LOS GUARDIANES DEL VALLE DE LECRÍN
Capítulo 17 — Talará
El Cristo del Zapato
Talará despertaba cada mañana al olor del pan recién hecho y al repique de las campanas de la ermita del Santo Cristo del Zapato, situada en un montículo, en las afueras del pueblo. La guerra había pasado como un vendaval, pero algunos corazones aún sonaban como las tejas mal asentadas en los tejados: con un leve temblor cada vez que alguien nombraba a los desaparecidos.
Ángela, una mujer de unos 50 años, viuda desde hacía una década, se encargaba de cuidar la ermita. Vivía sola en una casita blanca cerca del antiguo molino del Marqués de Mondéjar, hoy mudo y cubierto de zarzas. Allí, entre sacos de harina seca y herramientas olvidadas, escondía un viejo cuaderno de tapas rotas. Era el diario de su marido Esteban, molinero de oficio, hombre discreto y de profundas convicciones, que murió en extrañas circunstancias poco después del fin de la guerra.
Una tarde de abril, Rafael, el joven veterinario de Nigüelas, llegó con una carta sellada con lacre y una pequeña caja. Venía recorriendo los pueblos a lomos de un mulo blanco, cumpliendo el encargo que le hiciera un anciano de Pinos del Valle en su lecho de muerte. La carta llevaba escrito en la solapa: "Para Ángela, del molino de Talará. Que la verdad no muera sin confesión."
Al abrirla, Ángela reconoció la letra de Esteban. Era una confesión escrita en 1939, donde relataba que, en los últimos días de la guerra, había escondido en el molino un pequeño paquete entregado por un hombre moribundo que venía desde Tablate. Dentro había documentos, fotografías y nombres que podían cambiar la historia contada por los vencedores. Esteban nunca se atrevió a hablar, pero sí a escribir.
La caja que traía Rafael contenía las últimas piezas del misterio: un mapa antiguo del Valle con marcas en tinta roja, la foto de un grupo de jornaleros armados… y una medalla religiosa manchada de sangre.
Esa noche, Ángela no durmió. Subió con Rafael a la ermita del Santo Cristo del Zapato y, tras rezar en silencio, encendió una vela por todos los que habían callado. Decidió que era hora de hablar. El molino aún guardaba secretos, y el Valle de Lecrín merecía conocer la verdad.
Capítulo 18 — Chite
Las campanas del mediodía
En Chite, el pueblo de las terrazas abiertas al cielo y de las tardes lentas, el tiempo parecía quedarse atrapado entre las paredes encaladas y los naranjos en flor. En 1952, pocos hablaban de política, pero todos sabían lo que había pasado. La posguerra se vivía entre miradas cómplices y silencios en la plaza.
Benigno Ortega, el herrero del pueblo, era un hombre fuerte, de cejas pobladas y manos encallecidas, que hablaba poco y escuchaba mucho. En su taller, entre yunques, carbones y martillos, había sido testigo de muchas historias: confesiones hechas al calor del hierro candente, rumores de huidos, cartas escondidas en herraduras huecas… Su fragua era un cruce de caminos para gentes de Cónchar, Murchas o Restábal.
Un día de febrero, al mediodía, cuando el sol se colaba por los tejados del taller, Benigno recibió la visita de una mujer que no era del pueblo: Matilde, modista de Padul, hermana de un antiguo amigo suyo desaparecido en 1937. Llevaba consigo un cuaderno pequeño, cubierto con una tela azul, que decía pertenecer a un grupo de jornaleros que se habían reunido en secreto en Tablate durante la guerra. En su interior había frases cifradas, croquis del valle y una página arrancada con un nombre escrito en mayúsculas: “Benigno O.”
Él se quedó helado.
Matilde le explicó que su hermano Emilio, fusilado en 1939, había confiado ese cuaderno a una mujer en Dúrcal y que, años después, había reaparecido en una caja del molino de Talará. Al parecer, varios de los nombres que aparecían allí estaban siendo buscados, pero no por venganza, sino para contar lo que realmente ocurrió en los meses finales de la guerra, en el Valle.
Benigno, que durante años había guardado silencio para proteger a su familia y al pueblo, tomó una decisión: hablaría. El pasado ya no podía enterrarse bajo la cal ni entre las grietas de las viejas campanas. Sabía que el cura de Nigüelas, el médico de Ízbor, y la viuda de Talará estaban también atando cabos. Había una historia común que unía a los diecisiete pueblos… y también a Tablate.
Esa misma noche, en el pilar junto a la iglesia, Benigno escribió una carta. No sabía a quién dirigirla, pero la tituló: “Por si mañana no amanezco”.
