18 septiembre 2025

LOS GUARDIANES DEL VALLE DE LECRÍN (II)


 LOS GUARDIANES DEL VALLE DE LECRÍN 


📘 Capítulo 9: Las cenizas de la Venta (Mondújar)


La cuesta desde Cozvíjar hasta Mondújar, aunque corta, le pareció a Gabriel un viaje en el tiempo. El aire olía a pino y aceite viejo. A lo lejos, las ruinas del castillo de Mondújar se recortaban contra el cielo como un hueso sacado de la tierra. Bajo él, las casas se apiñaban con sobriedad, como si guardaran un secreto.


Mondújar era tierra de paso. El Camino Real que unía Granada con la costa atravesaba sus campos, y en otros tiempos, mulas y carretas habían llenado sus veredas de voces y trato. Hoy, sin embargo, el pueblo dormía una siesta prolongada desde 1939.


Gabriel se dirigió al barrio de la Era, donde le habían dicho que vivía Joaquín Ruiz, más conocido como el del Molino. Su padre había molido trigo en el viejo molino de la rambla, y aunque ahora todo estaba en ruinas, el apodo había sobrevivido a la guerra y a las estaciones.


Lo encontró sentado al sol, acariciando una navaja que abría y cerraba con ritmo de metrónomo.


—La Venta Quemada… —repitió Joaquín, sin que Gabriel tuviera que preguntarlo del todo—. Yo la vi arder. Tenía ocho años. Mi padre me llevaba con él a por garbanzos y carbón. Aquella tarde, la sierra escupía fuego.


—¿Sabe por qué la quemaron?


—Porque escondía más que mercancía. Allí se refugiaban los que ya no tenían sitio. Gente que venía desde las Alpujarras, algunos con hijos, otros con libros. Una noche llegaron hombres armados. No hablaban mucho. Traían un papel con nombres.


Gabriel sintió un nudo en la garganta.


—¿Y un niño? ¿Recuerda si había un niño entre los que se escondieron?


Joaquín asintió con lentitud.


—Sí. Uno con una herida en la pierna. Lo escondieron en el hueco de un aljibe, bajo la cocina. Cuando ardió la venta, creí que había muerto. Pero meses después, lo vi. O creí verlo. En la acequia del Pago del Chorrillo, con un hombre que podría haber sido su padre… o su secuestrador.


Sacó un trozo de tela quemada, cosido a una hebilla oxidada.


—La encontré entre los restos. La he guardado todos estos años, por si alguien venía a preguntar.


Gabriel tocó la tela. Era burda, de lino, con un símbolo bordado: una estrella de seis puntas entrelazada con una espiga.


—Lo he visto antes —dijo—. Es parte del mismo código que aparece en la carta de Cozvíjar y el croquis de Cónchar. Es como si… cada lugar estuviera marcando una dirección, una historia partida en fragmentos.


—¿Y qué espera encontrar? —preguntó el anciano, sin alzar la voz.


—La verdad —respondió Gabriel.


—Pues no espere que le aplaudan por ello. Aquí la verdad se entierra honda. Como los huesos.


📘 Capítulo 10: El cuaderno de tientos (Murchas)


Gabriel llegó a Murchas en la hora dorada de la tarde, cuando el sol se colaba entre los almendros como si quisiera quedarse. Aquel pueblo parecía, desde lejos, una miniatura de sí mismo: compacto, quieto, con su iglesia presidida por una torre mudéjar de ladrillo rojizo, sobria y antigua, dominando la plaza como un vigía de siglos.


Se detuvo junto a una fuente. El agua brotaba clara, y alguien había dejado un botijo apoyado en la piedra. Un niño lo vigilaba con mirada pícara, como si supiera que Gabriel no era de allí.


—¿Buscas a la tía Jacinta? —preguntó el niño sin más.


Gabriel sonrió.


—No sé. ¿Debería?


—Eso dicen. Que si viene un forastero a Murchas preguntando por cosas antiguas, la tía Jacinta lo está esperando desde hace años.


Gabriel no supo si reírse o inquietarse. Agradeció la indicación y subió por una calle estrecha, donde los geranios colgaban de los balcones como banderas. La casa de Jacinta era la última del callejón del Almez. Una placa de cerámica decía: Año de 1898.


La anciana lo recibió sin sorpresa.


—Así que tú eres el del cuaderno.


—¿Qué cuaderno?


Jacinta desapareció unos segundos y regresó con un cuaderno de tapas negras, manchado de tinta y humo.


