27 marzo 2025

Cuentos y Leyendas de MELEGÍS

 




Hola amigos, os traigo ahora una leyenda morisca nueva del Valle de Lecrín: la resistencia silenciosa, la memoria enterrada, y la belleza que no se rinde. No pertenece a ningún pueblo concreto, pero podría haberse contado en cualquier rincón de Melegís, Mondújar, Ízbor o Saleres.

 

 

La morisca de la acequia escondida

 

Mucho tiempo atrás, cuando los reyes cristianos ya habían conquistado Granada pero los moriscos aún vivían en las alquerías del Valle, había una joven llamada Aixa, hija de un maestro acequiero. Su familia había vivido allí durante generaciones, cuidando los canales que traían el agua desde la sierra hasta las huertas de limoneros y granados.

Aixa conocía cada curva del terreno, cada piedra colocada con paciencia por sus antepasados. Sabía leer el agua como otros leen los libros. Su padre decía que si alguna vez la guerra volvía, el que supiera guardar el agua guardaría la vida.

Y la guerra volvió. Comenzaron las revueltas, y los moriscos fueron perseguidos. La familia de Aixa fue capturada una noche, y ella escapó por una acequia seca, siguiendo un canal secreto que solo ella conocía, excavado siglos atrás y cubierto por zarzas. Se escondió en una pequeña cueva cerca de un almendro torcido, y desde allí, durante semanas, abrió y cerró compuertas en secreto, desviando el agua a las casas donde aún quedaban moriscos ocultos.

Cuando ya no pudo más, escribió un mensaje en un paño de lino y lo dejó en una piedra, dentro de la acequia, envuelto en barro. Decía:

“Donde fluye el agua en silencio,

aún vive el nombre de los que no se rindieron.”

Luego desapareció. Nadie la volvió a ver. Algunos dicen que huyó hacia la Alpujarra. Otros, que se convirtió en agua.

Pero desde entonces, en ciertos días del año, cuando baja la nieve derretida por las acequias más antiguas del valle, el agua suena como un canto leve, casi humano, y en algunas huertas, el romero florece sin que nadie lo plante.

Y hay quienes, al limpiar los canales en primavera, encuentran telas enterradas, pequeñas piedras marcadas, o trapos con bordados antiguos. Como si Aixa siguiera allí, escondida en la corriente, cuidando que no se apague la memoria.

 

 

La Leyenda de la Dama de la Almazara de Melegís

 

Cuenta la leyenda que, hace muchos siglos, en las montañas que rodean Melegís, vivía una joven llamada Isabela. Era conocida en el pueblo no solo por su gran belleza, sino por su bondad y su dedicación a la almazara familiar, donde se producían algunos de los aceites más finos de la región. Su familia había sido propietaria de la almazara durante generaciones, y ella había aprendido desde pequeña todos los secretos del aceite de oliva, cuidando con esmero cada oliva que recogían de los olivos.

En aquellos tiempos, el aceite de oliva no solo era una fuente de riqueza, sino también un símbolo de prosperidad y fuerza. Se decía que el aceite producido en Melegís, gracias al cuidado de las manos de Isabela, tenía propiedades especiales, una suavidad y un sabor único que lo hacían muy deseado en toda la comarca.

Una tarde de verano, mientras Isabela caminaba por el olivar, escuchó un sonido extraño que venía de entre los árboles. Al acercarse, vio a un joven hombre herido, aparentemente caído de un caballo. Su rostro estaba cubierto de polvo, pero sus ojos brillaban con una intensidad que ella jamás había visto. Se acercó con cautela y, sin pensarlo, le ofreció agua de su cantimplora.

El joven le agradeció en voz baja y le pidió que lo ayudara a regresar a su hogar. Sin embargo, antes de marcharse, le hizo una promesa. "Te devolveré el favor, y más, si algún día me necesitas", dijo, antes de partir con su caballo hacia las montañas.