Capítulo 19 – Albuñuelas
"El eco de la cal viva"
Las Albuñuelas altas se desperezaban bajo la luz gris de febrero. En lo alto del barrio del Horno, donde las callejas son más empinadas que los pensamientos, vivía Brígida Roldán, una mujer viuda que hablaba poco, pero escuchaba como un pozo antiguo.
Brígida trabajó en su juventud en uno de los hornos de cal que salpicaban los bordes del barranco del río Santo. Conocía la piedra y el fuego como si fueran familia. En 1952 ya no quedaban tantos hornos activos, pero aún ardía uno, escondido entre lentiscos y almendros, al que subía un par de veces por semana a llevar pan, vino y tabaco a su hermano Mateo, que aún resistía al progreso entre calores y tizne.
Aquel febrero, sin embargo, Brígida no bajaba sola por los senderos del cerro. Desde hacía unos días, un guardia civil forastero la rondaba con preguntas encubiertas. Le preguntó si conocía a un tal Miguel “el del Cortijo”, si recordaba a un joven que vivió en Tablate, si había oído hablar de una carta interceptada en Chite. Brígida respondía con silencio y café negro.
Sabía más de lo que decía. De joven, Mateo y ella habían ayudado a esconder a un hombre perseguido en el 39. Años después, aquel hombre —ahora, muerto o desaparecido— parecía haberse convertido en una sombra que recorría el Valle de Lecrín, encarnada en las dudas, en los miedos, en la red de gente buena que se había jugado el pellejo por humanidad.
Esa tarde, Brígida bajó hasta la fuente de la Reina, donde se cruzaban las mujeres a lavar y murmurar. Allí se encontró con Pepe el de Pinos del Valle, que bajaba con una noticia que haría vibrar las entrañas del Valle: en el molino de Mondújar habían aparecido unos papeles ocultos, escritos a mano, con nombres, fechas y detalles que nadie se atrevía a leer en voz alta.
Brígida sintió que todo lo callado durante años volvía. Y sin hablar, volvió a casa, sacó de un doble fondo en la alacena una caja de lata donde guardaba un pañuelo de lino, un retrato antiguo y un mapa dibujado por su hermano. Lo miró largo rato.
—Se acabó el tiempo del silencio —dijo para sí—. Ya vendrán los jóvenes a preguntarlo todo.
Y entonces, salió al patio, se lavó las manos ennegrecidas con agua del cántaro, se peinó el moño con una horquilla de hueso y esperó la llegada de alguien que, más pronto que tarde, llamaría a su puerta con los ojos encendidos por la verdad.
Capítulo 20 – El eco de la carta
Ocurrió una tarde de octubre de 1952, en la casa del maestro jubilado Joaquín Muñoz Ruiz, en Restábal, cuando, ordenando una antigua caja de documentos escolares, encontró un sobre amarillento con el matasellos de 1937. El remitente apenas era legible: Elías Rodríguez — Nigüelas. Pero el destinatario estaba claro: María la de Ízbor.
Lo que desconcertó a Joaquín no fue tanto la carta perdida, sino el mensaje que guardaba dentro: una invitación a una reunión secreta de vecinos del Valle de Lecrín durante la Guerra Civil, con el propósito de proteger los saberes, símbolos y tradiciones del Valle ante el caos y el miedo de aquellos años. El encuentro debía celebrarse en abril de 1937, en una ermita poco frecuentada: la Ermita del Santo Cristo del Zapato, en un montículo a las afueras de Talará, junto a la carretera que va hacia Melegís. Pero, según se entendía, muchas personas nunca llegaron a recibir esa carta.
El hallazgo se difundió con rapidez. La carta fue llevada a Padul, donde el joven musicólogo Germán Tejerizo Robles, que andaba recogiendo cantares y coplas populares, la transcribió con asombro. Años de recorridos por los pueblos le habían mostrado que había algo profundo que unía a la gente de este valle. Ahora comprendía que esa unión había sido intencionada, tejida por manos que no querían perder su identidad.
En Melegís, el anciano sacristán Custodio, que vivía en la estancia baja de la torre de la iglesia, escuchó la historia de la carta y, tras un momento de silencio, murmuró:
—Mi padre me habló una vez... de una reunión que no se pudo hacer. De gente buena, que quería salvar lo nuestro. Pero nunca supe más. Era peligroso hablar de eso.
En Mondújar, José Ruiz, “el del molino”, recordó haber oído a su abuelo decir que hubo un pacto de silencio. Que algo se planeó y se rompió, no por traición, sino por miedo.
Aparecieron nombres que cruzaban generaciones. Elías de Nigüelas. María de Ízbor. Matilde de Chite. Dolores de Talará. Julián, el boticario de Pinos del Valle. Vecinos de los dieciocho pueblos, unidos por una voluntad común: preservar el alma del Valle.
