05 abril 2025

14. MI CONVERSIÓN Y EL DESPERTAR DEL ESPÍRITU



14. MI CONVERSIÓN Y EL DESPERTAR DEL ESPÍRITU

(A los 47 años)

 

A mis 47 años, mi vida cambió de raíz. Hasta entonces, había sido católico, creyente desde siempre, pero algo dentro de mí ansiaba un encuentro más íntimo, más real con el Creador. Y fue entonces cuando conocí al Señor de una forma nueva, poderosa, luminosa. Me convertí al cristianismo evangélico, y encontré en la Iglesia Nueva Generación un lugar de renacimiento.

 

Mi conversión no fue un acto súbito, sino un proceso: un despertar. Recuerdo con claridad aquel culto en el que me presenté como ujier por primera vez, el 3 de diciembre de 2010. Ya me sentía parte del Cuerpo de Cristo, pero fue ese gesto humilde, de servicio, el que empezó a sellar mi nuevo caminar. Me sentía en paz, aunque todavía arrastraba enfermedades, angustias, heridas viejas que no se curan con medicamentos, sino con la unción de lo Alto.

 

Había tenido una experiencia meses antes —subí al Tercer Cielo— y allí comprendí cosas que mis sentidos humanos no podían explicar. Al regresar de aquel estado, bajé con una sonrisa forzada, como diciendo: “¿Qué viene ahora, Señor?” Y lo que vino fueron procesos, pruebas, tribulaciones, sí… pero también milagros. Entendí que la tribulación no es castigo, sino edificación. Que lo que el mundo llama sufrimiento, Dios lo transforma en testimonio.

 

Mi salud se quebró durante ese invierno. Bronquitis, ansiedad, faringitis, parestesias en la pierna derecha, debilidad muscular… sentía que mi cuerpo se apagaba por dentro. No podía casi moverme ni cocinar, necesitaba ayuda para lo más básico. Pero no estaba solo. Dios estaba conmigo. Y me enseñaba que muchas enfermedades no vienen solo del cuerpo, sino del alma, del espíritu.

 

El 4 de marzo de 2011 sentí por primera vez la sanación espiritual como algo físico. Fue durante la ministración en la Iglesia. Me tocó una mano invisible, y mi pierna derecha se durmió completamente —desde la cabeza hasta el pie—. Era como si una corriente eléctrica me liberara de un mal enquistado. A los tres días, ya no tenía dolor. ¿Casualidad? No. Era Dios, tocándome.

 

Mis visiones se hicieron más frecuentes. Durante la adoración del 3 de abril, vi cómo las enfermedades se desquebrajaban, literalmente. Vi cómo la bronquitis, la faringitis, la angustia… todo se rompía, se desprendía de mí como una piel vieja. Crecí en espíritu y las dolencias quedaron pequeñas. Supe entonces que mi cuerpo estaba siendo transformado por la unción.

 

El 29 de mayo recibí el bautismo de lenguas. Mi alma vibraba. No sabía explicarlo con palabras humanas. Era como si el Espíritu Santo hablara a través de mí, como si el cielo se abriera dentro de mi boca. Sentí una presencia intensa, blanca, envolvente. Me vi vestido con una túnica blanca, como tantas veces en mis visiones. Supe que, a pesar de mis errores, la paciencia con la que había soportado enfermedad y soledad era el receptáculo donde Dios derramaba su poder.

 

No todo era fácil. Fui traicionado por personas en las que confiaba. No todas por maldad, algunas por miedo, por ignorancia. Pero entendí que la traición no nace del hombre, sino de espíritus que se rebelan contra el plan de Dios. Por eso, perdoné. A todos. Porque el perdón es el arma más poderosa contra el enemigo.

 

Declaré que no aceptaba más pactos que la sangre de Cristo. Ninguna institución ni autoridad humana tenía poder sobre mi alma. Solo Dios. Y bajo su autoridad, toda rodilla se dobla. Empecé a escribir mis revelaciones, mis visiones, mis batallas. Descubrí que cuando escribía, me sanaba. Que poner por escrito lo que el Espíritu me mostraba era ordenar la luz. Era darle forma al río que hablaba dentro de mí.

 

Aquel año fue un tiempo de purificación, de lucha y renacimiento. Tuve que vaciarme de lo viejo para ser lleno del Espíritu. Comprendí que la unción no depende de cuán perfectos seamos, sino de cuánto resistimos por amor, de cuánto perseveramos en medio del valle. Y aunque a veces me sentía sin fuerzas, repetía una frase que me daba alivio: “Yo tengo paz y reposo en mi conciencia, y ante Dios.”

 

Y así sigo. Porque no fui yo quien eligió el camino. Fue Dios quien me escogió, y si Él me quiere usar, no puedo resistirme. Soy vaso de barro, sí… pero lleno de Su gloria. Y sé que lo mejor aún está por venir.

 

 

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