—Esto lo escondió mi hermano Luis el Tientos en 1949, cuando lo vinieron a buscar. Decía que algún día vendría alguien a completar lo que él no pudo decir.


Gabriel abrió el cuaderno. La letra era apretada, nerviosa. Contenía canciones, notas de guitarra, pero también nombres, fechas, lugares. En una esquina, un dibujo infantil de una estrella de seis puntas entrelazada con una espiga.


—Luis tocaba la guitarra como los ángeles, pero también llevaba mensajes. Era uno de los enlaces que unía a los huidos del barranco de Cónchar con los pastores de Talará y las mujeres de Restábal que cocían pan para todos. Lo llamaban el Tientos porque se inventaba coplas para disfrazar los avisos.


Gabriel pasó una hoja y se detuvo en una estrofa escrita a lápiz:


> “Por el río va la pena,

en los pinos duerme el miedo,

y el que busque la verdad

no la espere en los papeles,

sino en los dedos del viento.”


—¿Cree que Luis conocía al niño de la Venta?


Jacinta asintió, mirándolo con ojos velados por la memoria.


—Lo sacó él. Una noche sin luna. Lo llevó hasta Tablate, donde lo recogió un hombre a caballo. Desde entonces no volvió a cantar.


Gabriel cerró el cuaderno con cuidado. Jacinta le entregó también una medalla oxidada, con la imagen de San Roque, y una inscripción por detrás: Julio 1936. Protege a los tuyos.


—No sé quién la perdió —dijo la anciana—. Solo sé que le rompió el alma a mi hermano.


Gabriel salió de la casa con el cuaderno bajo el brazo y la certeza de que la historia que perseguía no era solo suya. Era de todos. Y seguía viva, escondida entre los muros encalados, las canciones olvidadas y los silencios del Valle.


📘 Capítulo 11: La piedra y la música (Nigüelas)


En Nigüelas, las montañas no eran fondo: eran eco. Cada paso por sus callejuelas resonaba con siglos de memoria y con el murmullo sordo del río Torrente, que bordeaba los huertos con la obstinación del tiempo.


Gabriel llegó al amanecer, tras una noche en vela entre Murchas y el camino de la Umbría. Las calles húmedas olían a laurel y a yeso. A mitad de la cuesta que subía al cementerio viejo, encontró al hombre que buscaba.


—¿Tú eres de paso o de peso? —preguntó el anciano sin levantar la vista de la piedra que tallaba.


—De paso —respondió Gabriel.


—Entonces escucha.


El hombre era Aniceto, antiguo ayudante de iglesia, laúd en mano y mirada lúcida. Lo llevó hasta una lápida desgastada, sin nombre, tapada por hiedra. Aquel rincón olvidado del cementerio parecía custodiar un secreto más antiguo que la guerra.


—Aquí lo trajeron una noche de 1947. Nadie lo conocía, pero alguien pidió que se enterrara en silencio. A los pocos días, vino un joven con cuaderno, grabadora y gafas redondas. Se llamaba Germán Tejerizo Robles.


Gabriel lo conocía de oídas. Era aquel muchacho de Granada, obsesionado con las melodías populares, que recorría los pueblos del Valle grabando coplas, romances y nanas.


—Grabó a mi madre cantando la “Jácara de los espigadores” y a mí, recitando un romance antiguo sobre el niño perdido. Dijo que eran claves, señales. Que cada pueblo escondía una parte de algo más grande —siguió Aniceto—. Se fue dejando su cuaderno en una despensa de la Casa Zayas, entre polvo y harina.


Subieron hasta allí. El palacete dormía en ruina, pero resistía. En una alacena empotrada, Gabriel halló el cuaderno. Portada de hule negro, letra precisa, notas manuscritas.


Una página destacaba: “Tonada de los Hombres del Silencio”. Cada estrofa iba encabezada por un nombre de pueblo: Ízbor, Béznar, Pinos del Valle, Tablate…


—¿Y este niño del cementerio?


—No se sabe si murió de verdad o si lo ocultaron. Pero el canto de aquel cuaderno… —Aniceto bajó la voz— decían que podía despertarlo.


Gabriel guardó el cuaderno con reverencia. Ya no dudaba: había más que silencio entre los pueblos. Germán Tejerizo no solo había recogido canciones, sino que había dibujado un mapa de memoria viva.


—Gracias, Aniceto.


—No me des las gracias a mí —dijo el viejo—. Dáselas al que supo escuchar.


📘 Capítulo 12: Los huesos del agua (Padul)


La niebla era espesa en la laguna aquella mañana de marzo. Gabriel había llegado desde Nigüelas siguiendo las indicaciones del cuaderno de Germán Tejerizo. El nombre de Padul aparecía junto a una frase subrayada:

“Donde duerme el gigante bajo el barro”.