Isabela nunca imaginó que esa breve interacción cambiaría su vida. En los meses siguientes, la joven no dejaba de pensar en el misterioso hombre. Sin embargo, pasaron las estaciones, y su vida siguió con la misma rutina, cuidando la almazara, hasta que una noche, el pueblo fue azotado por una terrible tormenta. Durante esa tormenta, el río que atravesaba Melegís creció desmesuradamente, y las aguas comenzaron a inundar las tierras agrícolas y la almazara.

Desesperada, Isabela intentó salvar los olivares y las máquinas de la almazara, pero las aguas seguían subiendo, amenazando con destruirlo todo. Fue entonces cuando, en medio de la tormenta, el joven apareció de nuevo, montado en su caballo. Sin mediar palabra, comenzó a ayudarla, guiando a los trabajadores a salvar los olivares y los depósitos de aceite.

Al amanecer, cuando la tormenta pasó, la almazara había sobrevivido y el agua comenzó a retirarse. Isabela, agradecida, le preguntó al joven cómo había llegado allí, y él, con una sonrisa enigmática, le respondió: "Como te prometí, siempre estaré cuando me necesites. Pero ahora debo irme."

Antes de irse, el joven le dejó una caja de madera tallada, con un aceite de oliva que brillaba como el sol. "Este aceite es especial", le dijo. "Tienes que usarlo solo cuando tu corazón te lo diga."

A partir de ese día, la joven utilizó ese aceite de manera especial, y cada vez que lo hacía, la almazara producía un aceite aún más fino y valioso que antes. Sin embargo, lo que más sorprendió a todos fue que el aceite parecía tener un brillo dorado en la luz del sol, como si de alguna manera contuviera la esencia de la tierra, del río y del propio espíritu protector del joven.

Años después, Isabela nunca volvió a ver al misterioso joven, pero siempre creyó que él había sido un ser mágico, enviado para proteger su almazara y el pueblo. Se decía que él era el espíritu del río Torrente, siempre dispuesto a ayudar a aquellos que respetaban la naturaleza y la tierra.

Hoy en día, en Melegís, algunos ancianos aseguran que, en las noches de tormenta, se puede ver una figura misteriosa caminando entre los olivos, ayudando a quienes cuidan la tierra con amor. Y, si alguien se acerca al río en un momento de necesidad, a veces el agua parece brillar con un destello dorado, como un recordatorio del espíritu protector del joven.

 

 

 

La carta sin remitente

 

Aparecen sin previo aviso.

Dobladitas con cuidado, escritas con pluma negra y letra antigua, a veces en papeles florentinos, otras en hojas recicladas.

No llevan dirección, ni sello, ni nombre del que la envía.

Pero sí una cosa:

siempre llegan justo cuando alguien más la necesita.

Se les llama “las cartas sin remitente”, y los mayores del Valle aseguran que han existido desde hace generaciones.

No son mágicas porque cambien la realidad… sino porque la acarician.

Una vez, a una mujer de Melegís que había perdido a su hijo y no quería salir de casa, le dejaron una carta en el alféizar.

Solo decía:

“Hay dolores que no se curan,

pero sí pueden florecer.

Sal y riega algo. Aunque sea el aire.”

Ese mismo día, la mujer salió al patio y empezó a cuidar las macetas secas.

Y no volvió a encerrarse.

A un joven de Nigüelas, que no sabía si marcharse o quedarse, la encontró en el bolsillo de una chaqueta que no era suya.

La nota solo decía:

“Irse también es un acto de amor.

Y quedarse, otro.

Elige sin miedo.”

Y eligió.

Las cartas no siempre son largas, ni poéticas.

A veces solo son frases sueltas, garabateadas.

O una línea:

*“Sí.”

*“Ya casi.”

“No es tu culpa.”

Lo curioso es que nadie ha visto nunca a quien las deja.

Ni se sabe de dónde vienen.

Algunos creen que las escriben los que ya se fueron.

