Manuel Molina Ibáñez, un ejemplo de talento, constancia, inspiración y amor por la pintura
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El Valle de Lecrín ha sido cuna de artistas que, desde la sencillez de sus raíces, han sabido proyectar en sus lienzos la esencia de nuestra tierra. Entre ellos destaca la figura de Manuel Molina Ibáñez, pintor nacido en el barrio de Almócita de Dúrcal, cuya vida estuvo marcada por una profunda vocación artística y una pasión inquebrantable por la pintura.
Desde niño mostró un talento especial para el dibujo, que lo llevó a formarse en la Escuela de Bellas Artes y en la Escuela de Artes y Oficios de Granada, donde tuvo como maestros a Juan Enrique Rafal Revelles y Luis Rodríguez, discípulo a su vez del reconocido Gabriel Morcillo. Aquellas enseñanzas cimentaron un estilo personal en el que se entrelazaban la tradición académica y la fuerza expresiva.
Su obra se nutrió de los grandes genios universales: buscó la suavidad de Murillo, la potencia y valentía de Goya y el realismo de Velázquez, al tiempo que se dejaba influir por el impresionismo de Cézanne, Monet o Renoir, y por españoles como Sorolla y Zuloaga. El resultado fue una pintura de gran riqueza tonal, capaz de moverse entre la delicadeza y la intensidad.
En sus lienzos cultivó una gran diversidad de géneros: paisajes, bodegones, retratos, autorretratos y, de manera muy especial, la pintura religiosa y mística. En su casa se conservaban imágenes de santos, vírgenes y cristos, reflejo de la dimensión espiritual que impregnaba parte de su obra.
Su nombre quedó ligado a exposiciones y certámenes. Participó en Bailén-Arte y expuso en el Centro de Cultura de Granada, además de estar presente en iniciativas colectivas de artistas locales. Ya en 1996, aparece citado junto a otros pintores durqueños en las crónicas culturales de la comarca, muestra de su activa implicación en la vida artística de su pueblo. También obtuvo premios y trofeos en concursos de pintura, reconocimiento al esfuerzo y la calidad de su trabajo.
A pesar de todo ello, Manuel solía decir que su vocación pictórica era aún “un lienzo en blanco”, y que siempre estaba en búsqueda, con la misma ilusión que el muchacho que comenzaba a dibujar en el barrio de Almócita. Esa humildad y su constante deseo de aprender definen el espíritu de un artista que no se conformaba con lo ya alcanzado.
Hoy, cuando su figura ya pertenece a la memoria del Valle, recordar a Manuel Molina Ibáñez es rendir homenaje no solo a su talento, sino también a su constancia, a su amor por la pintura y a la inspiración que supo legar a quienes lo conocieron. Su obra, repartida entre casas familiares, exposiciones y recuerdos, sigue siendo testimonio de una vida entera dedicada al arte. 🏞




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