27 marzo 2025

Cuentos y Leyendas de Murchas

 



Leyenda: El secreto del campanario (Murchas)

 

En Murchas, la torre de la iglesia se alza firme, visible desde casi cualquier rincón del pueblo. Con su cruz, su reloj, y su campana antigua que marca las horas… y una sola que nadie ve tocar.

Porque hay una historia que pocos conocen:

cada año, en la madrugada del 1 de enero, a las tres en punto, la campana suena una sola vez… aunque nadie la mueva.

No es el reloj.

Ni el viento.

Ni error del metal.

Es, según los viejos del lugar, el alma de Amalia, que aún cuida del pueblo cuando el frío más aprieta.

Amalia fue una joven que vivió en Murchas muchos años atrás. Huérfana desde niña, subía cada noche al campanario con su linterna de aceite para asegurarse de que todo estuviera en calma. La gente la quería por su dulzura y porque, cuando alguien estaba triste o asustado, ella se acercaba con su voz baja y le decía:

“No temas. La campana cuida de ti.”

Una madrugada del 1 de enero, con el cielo encapotado y la escarcha cubriendo los tejados, Amalia subió una vez más.

Esa noche, una chispa encendió fuego en una casa del barrio bajo.

Y justo antes de que las llamas se extendieran, la campana del campanario sonó. Una sola vez. A las tres en punto.

Todos despertaron.

Se evitó la tragedia.

Y en lo alto de la torre, solo quedó su linterna encendida…

y un lazo de lana colgado del badajo.

Desde entonces, cada víspera del día de la Virgen de los Desamparados, justo a las tres de la madrugada del 1 de enero, la campana vuelve a sonar sola. Siempre una vez.

Y solo una.

No hay cuerda.

No hay viento.

No hay nadie en la torre.

Pero todos en Murchas lo saben:

es Amalia, que vuelve cada año

para recordar su promesa,

y para que nunca nadie se sienta solo…

ni siquiera en mitad de la noche.

 

 

 

La Leyenda de las Almas del Río Lecrín

 

Hace muchos años, en los días cuando el río Lecrín era aún un agua cristalina que corría alegre por todo el valle, se decía que cada gota contenía un alma perdida, una historia que aún no había encontrado su final. Los habitantes de Murchas hablaban en susurros de una criatura misteriosa que habitaba en las profundidades del río: el Guardián del Río, un ser invisible que protegía las aguas y las almas que en ellas descansaban.

Nadie había visto jamás al Guardián, pero todos sabían que estaba ahí. Se decía que, si uno se acercaba al río en una noche sin luna y escuchaba atentamente, podía oír las voces suaves de las almas atrapadas, como si cantaran una melodía suave entre las piedras.

La leyenda más conocida sobre el Guardián hablaba de una joven llamada Emilia, que vivía en las afueras de Murchas, cerca del río. Ella siempre había sentido una conexión especial con el agua. Cuando tenía dificultades, iba al río a pedir consejo, sin importar la hora del día. Decía que el río nunca la defraudaba, que el murmullo del agua le daba paz y sabiduría.

Un verano, cuando Emilia cumplió 18 años, comenzó a tener extraños sueños sobre el río, sueños en los que veía una figura encapuchada bajo las aguas, una sombra que la observaba con ojos brillantes. En estos sueños, la figura le pedía que dejara una ofrenda de flores al borde del río, y si lo hacía, algo importante sucedería.

Una noche de verano, Emilia decidió seguir la sugerencia del sueño. Tomó un ramo de flores silvestres y se acercó al río al caer la noche. Al llegar, se arrodilló junto a las aguas y dejó caer las flores en el río. En ese momento, una brisa fresca levantó las hojas de los árboles cercanos, y el agua pareció calmarse, volviéndose completamente tranquila.