Por motivos desconocidos —acaso la pérdida de esta misma carta— la reunión nunca se celebró. Pero en 1952, las piezas comenzaban a encajar, y la siguiente generación sentía el eco de aquella promesa inacabada.
Y entonces surgió la idea: celebrar, por fin, el encuentro que el miedo impidió en 1937. No como conspiración, sino como acto de memoria y unidad.
La fecha elegida fue el día de San Antonio de Padua, patrón de Melegís. Y el lugar, por justicia histórica, sería el mismo que el de aquella carta olvidada: la Ermita del Santo Cristo del Zapato, en el montículo que mira al Valle desde las afueras de Talará.
Las campanas del Valle comenzaron a sonar con una fuerza antigua. La historia, que había quedado interrumpida, estaba a punto de encontrar su continuidad.
Capítulo 21 – El día del reencuentro
La noticia corrió de boca en boca, de plaza en plaza, de era en era. Los más viejos del Valle lo tomaron como un acto de justicia histórica, y los jóvenes, como un misterio hermoso que deseaban heredar. Todos sabían que no era una simple reunión: era la respuesta tardía a una llamada truncada por la guerra y el miedo.
El 13 de junio de 1953, festividad de San Antonio de Padua, los caminos polvorientos que conducían a la Ermita del Santo Cristo del Zapato, en las afueras de Talará, se llenaron de gente.
Vecinos de los dieciocho pueblos llegaron andando, en bicicletas, en bestias prestadas, en camiones de aceituna reconvertidos en transporte colectivo. Subían por el montículo entre tomillos, espartos y romeros, mientras el viento traía aromas de horno, de incienso y de leña.
Custodio, el viejo sacristán de Melegís, había limpiado la campana de la ermita como si fuera oro. En la puerta, el maestro Joaquín Muñoz Ruiz esperaba en silencio, con el cuaderno donde escribía el borrador de su obra Recuerdos de Antaño, todavía sin publicar, y una carta antigua en la otra mano.
No hubo discursos oficiales ni protocolo. Germán Tejerizo, joven y curioso, colocó su grabadora sobre una piedra y pidió que cantaran las mujeres de Chite, las que sabían el romance de La Loba, aquel que se decía se entonó en la última reunión de mozas en tiempo de guerra. En silencio, comenzó una copla:
> “En el Valle hay una fuente
que no mana ni se ve,
pero quien bebe en su nombre
nunca olvida lo que fue…”
Las palabras vibraron en el aire como antiguas semillas que volvían a germinar. Un silencio sobrecogedor unió a todos. Se miraban, reconociéndose por primera vez como piezas del mismo rompecabezas.
Un hombre de Cozvíjar habló de su abuela, que escondió un canto sefardí en una caja de madera. Una mujer de Nigüelas trajo la receta de un dulce que sólo se hacía cuando moría un sabio. Uno de Acequias contó que su bisabuelo había plantado un ciprés en memoria de los que “guardaron el Valle con palabras”.
En ese lugar, sobre una loma humilde, con la Ermita del Santo Cristo del Zapato como testigo, se forjó un nuevo pacto: no ya de silencio, sino de memoria compartida.
Se acordó, entre todos, que cada año, en esa misma fecha, los pueblos del Valle de Lecrín celebrarían un encuentro. No con banderas, ni con discursos, sino con lo que les pertenecía de forma ancestral: coplas, cuentos, panes, flores, memorias.
Cuando cayó la tarde, las campanas sonaron sin manos. Nadie supo quién las hizo repicar, pero muchos juraron haber visto, a contraluz, la silueta de una mujer con un pañuelo blanco, que saludaba desde el borde del monte. ¿Sería María, la de Ízbor, que por fin había llegado a la cita?
El sol se ocultó tras los picos de Sierra Nevada. Y en la brisa, más de uno creyó escuchar un susurro: “El Valle está despierto…”
Capítulo 22 – Epílogo: La memoria en la piedra
Pasaron los años. El Valle de Lecrín siguió siendo lo que siempre fue: un susurro entre montañas, una verdad oculta bajo el rumor de las acequias. Los hombres y mujeres del 52 envejecieron, algunos se fueron, otros dejaron su memoria en nietos que heredaron sin saberlo una historia que era suya.
La Ermita del Santo Cristo del Zapato fue restaurada con mimo. En sus muros quedó inscrita, en una placa de barro cocido, una sola palabra: "Recordad". No hacía falta más.
Aquel cuaderno de Joaquín Muñoz Ruiz, que en 1953 sólo contenía notas dispersas, acabaría publicándose cinco años más tarde como Recuerdos de Antaño, una obra donde se respiraba el alma de todo un valle. En sus páginas, los lectores encontrarían referencias veladas a aquella reunión mágica, aunque el maestro —fiel a su carácter sobrio— nunca la nombró del todo. Pero quienes estuvieron allí sabían a qué se refería cuando hablaba de “la voz común”.