En la balsa del Milagro, el agua apenas se movía. Las cañas altas se mecían como péndulos viejos. Allí lo esperaba Valentín el Pozuero, un anciano de manos curtidas que había trabajado en la extracción de turba durante años.


—¿Tú también vienes buscando al niño? —preguntó con una voz ronca como la tierra húmeda.


—Busco la verdad que se enterró con él.


Valentín lo miró de reojo y le hizo una seña. Caminaron bordeando la laguna, atravesando un pequeño sendero que usaban los carboneros y pastores. Llegaron a un claro donde sobresalía una estructura olvidada: el esqueleto oxidado de una máquina de extracción.


—Aquí encontraron los huesos del mamut en el cuarenta y ocho —dijo Valentín—. Pero no te traigo por el bicho. Mira allá.


A sus pies, una tapa de hierro fundido sobresalía entre la turba. Valentín la levantó con esfuerzo. El pozo era profundo, pero apenas tenía agua.


—Aquí tiraron algo más que barro. Una noche del año cincuenta, vinieron tres hombres en un coche sin luces. Llevaban un fardo pequeño. Lo envolvieron en una manta azul. Me escondí entre los juncos. Vi cómo lo bajaban por esta cuerda y lo dejaban aquí abajo, entre los restos de madera y limo.


—¿Un cuerpo? —preguntó Gabriel, con el corazón acelerado.


—Un niño. Dormido o muerto, no lo sé. Pero uno de ellos cantaba en voz baja, como si quisiera calmarlo. Algo así como:


“Que duerma el que guarda el río,

que el barro le selle el paso…”


Gabriel reconoció los versos. Estaban en el cuaderno de Germán, anotados bajo la sección de Padul. Copla ritual. Tal vez un conjuro. Tal vez una despedida.


Valentín sacó de una bolsa de arpillera un objeto. Era una cajita de madera de nogal, envejecida, con el símbolo de una concha grabada a cuchillo. Dentro, un crucifijo envuelto en tela y un medallón oxidado: una imagen de San Sebastián.


—Esto lo encontré flotando en el pozo hace años. Me lo guardé por si un día alguien venía a preguntar —dijo el viejo.


Gabriel guardó la cajita y cerró el pozo. Sabía que la historia del niño estaba cosida con hilo fino por todos los pueblos, y que el barro de la laguna no sólo escondía restos de glaciares, sino secretos más recientes, cargados de voces, de miedos, de pactos.


—¿Valentín, por qué me lo cuentas ahora?


—Porque antes nadie escuchaba. Pero tú vienes con el cuaderno.


Y ese cuaderno, ya lo sabía Gabriel, era más que un mapa: era una llave.


📘 Capítulo 13: El tambor del mediodía (Pinos del Valle)


Cuando subió al cerro del Santo Cristo del Zapato, Gabriel sintió el pulso del mediodía como un tambor lejano que le golpeaba el pecho. Desde allí, se divisaba la extensión del Valle como un tapiz antiguo. El viento traía olor a romero y leña, y más abajo, el caserío blanco de Pinos del Valle parecía dormir.


En el camino lo esperaba Clara “la Tamborilera”, una mujer alta, enjuta, con el cabello blanco recogido en trenza. Tenía la piel cuarteada por el sol y una mirada que no esquivaba secretos.


—Aquí arriba vienen los hombres estos días a rezar —dijo Clara, mientras afinaba el parche de su tambor pequeño—. Pero también a conspirar. Creen que nadie los oye… pero el cerro escucha.


Gabriel sacó el cuaderno. Clara lo reconoció al instante.


—Germán me lo enseñó una vez. Era buen hombre. Me pidió que escribiera lo que recordaba de aquellos días… y lo hice. Pero no le di todo.


Clara lo llevó hasta la ermita del Cristo del Zapato, blanca, con el tejado a dos aguas y la campana muda. Allí, detrás del altar, retiró una losa de piedra.


—Aquí escondimos cosas cuando empezaron a llegar los camiones de Granada. Curas, guardias, inspectores de Educación… buscaban libros, papeles, hasta a niños. Uno de ellos… uno muy pequeño… lo bajaron de la sierra envuelto en mantas. Decían que era especial. Que recordaba cosas que no debía.


Gabriel contuvo la respiración.


Clara sacó un cuaderno escolar con tapas de hule azul. Dentro, había dibujos a lápiz de ojos, ríos, cruces, y un mapa rudimentario del Valle. La firma era temblorosa: Andrés M. – Año 1951.


