El velo del barranco de Saleres
En los tiempos en que los moriscos aún vivían en sus casas de adobe y cal, Saleres era un lugar escondido, como un pañuelo blanco entre montañas. Las acequias bajaban claras, los limoneros daban sombra, y la gente vivía con lo justo, pero con paz.
En una de esas casas blancas vivía Halima, una joven de cabellos negros y voz suave, conocida por todos por su valentía y su orgullo. Era hija de un hilandero y aprendió a leer a escondidas, cosa rara en aquel tiempo. Sabía historias de su pueblo que nadie se atrevía a contar en voz alta, y bordaba en los márgenes de los mantos símbolos antiguos que su abuela le había enseñado en secreto.
Cuando llegaron los soldados cristianos, Halima fue una de las primeras en verlos entrar por la vereda. Iban casa por casa, obligando a las familias a salir, a renunciar a su lengua, a bautizarse, a dejar todo atrás. Algunas personas cedieron por miedo. Otras huyeron al monte.
Pero Halima no huyó ni se rindió.
En la madrugada del tercer día, subió sola al barranco de la Fuente, con su vestido morisco y un velo blanco atado a la cabeza. Dicen que subió sin llorar, mirando al cielo, y que antes de llegar a la cima, levantó los brazos al aire, se quitó el velo y lo dejó volar. Luego dio un paso al frente y desapareció entre la niebla.
Buscaron su cuerpo durante días, pero nadie lo encontró jamás.
Desde entonces, hay quien dice que cuando sopla fuerte el aire entre los pinos de Saleres, se ve pasar un velo blanco por el barranco, flotando como una promesa. Algunos pastores, al regresar del monte, afirman que el viento les acaricia el rostro con una dulzura extraña, como si una mano invisible los saludara.
Y las mujeres del pueblo, al lavar la ropa en el río, aún cantan coplas suaves que no vienen de ninguna parte, pero que todas conocen desde niñas, como si alguien las hubiera bordado en el alma.
Porque Halima no cayó al vacío.
Se convirtió en viento,
en voz libre,
en el alma antigua de Saleres.
La niña de las
flores que no se marchitaban
En Saleres, las flores no solo crecen en las macetas: suben
por las paredes, brotan entre las piedras, y hasta nacen en las grietas de los
escalones. Nadie sabe por qué florece tanto allí, pero hay quienes cuentan que
todo empezó con una niña llamada Lucía.
Lucía era huérfana. Vivía con su tía, una mujer seria y
seca, en una casa blanca al borde del camino. No hablaba mucho, pero pasaba el
día recogiendo flores: margaritas, romero, amapolas, alhelíes. Nunca las
arrancaba: las tocaba con los dedos, murmuraba algo, y las flores la seguían.
Un día, cuando los vecinos decoraban el pueblo para la
fiesta del Corpus, a Lucía no le dejaron participar. “Eres demasiado pequeña”,
le dijeron. Pero ella no se enfadó. Se fue al barranco, donde siempre jugaba
sola, y al volver por la tarde… traía una cesta llena de flores que nadie había
visto nunca.
Tenían los colores del amanecer y olían como el pan recién
hecho. Las colocó con cuidado frente a la iglesia, sin decir palabra. Al día
siguiente, seguían frescas. Pasaron tres días, y no se marchitaban. Ni siquiera
al llegar el sol de junio.
Desde entonces, todos los años, una flor diferente aparece
en las calles de Saleres, justo antes del Corpus. Nadie sabe quién la pone. A
veces está sobre una piedra, a veces en la reja de una ventana. Pero nunca se
marchita, al menos hasta que pasa la fiesta.
Y cuando algún visitante pregunta de dónde vienen tantas
flores, los vecinos responden con una sonrisa:
“Aquí florecen solas. O puede que Lucía aún ande jugando por ahí ".
El almendro del susurro (Saleres)
En las afueras de Saleres, subiendo por una vereda estrecha entre balates de piedra seca, crece un almendro solitario. No hay más árboles alrededor, ni sombra, ni olivos, ni cañas. Solo él, firme y torcido, como si llevara siglos esperando a alguien.
Florece todos los años en febrero, como todos los almendros del Valle.
Pero este florece en silencio.
Y bajo él, no canta ni un pájaro.
Dicen que ese almendro nació de una promesa.
Cuentan que, muchos siglos atrás, una mujer morisca llamada Saida se enamoró en secreto de un joven cristiano. Se veían al amanecer, justo donde hoy está el árbol, y allí se contaban lo que el mundo no les permitía decir en voz alta.