Otros, que las escribe el propio pueblo, cuando alguien necesita oír lo que no se atreve a pedir.

Pero todos coinciden en algo:

Si alguna vez recibes una carta sin remitente…

no la busques.

No la expliques.

Solo guárdala.

Porque será para ti,

y para nadie más.

 

 

 

 

El sendero que desaparece (entre Melegís y Restábal)

 

Hay un camino antiguo, poco transitado, que serpentea entre los naranjos, más allá de los bancales y los muros viejos. Une Melegís con Restábal, pero no es el que todo el mundo usa.

Este sendero no está en los mapas.

Ni siempre está en el mismo sitio.

Por eso lo llaman “el sendero que aparece solo si lo necesitas.”

La historia la cuentan los pastores mayores y algunos ciclistas que juran haberlo visto cuando estaban perdidos, cansados o tristes.

Y siempre empieza igual:

—“Me metí por una vereda que no recordaba, y de pronto todo cambió…”

El aire se vuelve más fresco. Los árboles más altos. El silencio más redondo.

Y entonces, lo ves: un camino estrecho de tierra suave, como recién barrida, que huele a romero y hierba buena.

Al caminarlo, uno empieza a recordar cosas que creía olvidadas: la voz de un abuelo, una canción de infancia, el olor del pan en casa.

Y cuando menos lo esperas… ya has llegado.

Pero al mirar atrás, el sendero ya no está.

Una mujer de Melegís lo tomó una vez cuando venía llorando desde Restábal.

Dijo que, al cruzarlo, oyó una voz muy parecida a la de su madre, ya fallecida, que le decía:

“Ya está bien. Suéltalo.”

Y al salir, supo lo que tenía que hacer.

Un niño encontró el sendero cuando se había perdido volviendo del campo.

Dijo que una cabra lo guió hasta la salida, y que tenía la misma mancha que una cabra suya que había muerto hacía dos años.

El sendero no aparece por gusto. Ni por capricho.

Solo se muestra a quien necesita cerrar algo.

Perdonar. Decidir. Volver.

Y cuando lo hace…

el Valle se vuelve mágico por unos pasos.

Y el mundo se alinea solo para ti.

 

 

La Leyenda de la Campana Pérdida de Melegís

 

Cuenta la tradición que, hace siglos, en la iglesia de Melegís había una campana especial, forjada con metales traídos de la mismísima Alhambra de Granada. Se decía que su sonido era tan puro y potente que podía escucharse desde los pueblos vecinos, anunciando misas, festividades y hasta peligros inminentes.

Sin embargo, en tiempos de guerra y saqueos, la campana desapareció misteriosamente. Algunos dicen que fue robada por soldados cristianos tras la reconquista, otros creen que fueron los propios habitantes quienes la escondieron para evitar que cayera en manos enemigas. Hay quienes sostienen que la campana fue arrojada al río, cerca del pueblo, para evitar que fuera fundida y convertida en cañones.

Lo más extraño de la historia es que, aunque la campana nunca ha sido encontrada, hay noches en las que algunos aseguran escuchar su repique fantasmagórico, resonando en la brisa que recorre Melegís. Dicen que su tañido se escucha especialmente en las madrugadas de niebla densa o en las noches de tormenta, como si intentara llamar a los habitantes del pueblo para que la encuentren y la devuelvan a su lugar original.

Los más ancianos del pueblo creen que aquel que logre encontrar la campana y devolverla a la iglesia será bendecido con prosperidad, pero advierten que también hay una maldición: si alguien la encuentra con malas intenciones, la campana desaparecerá nuevamente y su maldición caerá sobre el ladrón.

Hasta el día de hoy, algunos vecinos siguen buscando la campana perdida de Melegís, explorando las riberas del río y las cuevas cercanas con la esperanza de descubrir el secreto que ha permanecido oculto durante siglos.