—El niño se llamaba Andrés. Y tocaba el tambor. Con cinco años. Lo hacía para avisar cuando venían por el camino los de la Jefatura. Nadie le enseñó. Decía que el sonido estaba en él desde antes de nacer.


—¿Dónde está ahora?


—No lo sé. El tambor lo escondimos en la torre de la iglesia, y él… una noche se lo llevaron camino de Tablate. Desde entonces nadie lo vio. Sólo se oía el tambor algunas noches, en los riscos, como si la tierra recordara su eco.


Gabriel cerró el cuaderno infantil y se lo guardó en la mochila. Sabía que Andrés, el niño que unía la historia, no era un mito, sino un hilo que atravesaba el Valle desde Dúrcal hasta el último aljibe de Tablate.


—¿Por qué lo ayudasteis?


—Porque tenía miedo, pero seguía tocando. Y eso basta para no dejar que lo borren.


Gabriel bajó del cerro mientras el sol caía lento. El tambor no sonaba ya, pero en la memoria del pueblo aún retumbaba como un latido.


📘 Capítulo 14: Las semillas del maestro (Restábal)


El olor a azahar y alpechín flotaba en el aire frío de febrero. Desde la placeta de la iglesia de Restábal, podía verse el valle aún dormido. En una casa baja, junto a unos almendros en flor, vivía don Joaquín Muñoz Ruiz, de 61 años, mirada serena y con gafas, con una pluma y un cuaderno siempre al alcance de la mano.


Gabriel había llegado al pueblo con un nombre y un rumor. “Don Joaquín guarda papeles y memorias de otra España”, le dijeron en Ízbor. Había ido a buscar una historia, y encontró al maestro.


—¿Es usted Joaquín Muñoz? —preguntó el joven al llegar al porche.


—Lo soy, aunque ahora me llamen solo “el escritor del pueblo” —respondió el anciano, con una media sonrisa—. Ya no doy clases. Me apartaron hace años por tener ideas demasiado humanas, dijeron.


Gabriel le explicó su búsqueda: el niño del cuaderno, los fragmentos dispersos por los pueblos, los rastros de un maestro oculto y un mensaje por descifrar. Joaquín asintió con gravedad.


—Lo que buscas no está solo en documentos, sino en las vidas que se negaron a ser olvidadas.


Lo invitó a entrar. En una habitación fresca, ordenada, había un armario lleno de cuadernos. Sacó uno con tapas de hule negro: “Recuerdos de antaño. 1952. Notas personales”. Dentro, con una caligrafía firme, había relatos sobre la escuela republicana, la represión, la esperanza truncada… y un nombre repetido: Eusebio.


—Eusebio fue mi compañero. Un maestro valiente. Lo destinaron a Albuñuelas, pero venía a verme a menudo, escondido. Traía consigo un niño. Nadie sabía de dónde venía. Callado, como si llevara el peso de algo que no era suyo.


—¿Y qué fue de ellos?


—Una noche lo supe todo. Eusebio me dejó unas páginas, y una caja con semillas raras. Me dijo: “Cuando esta tierra sea fértil otra vez, siémbralas, Joaquín. Son para el futuro”. Luego huyeron. Creo que hacia Talará. Nunca más volvimos a verlos.


Gabriel leyó en voz baja una de las anotaciones:

“La educación es el arte de abrir las almas, no de sellarlas. Si algún día lo entienden, volverán los maestros a sus aulas con alegría.”


Era la letra de Joaquín.


Al marcharse, Gabriel miró el perfil del maestro en el umbral, rodeado de libros, cuadernos y silencio. En su rostro había una paz austera, como la de quien ha sembrado sin esperar cosecha, pero creyendo en ella.


En Restábal, el corazón de la historia latía en la palabra escrita, en la memoria viva, y en la dignidad del que nunca se rindió.


📘 Capítulo 15: El almendro de las cartas (Saleres)


La bruma matinal se colaba por los barrancos y suavizaba el perfil de Saleres, encaramado entre el monte y la vega. Era día de mercado en Restábal, pero Luis Navarro no bajó a vender almendras aquel jueves de febrero. Se quedó junto al almendro grande del Pago del Hondón, el mismo donde su tío le había dicho que, antes de la guerra, un maestro republicano dejaba cartas escondidas en un hueco del tronco.