Pero la historia no acabó bien. A Saida la descubrieron, y la obligaron a casarse con otro. La noche antes de marcharse para siempre, volvió al almendro recién plantado y le susurró algo al oído.
Sí, al oído. Porque los árboles —cuando son jóvenes— aún recuerdan cómo escuchar.
Desde entonces, el almendro creció con una inclinación rara, como si estuviera agachado hacia la tierra, escuchando todavía aquello que Saida le dijo.
Y desde entonces, se dice que quien se sienta bajo su sombra, en silencio, puede oír un susurro muy suave. No es en español. No es árabe. No es palabra exacta.
Pero quien lo escucha, entiende lo que necesita oír.
Un consuelo.
Una certeza.
Una decisión.
Y cuando se levantan y se van, el árbol no les pide nada. Solo se queda allí, esperando al siguiente.
Dicen que el día que nadie necesite escuchar nada más, el almendro se secará.
Pero hasta hoy, siempre hay alguien que sube.
Y siempre, al bajar, lleva en el pecho una paz que no sabe explicar.
La Acequia Perdida de los Moriscos en Saleres
Saleres, encajado entre montañas y barrancos, siempre ha vivido del agua. Durante siglos, sus campos fueron regados gracias a un intrincado sistema de acequias moriscas, algunas de las cuales siguen en uso hoy día. Pero hubo una, en particular, que desapareció misteriosamente tras la expulsión de los moriscos en el siglo XVII: la acequia del Barranco Oscuro.
Según los vecinos, esa acequia llevaba el agua desde un manantial escondido en la sierra hasta las huertas más altas del pueblo. Pero tras la guerra de las Alpujarras y la expulsión de sus constructores, quedó en desuso, cubierta por derrumbes y maleza, y con el tiempo cayó en el olvido.
Durante generaciones, los agricultores hablaban de ella como si fuera una leyenda. Algunos decían que el agua aún corría bajo tierra, guiada por canales ocultos, y que en ciertas épocas del año se podía oír su murmullo si uno se sentaba en silencio cerca del barranco.
En los años 80, un vecino del pueblo que andaba buscando una antigua mina de agua, descubrió por casualidad una estrecha grieta por la que salía un fino hilo de agua clara. Excavando con cuidado, encontró lo que parecía una canalización de piedra. Al seguirla, descubrió varios tramos bien conservados de la antigua acequia morisca, intacta pese al paso de los siglos.
Gracias al esfuerzo de varios vecinos, se limpió el canal y se pudo recuperar parte del sistema original. Hoy, algunos tramos de esa acequia redescubierta siguen llevando agua a los cultivos, y muchos la consideran un regalo de sus antepasados, como si los antiguos moriscos de Saleres hubieran dejado una última herencia escondida para el futuro.
El pozo de los tres ecos
En una esquina del antiguo barrio alto de Saleres, medio escondido entre parras y muros de cal, existió hace siglos un pozo que abastecía a varias familias del pueblo. Se decía que su agua era más clara y fresca que ninguna otra, incluso en los veranos más secos.
Pero ese pozo no era solo especial por su agua: tenía una rareza que lo convirtió en protagonista de muchas conversaciones. Si alguien gritaba hacia su interior, no respondía con un eco cualquiera, sino con tres ecos distintos, cada uno con una entonación diferente. El primero era como una voz alegre; el segundo, grave y solemne; y el tercero, tan tenue que parecía un susurro. Por eso, los vecinos empezaron a llamarlo "el pozo de los tres ecos".
Un día, un niño del pueblo —curioso y travieso— decidió bajar por la cuerda del pozo para “ver de dónde salían las voces”. Dicen que bajó sin miedo, riéndose, y que tardó más de lo normal en volver a subir. Cuando lo sacaron, estaba pálido, con los ojos muy abiertos. No hablaba, pero sostenía en la mano una pequeña piedra lisa, completamente negra, que nadie había visto nunca en la zona.
Durante días, no dijo una palabra. Hasta que por fin, una noche, murmuró:
"El tercer eco… no era mío."
Tras aquel suceso, el pozo fue tapado con una losa, y más tarde, en una riada, el agua cambió de curso y el pozo desapareció bajo la tierra. Hoy, en ese lugar hay un jardín, pero algunos dicen que, si vas a cierta hora y hablas en voz baja, puedes sentir una vibración en el suelo, como si el pozo aún escuchara… y esperara.
