27 marzo 2025

Cuentos y Leyendas de Talará

 


El cencerro de cobre

 

Hace muchos años, en los campos entre Mondújar y Talará, vivía un burro viejo llamado Algarrobo. Había servido durante décadas a su dueño, Don Elías, un hombre ya mayor, que lo trataba con respeto, sin látigos ni gritos, solo con la voz y la sombra del sombrero.

Algarrobo era especial. No era rápido ni elegante, pero tenía algo que nadie en el valle sabía explicar: nunca se perdía. Podía caminar de noche por senderos de piedra, encontrar acequias secas bajo la tierra, y siempre sabía cuándo iba a llover. Era como si llevara una brújula en el alma.

Un día, Don Elías enfermó, y llamó a su nieto, un muchacho algo incrédulo llamado Mateo. Le dijo:

—Cuídalo. Y nunca le quites el cencerro de cobre.

El cencerro era pequeño, redondo, antiguo. Cuando sonaba, tenía un timbre suave, distinto a todos los demás del valle. Algunos decían que estaba hecho con un trozo de campana de iglesia; otros, que lo había traído un comerciante árabe siglos atrás.

Mateo, joven y sin paciencia, no creía en supersticiones. Una tarde, lo quitó. “Pesa demasiado”, dijo. Y al día siguiente, Algarrobo desapareció.

Lo buscaron por los barrancos, las eras, las huertas. Nada. Solo encontraron el cencerro colgado en la rama de un almendro seco, como si alguien lo hubiese dejado allí a propósito.

Desde aquel día, cuando sopla viento del norte en las colinas de Mondújar, los vecinos aseguran que se oye un cencerro suave en la distancia, aunque no haya rebaños ni bestias cerca. Y dicen que si alguna vez un burro viejo aparece en tu puerta, mirando en silencio, devuélvele el cencerro sin preguntar nada.

Porque en el Valle de Lecrín, hasta los animales tienen memoria.

Y algunos, como Algarrobo, no se dejan olvidar.

 

 

El milagro del Santo Cristo del Zapato

 

En lo alto de Talará, donde el viento sopla entre cipreses y almendros, se alza la ermita del Santo Cristo del Zapato, un pequeño templo querido por todo el pueblo. Su nombre siempre ha llamado la atención, pero hay quienes cuentan que se debe a un hecho ocurrido hace muchos años, un suceso que algunos consideran milagro.

Era invierno, quizá a mediados del siglo XIX. Una gran nevada cayó de forma inesperada sobre el Valle. Los caminos se cubrieron de hielo, y el frío calaba hasta los huesos. Una mujer del pueblo, viuda y muy pobre, vivía con su hijo pequeño en una casilla junto al camino del molino. El niño enfermó con fiebre alta, y la madre, desesperada, decidió subir a la ermita a pedir ayuda al Santo Cristo.

Subió con el niño envuelto en mantas, a pie, entre la nieve, resbalando entre las piedras heladas. Al llegar al altar, se arrodilló y, entre lágrimas, rogó un milagro. De pronto, según contaría más tarde, vio una figura luminosa que descendía del Cristo tallado. No hablaba, pero le indicó que dejara al niño a sus pies y volviera a su casa.

La mujer, sin entender del todo, obedeció. Al día siguiente, cuando regresó a la ermita temiendo lo peor, encontró al niño sano, dormido sobre una manta, y a un lado, un pequeño zapato de cuero gastado, antiguo, como salido de otro tiempo. La talla del Cristo, desde entonces, fue conocida como el Cristo del Zapato, y el calzado quedó guardado durante años en la sacristía como prueba del milagro.

Aunque el zapato ya no se conserva, la devoción al Santo Cristo sigue viva. Cada vez que hay peligro, enfermedad o sequía, los vecinos suben a la ermita en silencio. Y se dice que si caminas solo por el sendero, justo al anochecer, puedes ver una pequeña huella en la tierra suelta… como si alguien aún caminara descalzo, cuidando de su pueblo desde lo alto.

 

 

 


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