Luis, de 27 años, era callado, robusto, con manos duras y una mirada que a veces se perdía en las montañas de Albuñuelas. No era amigo de palabras innecesarias, pero desde que un forastero —Gabriel— pasó por Restábal y dejó caer preguntas sobre un niño, un cuaderno y unos maestros desaparecidos, algo en él se removía. Su madre aún recordaba aquella época: la escuela cerrada, el cura controlando los libros, el silencio impuesto.


Esa mañana, Luis fue solo al almendro. Llevaba una navaja, no por precaución, sino para tallar una cruz en la corteza, como hacían los antiguos cuando enterraban algo. Al rascar la corteza con cuidado, encontró lo que no esperaba: una piedra lisa tapando una cavidad, y dentro… un envoltorio de tela encerada, muy viejo, atado con un cordel.


Dentro, un cuaderno pequeño. Papel amarillento. En la primera página, una escritura nerviosa, con letra de maestro:

“A quien lo encuentre: sigue el hilo. No olvides al niño. No olvides lo sembrado en silencio.”


El resto eran anotaciones pedagógicas, frases filosóficas, y nombres de pueblos: Chite, Murchas, Talará, Mondújar… En una hoja suelta, un dibujo de un almendro y una fecha: febrero de 1939.


Luis no supo qué hacer. Pero esa noche, en la cocina con su madre, sacó el cuaderno, lo puso sobre la mesa de madera, y dijo por primera vez en muchos años:


—Mamá, ¿quién era Eusebio?


Ella, que había callado toda una vida, dejó caer la cuchara sobre la cazuela. Tardó unos segundos en responder:


—Un hombre bueno. Pero en aquellos años, ser bueno era peligroso.


Luis pensó en el cuaderno, en las palabras del maestro Joaquín en Restábal, y en los nombres que se repetían en los márgenes: nombres de hombres y mujeres que no se resignaron.


La historia era más grande de lo que imaginaba.


Y allí, entre los muros humildes de Saleres, comprendió que los hilos de aquel misterio eran raíces, y que las raíces no entienden de silencio. Solo esperan brotar.


📘  Capítulo 16: Tablate


El último puente antes del olvido


En 1952, Tablate aún resistía el paso del tiempo y la despoblación, sostenido entre piedras y memoria. El viejo puente árabe, de un solo ojo y con siglos a cuestas, marcaba la entrada simbólica al Valle de Lecrín desde la Alpujarra. Por sus piedras habían transitado comerciantes, arrieros, soldados, y ahora, solo alguna cabra testaruda o el correo que pasaba cada tres días a lomos de un mulo.


En una de las casas encaladas que se arracimaban sobre la ladera vivía Abundio Ríos, un hombre delgado como un ciprés, curtido por el sol y el viento. Tenía fama de callado, pero guardaba más historias que un libro viejo. Era cantero y pastor, medio sabio y medio huraño, según quién preguntara.


Ese invierno, Abundio había encontrado algo extraño en el pozo seco del cortijo abandonado de los Larios, camino de la rambla. Lo comentó en voz baja al médico de Dúrcal cuando pasó a vacunar a los pocos niños que quedaban en Tablate. “Un cuaderno”, le dijo, “envuelto en una manta militar, con tinta ya desleída pero con nombres que no se han borrado”.


Abundio no sabía leer, pero conocía la importancia del silencio. Esa misma noche, caminó hasta Talará por la vereda oculta entre acebuches, y entregó el cuaderno al joven cura nuevo, que era de buen corazón y había defendido en misa a un jornalero acusado de robar una gallina. El sacerdote, al leer el encabezado, palideció:

“Listado de simpatizantes y colaboradores educativos de la República. Valle de Lecrín, 1936”.


Mientras tanto, Tablate seguía respirando a su ritmo antiguo, con su fuente goteando historia y su iglesia en ruinas susurrando plegarias al aire. Nadie más supo del cuaderno salvo Abundio y el cura, pero desde ese día, hombres con chaqueta gris empezaron a aparecer por el puente, observando, preguntando. Uno de ellos apuntó en una libreta: “Puente: estratégico. Ríos: sospechoso. Posible conexión con red republicana dormida”.


Pero Abundio ya no estaba. Había marchado de madrugada, dejando la puerta abierta y una piedra sobre el hogar aún tibio. Algunos dijeron que se fue a Lanjarón a trabajar en el balneario. Otros, que lo vieron camino de Ugíjar. La mayoría simplemente guardó silencio, como él lo hacía siempre.


El secreto se alejaba con cada paso suyo, pero el Valle de Lecrín empezaba a despertar de su miedo, pueblo a pueblo, palabra a palabra.

No hay comentarios:

Publicar un comentario