiezo, me impliqué en cursos de nutrición y espiritualidad, participé en televisión, y seguí escribiendo, reflexionando y soñando con una vida más libre, más sabia y más feliz.

 

Soñaba con abundancia, no sólo material, sino vital. Con prosperidad entendida como plenitud, como equilibrio, como expansión del ser. A veces repetía fórmulas, afirmaciones, meditaciones... Creía —y sigo creyendo— que la mente tiene un poder creador inmenso. Que somos hijos del Universo y que el amor, la belleza y la risa están ahí para ser compartidos.

A los 38 años, me sentía más consciente de mí mismo que nunca. Había empezado a soltar las cargas innecesarias. Me estaba limpiando por dentro. Me preparaba para vivir con menos miedo, con más autenticidad, con más amor.

 

Y aunque no todo estaba resuelto —ni en el corazón, ni en la economía, ni en el alma—, sabía que estaba caminando hacia algo grande. Porque lo intuía. Porque lo sentía. Porque estaba dispuesto.

 

 

La risoterapia

 

Nunca imaginé que la risa me cambiaría tanto la vida. Y sin embargo, a los 38 años, me encontraba rodeado de gente tumbada en el suelo, riendo a carcajadas, haciendo el sonido de un elefante o representando el espejo de la risa… y sintiendo que aquello tenía más sentido que muchos discursos serios que había escuchado en mi vida. Fue una de las cosas más hermosas que inicié ese año: el Taller de Risoterapia en la Cafetería Los Delfines, cada jueves a las diez de la noche.

 

Todo empezó tímidamente, con apenas cinco personas en la primera sesión. Pero la semilla germinó. Muy pronto éramos veinte, luego más. Venían enfermeras, profesores, amigos del grupo de Carlos, vecinos de La Malagueta, buscadores de vida. Yo dirigía el taller con alegría y entrega. Había leído mucho, me había formado y creía firmemente en que el cuerpo, cuando ríe, suelta los nudos del alma. Y no era sólo teoría: lo veíamos allí, cada noche, cuando la gente salía con los ojos brillantes, como si les hubiéramos dado un baño de luz por dentro.

 

Nos reíamos como indios, hacíamos olas de risa, jugábamos a interpretar animales, instrumentos, cantábamos himnos absurdos —como el de los patos y el trigo— y nos tirábamos al suelo a reír y luego a relajarnos, mientras yo guiaba la meditación del sol que recorre el cuerpo o la del globo que se infla y flota. Me sentía útil. Me sentía canal. Me sentía vivo.

 

Recuerdo especialmente la sesión en la que leímos el texto que escribí para mi amigo César, cuando cayó enfermo. Fue un momento de profunda emoción. Risa y llanto no estaban tan lejos; ambas eran hermanas del alma, formas de liberar, de sanar, de abrazar lo vivido. César había sido una inspiración para este camino, un compañero de carcajadas sinceras, de madrugadas de churros y de apoyo mutuo. Su presencia flotaba en el aire, incluso cuando no estaba.

 

En aquellos encuentros no sólo sanaban otros, sanaba yo también. Reía con ellos, sudaba, me olvidaba del juicio, de la vergüenza, del peso del mundo. En esos talleres fui más yo que nunca. Dejé salir al niño, al soñador, al actor, al poeta, al que cree en la belleza de lo simple. Me convertí en Miguel Ángel sin coraza. Y desde ahí, muchas cosas empezaron a recolocarse dentro de mí.

 

La risoterapia fue mi medicina, mi contribución, mi forma de decirle al mundo: “Todavía hay esperanza. Todavía podemos reír, a pesar de todo.”




 

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