 

 

 

El espejo del lavadero de la Fuente

(Leyenda de Melegís)

 

En la calle La Fuente de Melegís, donde aún mana el agua fresca de los tres caños que nunca se han secado, hay un lavadero que ha visto pasar generaciones. Allí, entre piedra y corriente, se lavaban sábanas, se contaban penas, se cantaban coplas… y una vez, dicen, se vio algo imposible.

Fue en primavera, cuando el azahar perfuma hasta las aceras y las acequias suenan más claras. Una mañana, una vecina bajó al lavadero temprano, sola. En la primera poza, donde el agua cae desde los tres caños, vio algo brillante en el fondo, como una moneda o una joya. Al agacharse, descubrió que no era ni una cosa ni la otra: era un pequeño espejo redondo, del tamaño de una naranja, apoyado sobre la piedra.

No era de cristal moderno, ni de marco elegante. Parecía hecho de agua quieta. La mujer lo recogió, lo limpió… y al mirarse, no vio su cara. Vio una escena: ella misma de niña, sentada junto a su madre, lavando ropa en esa misma poza, en una mañana igual de fresca.

Asustada, lo dejó donde estaba. Pero volvió al día siguiente. Y al otro. Y al otro.

El rumor corrió por el pueblo, aunque nadie lo decía en voz alta. Una tras otra, algunas mujeres bajaban a lavar y, si estaban solas, buscaban el espejo en la primera poza. Siempre lo encontraban, siempre mostraba un recuerdo distinto, siempre suave, sin palabras… pero lleno de algo que no se olvida.

Pasados unos días, el espejo desapareció. Nadie lo vio irse. Solo quedó el agua clara, corriendo como siempre hacia la poza grande, más profunda.

Desde entonces, hay quien asegura que si bajas al lavadero al amanecer, cuando el pueblo aún duerme y los caños cantan sin prisa, el agua te devuelve una imagen fugaz de lo que más añoras.

Y si alguna vez, al lavar, ves un destello que no parece del sol…

No te asustes. A veces, el agua también guarda los recuerdos que no queremos perder.

 

 

El espejo del lavadero

Versión poética

 

En la calle de la Fuente,

donde el agua nunca miente,

tres caños cuentan secretos

que solo el alba comprende.

Cae el agua en la primera

poza clara y cantarina,

donde antaño mil canciones

se lavaban con fatiga.

Una mañana cualquiera,

sin un nombre, sin testigo,

apareció entre las piedras

un pequeño espejo antiguo.

No tenía marco de plata

ni cristal de fantasía,

era como si el arroyo

se hiciera luz y poesía.

Una mujer lo miró

y no vio su piel cansada,

sino a ella misma de niña

con su madre, ilusionada.

Vio la ropa, vio la risa,

el jaboncillo flotando,

y un pedazo de su vida

que creía estar olvidando.

Luego el espejo se fue,

como vino, sin sonido.

Solo el agua lo recuerda

y lo guarda en su latido.

Dicen que si vas temprano,

cuando el pueblo aún no respira,

y te mojas las dos manos

sin apuro, sin mentira,

puede que en la poza chica

veas algo relucir...

y quizás por un instante,

el pasado te sonría.

 

 

La historia del Olmo Centenario de Melegís

 

En el corazón de Melegís, junto a la iglesia parroquial, se alza un gran olmo, cuya sombra ha dado cobijo a generaciones. Este olmo centenario, uno de los más antiguos del Valle de Lecrín, no solo es un símbolo natural del pueblo, sino también testigo silencioso de muchos acontecimientos históricos.

Se plantó, según la tradición local, en torno al siglo XVI, cuando la zona se recuperaba de una epidemia. El árbol fue plantado como símbolo de vida, salud y protección para el pueblo, y pronto se convirtió en lugar de encuentro: allí se reunían los vecinos tras la misa, se anunciaban bodas, se celebraban acuerdos y también se despedía a los que partían.