La leyenda del almendro de los enamorados
Hace muchos siglos, cuando la vida en el Valle de Lecrín giraba en torno a la agricultura y las costumbres sencillas, en Saleres vivía una joven llamada Lucía, hija de un pequeño agricultor. Lucía solía pasear por los campos de almendros que rodean el pueblo, especialmente en febrero, cuando los árboles florecían y el valle parecía cubierto de nieve blanca.
Un día, durante una de sus caminatas, conoció a Yusuf, un joven morisco de Melegís que ayudaba a su familia en los bancales del río Santo. Aunque venían de mundos distintos, enseguida surgió entre ellos un amor puro, alimentado por encuentros secretos bajo los almendros en flor.
Pero aquellos eran tiempos difíciles, y el amor entre una cristiana y un morisco no era bien visto. Cuando sus familias descubrieron la relación, les prohibieron volver a verse. Desesperados, Lucía y Yusuf se encontraron por última vez bajo un gran almendro en lo alto de una loma, donde se juraron amor eterno. Se cuenta que, al separarse, ambos lloraron tanto que la tierra se empapó bajo el árbol.
Ese mismo año, tras su despedida, el almendro floreció dos veces: una en febrero, como era habitual… y otra en pleno otoño, algo que nadie en el pueblo había visto jamás. Desde entonces, se le conoció como “el almendro de los enamorados”, y muchos decían que sus flores blancas eran las lágrimas de Lucía, mientras que las hojas rojizas de otoño eran el suspiro de Yusuf.
Durante generaciones, las parejas jóvenes de Saleres acudían a ese almendro a pedir que su amor fuera fuerte, duradero y bendecido por la tierra. Aunque el árbol ya no existe —dicen que cayó durante una tormenta hace más de cien años—, los mayores aún recuerdan su historia, y cada año, cuando florecen los almendros, se dice que Lucía y Yusuf siguen encontrándose, en forma de brisa, entre los pétalos que caen suavemente sobre los caminos del valle.
La Encantada de la Acequia
Cuenta la tradición oral que, en los tiempos en que la Alpujarra y el Valle de Lecrín eran todavía territorios de dominio musulmán, vivía en Saleres una joven de gran belleza llamada Aixa, hija de un alfarero morisco. Según la leyenda, Aixa tenía el cabello negro como la noche y unos ojos verdes que reflejaban la luz de la luna. Se decía que su belleza era tan deslumbrante que los hombres del pueblo quedaban hechizados al verla pasar por los caminos que bordeaban las acequias.
Sin embargo, Aixa tenía un secreto: cada noche, al caer la luna llena, desaparecía sin dejar rastro. Su familia, preocupada, comenzó a vigilarla, pero nunca lograron descubrir adónde iba. Un día, un joven cristiano de Restábal llamado Martín, enamorado de ella, decidió seguirla en secreto. La vio caminar en silencio hasta una acequia de Saleres, donde, de repente, comenzó a cantar un lamento melancólico en una lengua desconocida.
Cuando el joven intentó acercarse, Aixa desapareció ante sus ojos, como si se hubiera fundido con el agua de la acequia. Aterrorizado, Martín regresó al pueblo y contó lo sucedido. Los ancianos aseguraron que Aixa no era una mujer común, sino un alma encantada, condenada a vagar por las acequias en busca de un amor imposible.
Desde entonces, los pastores y labradores que trabajan junto a la acequia afirman que, en las noches de luna llena, se oye un canto triste flotando sobre el agua. Algunos aseguran haber visto una figura femenina reflejada en la corriente, aunque al mirar directamente… no hay nadie.
Los más supersticiosos dicen que si alguien escucha su canto y responde, la Encantada podría aparecer y conceder un deseo… o arrastrarlo con ella al reino del agua, donde desaparecería para siempre.
Hoy en día, la acequia sigue fluyendo entre los campos de Saleres y Restábal, y aunque la leyenda ha quedado en el olvido para muchos, algunos aún prefieren no acercarse demasiado de noche, por si la Encantada sigue esperando…
Leyenda de Saleres
"El Puente de las Sombras".
Se cuenta que hace siglos, cuando los caminos eran apenas
senderos de tierra y los viajeros cruzaban la comarca a caballo o a pie, en las
noches sin luna ocurrían extraños sucesos cerca de un antiguo puente de piedra
que cruzaba el río Santo, a las afueras del pueblo. Los pastores y caminantes
que debían cruzarlo después del anochecer afirmaban sentir una presencia
extraña, como si alguien los observara desde la oscuridad. Algunos incluso
decían ver sombras sin cuerpo moviéndose entre los árboles o escuchar susurros
que el viento traía desde el cauce del río.
