13. Una flor que se abre al sol (
A mis 39 años, sentí que algo dentro de mí pedía silencio y orden. Había acumulado mucho conocimiento, libros, vivencias... y supe que había llegado el momento de cribar, de quedarme con lo esencial, como quien guarda sólo los pétalos más perfumados de una flor marchita. Ya no era tiempo de siembra, sino de cosecha. Una cosecha íntima, emocional, y también espiritual.
Aquel verano escribí a Belén. Era una carta que me brotó del alma como una oración. Desde el instante en que la vi, sentí una mezcla de luz, temblor y poesía. Su presencia me elevaba, me calmaba, me hacía mejor. Con Belén descubrí que podía aún enamorarme como un muchacho, con el corazón latiendo en las manos. Pero también supe que el amor no siempre se posa donde uno quiere, sino donde le place. Y supe esperar.
Mientras tanto, en Málaga continuaba mi camino con la risoterapia. Las sesiones eran un soplo de aire fresco, una medicina del alma que no sólo compartía con otros, sino que me devolvía a mí mismo. Reír sin motivo, sin vergüenza, como un niño, era para mí una forma de comunión con la vida. En cada carcajada se iba la tristeza, el peso del pasado, los miedos. Riendo sentí que Dios también sonreía.
Ese año también doné muchos de mis libros a la Biblioteca de Melegís. Fue un acto cargado de sentido. Los libros han sido mis mejores compañeros de viaje, pero entendí que debían seguir su camino, volar a otras manos, abrir otras mentes. Yo me quedaba con sus huellas, no con su peso.
Viví, como todos, la conmoción del 11M, con un dolor hondo, como si la fragilidad de todo nos despertara de golpe. En mi diario escribí que no quería pasar más hambre ni más sed… y no me refería al pan ni al agua. Era el hambre de abrazos, la sed de compartir la vida con una mujer. La soledad era una casa demasiado grande para un solo corazón.
A los 40 años retomé algunas prácticas naturales —la urinoterapia, los enemas de café— buscando equilibrio entre cuerpo y espíritu. Vi la vida como un entrenamiento: correr para complacer a Dios, transmutar el dolor en risa, el miedo en belleza. Me reconocía en los personajes de Carros de Fuego: corredores con distintas motivaciones, pero con alas en los pies. También yo tenía mi fe y mi impulso. Corría hacia una versión más luminosa de mí mismo.
En diciembre de 2004, nevó en Melegís. Como si el cielo me regalara un paisaje de infancia. Fue hermoso ver los tejados, las acequias y los olivos cubiertos por la nieve, como una bendición.
Ya en 2005, murió Juan Pablo II y también la Rondana de Melegís, aquella mujer entrañable que tantos recordaban con cariño. Ese año se casaron varios amigos y yo sentía cómo el mundo giraba y las vidas se emparejaban, mientras yo seguía preguntándome dónde estaría esa compañera para mí.
A los
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Con Celsa viví un romance que parecía tener promesas. Ella era Paraguaya. Viajamos, compartimos, pero algo se quebró y, en diciembre de 2007, la relación terminó. Sentí el corazón cansado, pero también más sabio. No guardé rencor. Sólo gratitud por lo vivido.
Así fueron mis años entre los 39 y 43. Un tiempo de mirar dentro, de reír para curar, de amar con esperanza, de cerrar ciclos y abrir ventanas. Y, sobre todo, de confiar —una y otra vez— en que lo mejor estaba por venir.
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