Durante la Guerra Civil Española (1936–1939), el olmo fue testigo de momentos difíciles. En la plaza donde se encuentra, hubo registros, detenciones y miedo. Se dice que un vecino del pueblo, escondido en la iglesia, logró salvar la vida gracias a la intervención de otro lugareño que, con el sonido de una campana, avisó del peligro. El olmo, mudo testigo, siguió en pie.

Con el paso del tiempo, el árbol se convirtió en parte de la identidad del pueblo. Incluso cuando, como tantos otros olmos españoles, enfermó por la grafiosis, los vecinos hicieron todo lo posible por salvarlo. Hoy, aunque el tronco está hueco y sus ramas ya no son tan frondosas como antes, el Olmo de Melegís sigue en pie, símbolo de la memoria, la resistencia y la vida comunitaria.

 

 

La niña que hablaba con los limoneros

 

Entre Melegís y Restábal, en un cortijo blanco rodeado de árboles frutales, vivía una niña llamada Clara. Su madre decía que había nacido con “el don del agua”, porque desde pequeña tenía la costumbre de ir sola por las acequias, tocando el agua con los dedos y hablando con los árboles como si entendieran.

Pero no hablaba con cualquiera: solo con los limoneros.

Cada mañana, Clara paseaba descalza entre los árboles y les susurraba cosas como “buenos días, amarillo” o “qué tal dormiste, ramita torcida”. Decía que algunos le respondían con el movimiento de una hoja, otros con un zumo más dulce, y que uno en particular, el más viejo, “le contaba secretos del tiempo”.

Los vecinos la observaban con una mezcla de ternura y rareza. Algunos pensaban que se inventaba las cosas, otros que tenía una imaginación prodigiosa. Pero un año, cuando una helada repentina amenazó con arruinar toda la cosecha del valle, fue Clara la única que notó el cambio en el aire, incluso antes de que el cielo se oscureciera.

Dijo que los limoneros “le estaban gritando de frío”. Convenció a su madre y a varios vecinos de cubrir los árboles con mantas, sacos y hasta sábanas viejas. Al día siguiente, cuando amaneció con escarcha sobre los campos, los limoneros de Clara eran los únicos que seguían en flor.

Desde entonces, nadie dudó más de ella. Los mayores decían que no hablaba con los árboles: los escuchaba.

Hoy, se cuenta que si caminas entre limoneros en flor, al caer la tarde, y te detienes con el corazón tranquilo, puedes escuchar un leve susurro entre hojas, como si los árboles aún recordaran a la niña que los llamaba por su nombre.

 

 

La Leyenda del Moro Encantado de Melegís

 

Se cuenta que en la época de la Reconquista, cuando los musulmanes fueron expulsados del Reino de Granada, un poderoso señor moro llamado Ibn Al-Walid se negó a abandonar Melegís. En lugar de huir, decidió esconderse en una cueva secreta situada en los alrededores del pueblo, junto con su tesoro: cofres llenos de monedas de oro, joyas y pergaminos con conocimientos ancestrales.

Sin embargo, para proteger su riqueza de intrusos, Ibn Al-Walid realizó un hechizo antes de morir, condenándose a sí mismo a permanecer como un espíritu guardián del tesoro hasta que alguien digno pudiera reclamarlo. Desde entonces, la leyenda dice que en las noches de luna llena, algunos pastores y viajeros han visto la figura de un hombre alto, vestido con ropajes antiguos y un turbante dorado, caminando por los alrededores de Melegís, especialmente cerca de de las acequias que riegan el pueblo.

Se dice que quien logre ver al moro encantado y pronuncie las palabras correctas —que solo los elegidos conocerán— podrá romper el hechizo y reclamar el tesoro oculto. Sin embargo, aquellos que lo busquen con codicia o malas intenciones serán perseguidos por extrañas sombras y sufrirán desgracias hasta el fin de sus días.

