Hola amigos, os traigo hoy una leyenda morisca, situada esta vez en Mondújar, uno de los pueblos del Valle de Lecrín con más huella árabe en su historia. Mondújar fue tierra de moriscos y también lugar estratégico por su cercanía al castillo y a la antigua ruta hacia la Alpujarra.
Esta leyenda tiene misterio, amor prohibido y un secreto escondido entre la cal y la piedra.
La ventana cerrada de Mondújar
En los días de la expulsión morisca, cuando las casas del valle comenzaban a cerrarse a la fuerza, en Mondújar vivía una joven llamada Zahara, hija de un alfarero morisco que tenía su taller justo a los pies del castillo viejo.
Zahara no hablaba mucho, pero sus ojos lo decían todo. Cada tarde subía a una pequeña ventana escondida entre las casas, orientada al oeste, y desde allí esperaba a ver pasar a Yusuf, un joven cristiano nuevo en el pueblo, que había llegado con los suyos para ocupar tierras entregadas tras la guerra.
Sus miradas se cruzaban en silencio, día tras día, hasta que una noche de luna, él le dejó una rosa seca entre las rendijas de la ventana. Nadie lo supo, salvo el aire.
Pero la tensión en el valle crecía. A los moriscos se les prohibía hablar su lengua, usar su ropa, salir de noche. Y pronto llegaron las órdenes de expulsión.
La familia de Zahara, como tantas, preparó su marcha. Pero la joven, la noche antes de partir, escondió una pequeña vasija de barro, dentro de la cual guardaba una nota escrita en aljamiado (castellano con letras árabes), con solo una frase:
“Volveré cuando esta ventana vuelva a abrirse.”
La escondió en el alféizar de piedra, sellada con arcilla, y se marchó. Nadie supo más de ella.
Los siglos pasaron. La casa fue habitada, reformada, vendida… pero esa ventana nunca se abrió. Estaba bien hecha, sólida, sin acceso desde dentro. Quienes vivían allí decían que les daba respeto tocarla. Que allí, el aire era más frío. Que los pájaros no se posaban.
Hace unos años, durante una obra, un albañil quitó parte del yeso antiguo y descubrió la vasija sellada. Nadie entendió el mensaje, pero el maestro de obras, al ver el trazo fino de las letras, ordenó dejarlo todo tal como estaba.
Y la ventana sigue ahí. Cerrada.
Pero si subes por las callejuelas de Mondújar, y el sol cae por el lado del castillo, verás esa piedra más oscura, esa sombra suave que parece tener forma de rostro.
Y puede que oigas —si estás en silencio—
una respiración leve desde dentro.
Como si alguien aún esperara.
FIN
Ahora la versión poética:
La ventana de Zahara
(Poema morisco de Mondújar)
En Mondújar, bajo el cielo
que el castillo aún vigila,
hay una vieja ventana
que ni el sol toca ni brilla.
Está sellada en la cal
como promesa dormida,
y quien pasa no la mira,
pero el aire sí la cuida.
Dicen que Zahara, mora,
de mirada recogida,
amaba a un joven cristiano
sin palabra compartida.
Solo gestos, solo rosas
dejadas entre rendijas,
y un silencio que crecía
como sombra entre las vigas.
La expulsión cayó de golpe
como lluvia repentina,
y Zahara, sin lamento,
selló el alma en una esquina.
Guardó un papel con su mano,
en letras casi perdidas:
“Volveré cuando esta piedra
abra de nuevo la herida.”
Selló el mensaje en arcilla,
en vasija de alfarero,
y la escondió en la ventana
como quien entierra un sueño.
Hoy la casa sigue en pie,
pero esa piedra no cede.
Ni el martillo la conmueve,
ni la escarcha la remueve.
Y si subes en silencio
cuando el día se termina,
podrás oír —muy bajito—
una voz que aún la vigila.
No es viento. No es golondrina.
Es Zahara… que respira.
El cencerro de
cobre
Hace muchos años, en los campos entre Mondújar y Talará,
vivía un burro viejo llamado Algarrobo. Había servido durante décadas a su
dueño, Don Elías, un hombre ya mayor, que lo trataba con respeto, sin látigos
ni gritos, solo con la voz y la sombra del sombrero.
Algarrobo era especial. No era rápido ni elegante, pero
tenía algo que nadie en el valle sabía explicar: nunca se perdía. Podía caminar
de noche por senderos de piedra, encontrar acequias secas bajo la tierra, y
siempre sabía cuándo iba a llover. Era como si llevara una brújula en el alma.
Un día, Don Elías enfermó, y llamó a su nieto, un muchacho
algo incrédulo llamado Mateo. Le dijo:
—Cuídalo. Y nunca le quites el cencerro de cobre.
El cencerro era pequeño, redondo, antiguo. Cuando sonaba,
tenía un timbre suave, distinto a todos los demás del valle. Algunos decían que
estaba hecho con un trozo de campana de iglesia; otros, que lo había traído un
comerciante árabe siglos atrás.
Mateo, joven y sin paciencia, no creía en supersticiones.
Una tarde, lo quitó. “Pesa demasiado”, dijo. Y al día siguiente, Algarrobo
desapareció.
Lo buscaron por los barrancos, las eras, las huertas. Nada.
Solo encontraron el cencerro colgado en la rama de un almendro seco, como si
alguien lo hubiese dejado allí a propósito.
Desde aquel día, cuando sopla viento del norte en las
colinas de Mondújar, los vecinos aseguran que se oye un cencerro suave en la
distancia, aunque no haya rebaños ni bestias cerca. Y dicen que si alguna vez
un burro viejo aparece en tu puerta, mirando en silencio, devuélvele el
cencerro sin preguntar nada.
Porque en el Valle de Lecrín, hasta los animales tienen
memoria.
Y algunos, como Algarrobo, no se dejan olvidar.
Mondújar y el último sueño de la Reina Mora
En lo alto del cerro de Mondújar se levantan las ruinas de una antigua fortaleza que, aunque hoy está en silencio, fue testigo de un momento clave en la historia de al-Ándalus. Allí estuvo, según cuentan las crónicas, la reina Aixa, madre de Boabdil, el último sultán de Granada.
Tras la caída de la ciudad de Granada en 1492, Aixa fue llevada a Mondújar, lejos del ruido de la Alhambra y del dolor de la derrota. El lugar se convirtió en su exilio dorado, una especie de prisión discreta entre limoneros y almendros. Dicen que no se lamentaba por la pérdida del reino, sino por la traición de su hijo y el fin del mundo que conocía.
Durante sus últimos años, Aixa salía a pasear cada mañana por los bancales que rodeaban la fortaleza, mirando hacia Sierra Nevada. Mandó construir una pequeña fuente en el interior del castillo para recordar el sonido del agua de la Alhambra, y allí se sentaba cada día al amanecer, en silencio.
Una leyenda local asegura que, la noche antes de morir, soñó que volaba sobre el Valle de Lecrín cubierto de flores blancas, y que su alma se disolvía en el aire como una brisa suave. Al día siguiente, la encontraron serena junto a la fuente, como dormida. Desde entonces, los vecinos dicen que, cuando florecen los almendros en Mondújar, es la reina mora quien vuelve a recorrer su castillo por última vez.
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