El alma del río de Ízbor
Ízbor
siempre ha vivido junto al agua. No solo el embalse que ahora baña el fondo del
valle, sino también el río original, que bajaba limpio y cantarín, entre zarzas
y juncos, recogiendo la voz de la sierra. Los vecinos siempre decían que ese
río tenía algo distinto: nunca se secaba del todo, incluso en los peores
veranos.
Había
quien afirmaba que el agua era guiada por un espíritu antiguo, uno de los
últimos moriscos que vivió en el pueblo antes de ser expulsado. Su nombre,
según la leyenda, era Ismael, y era maestro acequiero. Conocía cada curva del
terreno, cada filtración secreta, cada fuente que brotaba solo con la luna
llena.
Cuando
supo que tendría que abandonar Ízbor, Ismael no se llevó ni su ropa ni sus
joyas. En cambio, escondió una vasija de barro bajo la corriente, en el lugar
exacto donde el río gira antes de desaparecer bajo el puente. Dentro de la
vasija puso un mensaje:
“Mientras
haya alguien que cuide este agua, el pueblo vivirá.”
Pasaron
siglos. El embalse cambió el curso del río, pero algunos lugareños seguían
notando cosas extrañas: los peces solo nadaban en ciertos tramos, algunas
plantas florecían junto al agua incluso en enero, y en las madrugadas
tranquilas, el murmullo del río parecía formar palabras.
Una
vez, durante las obras de mantenimiento del embalse, unos operarios encontraron
una vasija antigua, rota por la mitad, con letras ilegibles… pero con un olor a
tomillo fresco, como recién cortado.
Desde
entonces, en Ízbor se dice que el agua nunca está sola, y que quien la respeta,
quien se sienta en silencio junto a su curso y le habla sin prisa, puede sentir
una respuesta leve en el aire.
Y
si un niño o niña pregunta por qué el río suena distinto en Ízbor, los mayores
solo sonríen y dicen:
"Porque
aquí, el agua tiene memoria. Y a veces... también corazón."

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