(El olmo de Melegís, ese árbol que ha sido testigo de siglos de historia y que hoy, enfermo y herido, sigue sosteniendo la memoria del pueblo. El siguiente relato recoge el presente, la preocupación real que siente el pueblo.)
“Los últimos brotes del Olmo”
El olmo ya no está como antes. Sus ramas, que antes cubrían media plaza, ahora están llenas de huecos, de cortes, de silencios. Algunas hojas amarillean antes de tiempo. Otras no llegan a salir. Hay grietas en su tronco, cicatrices viejas y nuevas, y una tristeza callada que se nota más entre los que lo han visto en sus mejores años.
Dicen que fue la grafiosis, la enfermedad que ha matado a tantos olmos en toda Europa. Otros hablan de la sequía, de los cambios en el agua, de las podas necesarias pero dolorosas. El Ayuntamiento lo ha intentado todo: tratamientos, expertos, informes, podas controladas... pero el árbol sigue cediendo. Como un anciano que, tras vivir demasiado, empieza a apagarse despacio, sin querer hacer ruido.
Y sin embargo, nadie en Melegís puede imaginar la plaza sin él.
Los mayores lo miran con los ojos de quien despide a un viejo amigo. Los niños aún juegan bajo su sombra, aunque ya no cubre tanto. Los visitantes le hacen fotos sin saber su historia, pero los del pueblo... los del pueblo lo sienten como un padre, como una raíz viva.
Se han contado muchas cosas del olmo. Que fue plantado cuando se construyó la iglesia, que su sombra protegió a generaciones enteras, que bajo él se casaron, rezaron, cantaron, velaron y soñaron los de siempre. Algunos aún dicen que sus raíces guardan secretos antiguos, nombres olvidados, versos de otras lenguas. Otros creen que es solo un árbol... pero no lo dicen muy alto.
Hace poco, una niña del pueblo —la nieta de una de las mujeres que lavaban en la fuente— le escribió una carta al olmo. La dejó en una cajita a sus pies:
"No te mueras, por favor. No hay otro como tú. Yo quiero que estés cuando sea mayor, para contárselo a mis hijos. Te vamos a cuidar. Te lo prometo."
Nadie le dijo que lo hiciera. Nadie se lo enseñó. Pero lo hizo. Porque el olmo no es solo un árbol. Es el pulso verde de Melegís, el que une los cuentos del abuelo con las fotos del móvil. El que ha visto partir a los jornaleros, a los emigrantes, a los que se fueron y a los que aún vuelven. El que escucha sin hablar y abraza sin moverse.
Y aunque se esté secando, aunque ya no tenga la fuerza de antes, su alma sigue viva. Está en las manos que lo han tocado, en los bancos bajo su sombra, en las canciones de las fiestas, en la voz del viento que lo cruza.
Quizá se derrumbe. Quizá no. Pero el pueblo, en su memoria, nunca lo dejará caer del todo.
Y quién sabe… a lo mejor, en primavera, le brotan unas hojas nuevas. Solo unas pocas. Y con eso basta.

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