Germán Tejerizo, convertido ya en un defensor incansable del folclore granadino, conservó aquellas grabaciones originales en carretes que luego donó al archivo de la Diputación. En una de ellas, aún se escucha el crujido del viento mezclado con el canto ancestral de una mujer de Padul que entona una copla perdida:
> “Guarda el Valle su secreto,
bajo el almendro en flor,
donde el tiempo se arrodilla
y la memoria es amor…”
Algunos descendientes de aquellos hombres y mujeres todavía celebran, cada mes de junio, una subida simbólica hasta la ermita. No es una romería ni un acto turístico. Es más bien una ofrenda íntima: un ramo de flores del campo, una canción antigua, una piedra recogida del barranco del Arco o del camino viejo de Mondújar, depositada en silencio sobre la tierra.
Y así, piedra sobre piedra, gesto sobre gesto, los habitantes del Valle han ido construyendo una memoria compartida que no necesita monumentos, porque vive en el lenguaje, en las manos, en las acequias, en el pan, en la risa de los niños, en el eco de los olivares.
Hay quien dice que si uno se sienta al atardecer junto a la fuente de La Peta o bajo el mirador de Murchas, y guarda silencio, puede oír el murmullo de voces antiguas que dicen:
> “El Valle no es tierra…
El Valle es voz,
es pacto,
es semilla.
Somos nosotros.
Somos el Valle.”
Capítulo 23: La última señal de Andrés
Otoño de 1953.
Un año había pasado desde que aquellos días convulsos cruzaron el Valle de Lecrín como un río subterráneo. Los pueblos volvían a su rutina, las eras estaban ya barridas del polvo de la trilla, y las lluvias de septiembre habían reverdecido las laderas.
Fue en una mañana fría, cuando María la de Ízbor subió a ver sus almendros en floración tardía, cuando lo vio. Un pequeño paquete, envuelto en papel basto, escondido entre las piedras de la antigua acequia morisca que cruza la loma que une Talará con Melegís.
Dentro había una carta.
> *“Si alguien lee esto, que sepa que no busco redención. Solo quise saber si todavía cabía un perdón en estas tierras. Me llamo Andrés. Fui uno más entre muchos. Sembré daño, pero también sembré trigo. He amado en silencio y he dormido bajo los álamos de Béznar. Me encontré a mí mismo en las fuentes de Nigüelas y dejé el miedo en las escaleras de Mondújar.
Si no regreso, que me perdonen los vivos y que me acojan los muertos.
No me busquéis. Estoy en el Valle.”*
Nadie supo si lo escribió en sus últimos días o si fue una despedida más antigua, olvidada entre el vaivén del tiempo. La carta fue entregada al maestro de Restábal, Joaquín Muñoz Ruiz, que la guardó entre los primeros manuscritos de Recuerdos de Antaño, con una nota que decía: “Aquí también hay historia, aunque duela”.
Desde entonces, se cuenta que en las noches de niebla, un hombre solo camina cerca de la Ermita del Santo Cristo del Zapato, deteniéndose a mirar hacia los pueblos del Valle.
Dicen que su sombra no pesa.
📜 Nota final del autor Miguel Ángel Molina Palma
Escribí:"Los guardianes del Valle de Lecrín" con la certeza de que la memoria merece ser rescatada no sólo desde los documentos o los archivos, sino también desde la imaginación honesta, esa que se apoya en la tierra real, en los nombres verdaderos, en las voces de los mayores y en las piedras del camino.
Durante años he sentido el Valle no sólo como un lugar geográfico, sino como una patria íntima. Desde las calles de Melegís, Ízbor, Restábal o Nigüelas, pasando por Tablate, Pinos del Valle o Padul, he recogido testimonios, escuchado historias, y caminado los senderos que mis abuelos y sus vecinos hollaron en tiempos más duros, más auténticos, más silenciosos. Este libro es mi forma de agradecerles que me dejaran ser parte de esa historia.
Algunos personajes aquí mencionados existieron y vivieron con dignidad, y los menciono con respeto: Custodio, el sacristán de Melegís; Joaquín Muñoz Ruiz, maestro visionario de Restábal; Germán Tejerizo Robles, amante incansable de la música popular. Otros, como “el del molino”, “la señora del cántaro” o “los hombres del 52”, son espejos que reflejan el alma de un tiempo y de un pueblo entero.
Gracias a quienes han confiado en este proyecto. Gracias a cada habitante del Valle que sigue cuidando la memoria con sus gestos cotidianos. Y gracias a ti, lector, por dejarte llevar por estos caminos sembrados de historia, emoción y verdad.
Este libro ha sido, para mí, un viaje de regreso a casa.
Con gratitud y esperanza, el autor.
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