Entonces, una voz suave, casi imperceptible, se escuchó desde el agua: "Gracias por liberar nuestra alma." Emilia, sorprendida, miró hacia el río y vio cómo las aguas se iluminaban brevemente con una luz plateada, como si algo estuviera despertando en sus profundidades. No era una figura física, pero la presencia se sintió profundamente en su corazón.

El Guardián del Río se reveló a Emilia en ese instante, no como un ser de carne y hueso, sino como un espíritu protector que vivía entre las aguas, cuidando las almas de aquellos que alguna vez se habían perdido, en vida o en muerte, pero no querían ser olvidados.

La leyenda cuenta que, desde esa noche, Emilia nunca más tuvo sueños extraños, y el río parecía siempre ser más sereno cuando ella se acercaba. Algunos dicen que, a partir de entonces, aquellos que se acercan al río en busca de paz pueden sentir al Guardián del Río, siempre velando por el bienestar de Murchas, guiando a quienes respetan sus aguas.

Y así, el río sigue corriendo, cargado de historias y leyendas, con la presencia invisible del Guardián observando, protegiendo y manteniendo el equilibrio en el valle. Los más sabios de Murchas aseguran que si uno es sincero en su deseo y se acerca al río con respeto, el Guardián lo ayudará a encontrar la respuesta que necesita.

 

 

 

La Historia del Castillo de Lojuela y la defensa del Valle

 

En una colina escarpada se alzan los restos del Castillo de Lojuela, una antigua fortaleza de origen andalusí que en su día fue clave para la defensa del Valle de Lecrín. Construido en época musulmana, vigilaba el paso desde la Alpujarra hacia la Vega de Granada, controlando rutas comerciales y posibles incursiones enemigas.

Durante el siglo XV, en los últimos años del Reino Nazarí, el castillo fue escenario de intensas escaramuzas entre los defensores musulmanes y los ejércitos cristianos que se aproximaban. En él se refugiaron familias del valle durante los ataques y también sirvió como punto de encuentro para intercambios de información entre pueblos como Restábal, Nigüelas, Melegís y Talará.

Cuando las tropas de los Reyes Católicos iniciaron la ofensiva final hacia Granada, el castillo fue tomado por la fuerza. La leyenda local cuenta que su último alcaide, un anciano guerrero que se negaba a rendirse, fue lanzado desde la torre más alta por sus propios hombres al negarse a negociar la paz.

Tras la conquista cristiana, el castillo fue abandonado lentamente y sus piedras fueron reutilizadas por los vecinos de los pueblos cercanos para construir viviendas, corrales y muros de bancales. Hoy solo quedan restos, pero su silueta aún puede verse entre olivos y almendros, como un guardián olvidado del valle.

 

 

 

La Leyenda de la Cruz Escondida

 

Se dice que hace siglos, cuando aún los caminos de Murchas eran de tierra y las noches se iluminaban solo con candiles, en uno de los cortijos del entorno vivía una anciana llamada Mariana, conocida en el pueblo por ser sabia y tener una fe inquebrantable. Mariana guardaba un secreto: en su patio, bajo un limonero, había enterrado una pequeña cruz de madera, sencilla pero especial.

La cruz, según contaban, la había tallado su esposo muchos años atrás antes de partir a la guerra, prometiendo que mientras esa cruz permaneciera enterrada y florecieran limones en el árbol, ninguna desgracia caería sobre Murchas. Mariana cada año, llegada la primavera, cuidaba el limonero con esmero, y cuando llegaba el Día de la Cruz, decoraba su patio con flores, cintas y farolillos, sin que nadie supiera la razón profunda de su devoción.

Pasaron los años, y Mariana envejeció. Una noche, en sueños, sintió que el limonero la llamaba, sus ramas susurrándole palabras que solo ella entendía. Al amanecer, pidió que nadie olvidara adornar el patio cada Día de la Cruz, aunque ella ya no estuviera, porque esa tradición era la que mantenía viva la protección sobre el pueblo.