Según la leyenda, estas sombras eran los espíritus de
antiguos viajeros que murieron trágicamente en la zona. Se dice que, en tiempos
de la Reconquista, el puente fue escenario de emboscadas y enfrentamientos
entre moriscos y cristianos, dejando muchas almas atrapadas en un destino
incierto. Otros creen que se trata de un grupo de bandoleros que, siglos
después, usaban el puente como punto de encuentro para asaltar a los
comerciantes que cruzaban el valle.
Los ancianos del pueblo cuentan que, en noches especialmente
silenciosas, si alguien se detiene en el centro del puente y escucha
atentamente, puede oír pasos detrás de él, pero al girarse… no hay nadie.
Algunos incluso aseguran haber visto figuras oscuras deslizarse entre la niebla
del río, como si aún buscaran el camino que nunca encontraron en vida.
Aunque hoy en día el puente ya no se usa como antes y su
historia ha quedado en el olvido para muchos, algunos vecinos de Saleres
todavía evitan cruzarlo cuando cae la noche, por si acaso las sombras siguen
esperando…
Leyenda de "la Dama de la Fuente".
"La Dama de la Fuente", una historia que mezcla misterio y tradición.
Se dice que hace siglos, cuando la región estaba habitada por moriscos, en el pueblo vivía una joven de gran belleza llamada Zoraida, hija de un noble musulmán. Estaba prometida a un hombre al que no amaba, pero su corazón pertenecía a un cristiano del cercano pueblo de Restábal.
Las familias, enemistadas por cuestiones de religión y poder, impidieron su amor. Desesperada, Zoraida se escapó en una noche de luna llena para reunirse con su amado. Sin embargo, fue descubierta por su familia mientras intentaba cruzar el río Santo y, para evitar la vergüenza y el castigo, decidió arrojarse a las aguas antes de ser capturada.
Desde entonces, los vecinos cuentan que, en ciertas noches de verano, cerca de la fuente del pueblo, se puede ver la silueta de una mujer vestida de blanco, con el rostro cubierto por un velo. Se dice que es el espíritu de Zoraida, quien sigue vagando por Saleres en busca de su amor perdido.
Algunos ancianos del pueblo aseguran que el agua de la fuente es más fresca y pura en las noches en que aparece la Dama, como si ella bendijera a quienes acuden a beber de sus caños. Otros dicen que, si te acercas en silencio y pides un deseo con el corazón puro, su espíritu te concederá fortuna en el amor.
Esta leyenda ha pasado de generación en generación, y aunque algunos la consideran solo un cuento, en Saleres todavía hay quienes evitan pasar solos por la fuente cuando cae la noche…
Leyenda de LA
CUEVA DEL TORO:
En Saleres, se cuenta una leyenda que ha sido transmitida de
generación en generación. Se dice que en tiempos antiguos, cuando los
cristianos recién reconquistaron la zona, los habitantes de Saleres vivían en
constante temor a los moros que aún rondaban la región.
Una de las leyendas más conocidas es la de la "Cueva del
Toro". Según la tradición, un joven pastor llamado Juan, mientras cuidaba
su rebaño cerca de una cueva, fue testigo de la aparición de un toro gigantesco
que emergió de la oscuridad de la cueva, con ojos rojos como el fuego y un
rugido tan fuerte que hizo temblar la tierra. La leyenda dice que este toro era
un espíritu protector de la montaña y que solo se dejaba ver por aquellos que
eran dignos de conocer su poder.
El joven, valiente y sin temor, decidió enfrentarse a la
criatura, pero al acercarse a ella, el toro desapareció misteriosamente. Sin
embargo, antes de hacerlo, dejó en el suelo una huella profunda, que aún se
dice que permanece allí como un recordatorio de la aparición.
Hoy en día, algunos lugareños afirman que la cueva sigue
siendo un lugar misterioso, donde se pueden sentir extrañas presencias o
incluso oír el eco de los cuernos del toro cuando sopla el viento. Esta leyenda
sigue siendo un símbolo de la conexión entre los habitantes de Saleres y la
naturaleza que los rodea, al mismo tiempo que refleja las luchas y los mitos
antiguos que se tejían en la vida de las comunidades del Valle de Lecrín.
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