Algunos ancianos de Melegís aseguran que, cuando el viento sopla fuerte en la sierra, pueden escucharse susurros en árabe entre las hojas de los árboles, como si Ibn Al-Walid aún velara por su tesoro y por su antiguo hogar.

Esta leyenda ha sido transmitida de generación en generación, alimentando el misterio sobre posibles tesoros ocultos en Melegís y la presencia de espíritus del pasado que aún habitan el pueblo.

 

 

La Leyenda de la Cueva de los Suspiros

 

En las montañas cercanas a Melegís, en un paraje solitario donde la naturaleza parece esconder secretos, existe una cueva conocida por los lugareños como la Cueva de los Suspiros. Desde tiempos inmemoriales, se dice que de su interior brotan sonidos extraños, como lamentos suaves que se mezclan con el eco del viento.

La leyenda cuenta que, durante la rebelión de los moriscos en el siglo XVI, un grupo de musulmanes que se negaba a rendirse buscó refugio en aquella cueva. Entre ellos, había una joven llamada Aixa, hija de un noble granadino, quien había sido separada de su familia en medio de la guerra. Su amado, un joven morisco llamado Tariq, juró protegerla y prometió que escaparían juntos hacia tierras seguras.

Sin embargo, su plan fue descubierto por las tropas cristianas, que asediaron la cueva durante días. Sin comida ni agua, los refugiados comenzaron a caer uno a uno. Aixa y Tariq, al verse sin escapatoria, decidieron permanecer juntos hasta el final. Se dice que, en su último aliento, Aixa suspiró el nombre de Tariq y él el de Aixa, quedando sus voces atrapadas en las paredes de la cueva.

Desde entonces, los pastores y aventureros que se acercan al lugar afirman que, si se guarda silencio absoluto dentro de la cueva, aún pueden escucharse los suspiros de los amantes, como si sus almas siguieran vagando en la penumbra, buscando reencontrarse en la eternidad.

Algunos aseguran que, en noches de luna llena, una luz tenue brilla en la entrada de la cueva, y aquellos que se atreven a entrar sienten una brisa fría, como si fueran acariciados por las almas de Aixa y Tariq.

Esta leyenda ha hecho que muchos curiosos visiten la cueva en busca de respuestas, aunque pocos se atreven a quedarse allí por mucho tiempo. En Melegís y sus alrededores, la Cueva de los Suspiros sigue siendo un lugar envuelto en misterio, donde la historia y el romance se mezclan con el eco del pasado.

 

 

 

La Leyenda de la Dama del Agua

 

Cuenta la tradición que hace siglos, en la época de la dominación musulmana, existía en Melegís una hermosa joven mora llamada Zaira, hija de un importante señor de la región. Zaira era conocida no solo por su belleza, sino también por su profunda tristeza, ya que estaba prometida en matrimonio con un hombre al que no amaba. Sin embargo, su corazón ya pertenecía a un humilde agricultor cristiano, un joven llamado Martín, con quien solía encontrarse en secreto junto a la acequia que rodea el pueblo.

Cuando su padre descubrió la relación prohibida, enfurecido, ordenó apresar a Martín y lo condenó a muerte. Desesperada, Zaira corrió hasta la fuente donde solían encontrarse y rogó a los dioses que la convirtieran en agua para poder escapar de su destino y estar siempre cerca de su amado. Se dice que en el momento en que sus lágrimas tocaron la acequia, la tierra tembló y la joven desapareció entre las aguas.

Desde entonces, los habitantes de Melegís aseguran que, en noches de luna llena, puede verse el reflejo de una mujer de largos cabellos en las aguas de las acequias del pueblo. Dicen que es el espíritu de Zaira, la Dama del Agua, que sigue esperando a su amado y protegiendo la pureza de los manantiales que dan vida a Melegís.

Algunos ancianos del pueblo cuentan que, si un joven soltero se acerca a la fuente en una noche serena y escucha con atención, podrá oír el susurro de su lamento y, si tiene el corazón noble, quizás reciba la bendición de la Dama del Agua, asegurándole amor y fortuna.