Con el tiempo, el cortijo quedó vacío, el limonero se secó y el patio fue olvidado. Pero aún hoy, los más ancianos de Murchas dicen que cada 3 de mayo, cuando el pueblo se llena de flores y se levantan las cruces, si uno guarda silencio al caer la tarde, puede oír un leve sonido, como si las hojas secas del viejo limonero se mecieran al compás del viento, y es la señal de que Mariana sigue velando por el valle.

Dicen incluso que si alguien encontrase la cruz de madera enterrada, el pueblo quedaría bendecido con cosechas abundantes y paz por cien años más.

 

 

La leyenda del Olmo de las Promesas

 

En la plaza de la iglesia de Murchas, donde hoy reina el silencio solo roto por las campanas, hubo una vez un olmo majestuoso, de ramas tan anchas que parecía abrazar a todo el pueblo. Los mayores decían que aquel árbol no era un olmo cualquiera: sus raíces guardaban secretos y promesas de generaciones enteras.

Una de esas promesas era la de Isabel y Andrés, dos jóvenes que, aunque vecinos, llevaban vidas muy distintas. Ella, hija de un rico propietario, y él, humilde jornalero de las huertas del valle. Sabían que sus familias nunca permitirían su amor, pero cada tarde, cuando nadie los veía, se encontraban bajo la sombra del gran olmo y allí, entre risas y miradas, se juraban amor eterno.

El día en que Isabel iba a ser casada con otro hombre por decisión de su padre, los dos decidieron sellar un pacto: antes de la boda, Isabel dejó bajo las raíces del olmo un pañuelo bordado con sus iniciales, y Andrés hizo lo mismo con una ramita de olivo trenzada en forma de corazón. Dijeron que si algún día el viento arrancaba una hoja del olmo y caía sobre la puerta de la casa de Isabel, sería la señal para huir juntos.

Cuenta la leyenda que aquella noche, una tormenta jamás vista en el valle agitó el cielo, y al amanecer, sobre la puerta de Isabel, no cayó una hoja, sino una rama entera. Los dos escaparon sin dejar rastro, y aunque nadie supo nunca su destino, los viejos aseguran que el olmo siguió creciendo más fuerte, como si guardara el secreto de su amor.

Hoy, ya sin aquel gran olmo en la plaza, algunos dicen que cuando sopla el viento en Murchas y las hojas bailan en círculo, es porque Isabel y Andrés han vuelto por un instante, a recordar su promesa bajo la luna del Valle.

 

 

 

 

La leyenda de "La Mora de la Acequia"

 

Cuentan los mayores de Murchas que, hace siglos, cuando el Valle de Lecrín era un vergel dominado por los moriscos, vivía en el pueblo una joven hermosa llamada Zoraida. Su cabello negro y sus ojos brillantes eran conocidos por todos los vecinos, pero su corazón pertenecía en secreto a un joven cristiano llamado Diego, que trabajaba en los olivares cercanos.

Cada tarde, cuando el sol caía tras las montañas y la brisa fresca bajaba desde la Sierra, Zoraida y Diego se encontraban a escondidas junto a la vieja acequia que cruzaba el pueblo, justo donde el agua corría más clara. Allí, entre susurros y promesas, soñaban con un futuro juntos, a pesar de que sus familias y sus culturas les mantenían separados.

Sin embargo, la historia no tuvo un final feliz. Descubiertos por quienes no aceptaban aquel amor prohibido, Zoraida fue encerrada en su casa y Diego obligado a marcharse lejos. Desesperada, la joven logró escapar una noche para buscar a su amado junto a la acequia, pero nunca más se supo de ella.

Desde entonces, dicen que, en las noches de luna llena, si paseas cerca de la acequia y guardas silencio, puedes escuchar el murmullo del agua mezclado con los lamentos de Zoraida, que sigue buscando a Diego entre las sombras del Valle.

Los más románticos aseguran que, cuando el agua de la acequia fluye especialmente cristalina, es porque los dos amantes han logrado encontrarse, aunque solo sea por un instante, bajo la luz de la luna.

 

 


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