Esta leyenda es una muestra del profundo vínculo de Melegís con el agua, sus fuentes y acequias, y cómo la historia y la fantasía se entrelazan en la memoria de sus habitantes.

 

 

 

Leyenda EL OLMO DE MELEGÍS:

 

El Olmo de Melegís tiene su propia leyenda, una que forma parte de las historias locales del pueblo. Se dice que el olmo centenario que se encuentra en la plaza de la iglesia, frente a la entrada principal, es un árbol que ha sido testigo de muchos eventos importantes a lo largo de los siglos.

La leyenda cuenta que, en tiempos antiguos, este olmo fue plantado por un misterioso ermitaño que vivió en las montañas cercanas.

El ermitaño, conocido por su sabiduría y conexión con la naturaleza, tenía la capacidad de comunicarse con los árboles y las plantas. Un día, tras una larga sequía que amenazaba las cosechas y la vida del pueblo, el ermitaño plantó un olmo en un punto estratégico, cerca de la iglesia, como un símbolo de esperanza y protección para la comunidad. Se decía que el árbol no solo representaba la vida y la fertilidad, sino que también poseía poderes curativos y protectores.

Con el paso de los años, se creía que el olmo podía sanar a los enfermos que se acercaban a él en busca de alivio, especialmente aquellos con dolencias relacionadas con la tristeza o la desesperanza. Muchos aseguraban que, al tocar su corteza, sentían una paz inexplicable y, algunos, incluso aseguraban haber experimentado milagros.

El olmo de Melegís es considerado un símbolo de resistencia, ya que ha perdurado durante generaciones y ha resistido las adversidades, como las guerras, las enfermedades y el paso del tiempo. Hoy en día, sigue siendo un punto de referencia para los habitantes del pueblo, que lo veneran como un protector que vela por la comunidad.

Es una leyenda que se transmite de generación en generación, y el olmo sigue siendo un lugar especial para los melegileños, cargado de misterio y respeto.

Una de las variantes más intrigantes de la leyenda del Olmo de Melegís habla sobre un tesoro escondido en sus raíces. Esta versión de la leyenda es muy conocida en el pueblo y ha alimentado la imaginación de muchos durante generaciones.

Según esta versión, el ermitaño que plantó el olmo no solo lo hizo como símbolo de esperanza y protección, sino también como guardián de un tesoro oculto. Se cuenta que, durante la ocupación musulmana, un valioso cargamento de oro y joyas fue escondido en algún lugar del Valle de Lecrín para evitar que cayera en manos enemigas. Este tesoro, según la leyenda, fue enterrado cerca de la iglesia de Melegís, en un punto justo donde el olmo fue plantado.

El ermitaño, que conocía los secretos de la zona, decidió plantar el olmo sobre el lugar exacto donde se encontraba el tesoro, de manera que el árbol sería el guardián del oro. A lo largo de los siglos, muchos han intentado encontrar el tesoro, cavando cerca del árbol o buscando pistas en las raíces del olmo, pero según la leyenda, el tesoro permanece oculto, protegido por la fuerza mística del árbol.

Algunos dicen que el tesoro solo podrá ser encontrado por una persona con un corazón puro y una buena intención, ya que el olmo no permitirá que caiga en manos codiciosas. Otros aseguran que el tesoro solo será revelado en tiempos de gran necesidad para el pueblo, como una especie de bendición divina.

Aunque no hay evidencia de que el tesoro realmente exista, la leyenda ha perdurado y sigue siendo una parte fascinante del folklore de Melegís, añadiendo un aire de misterio a la figura del olmo centenario que se alza en la plaza del pueblo. Sin duda, este mito ha alimentado el interés por el olmo y ha atraído a muchos curiosos con la esperanza de descubrir algo más que un simple árbol.

 

 

 


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