LOS GUARDIANES DEL VALLE DE LECRÍN
📘 Capítulo 1: El que llega
(Ambientado en 1952, enero. La posguerra aún pesa en el aire.)
> Dedicado a los que callaron para proteger la vida, y a quienes la buscaron para honrar la memoria.
El tren se detuvo con un quejido metálico en la vieja estación de Dúrcal. Una bandada de gorriones salió disparada de los almendros secos junto a las vías, rompiendo el silencio de la mañana invernal. Hacía frío. De ese que se cuela por el cuello del abrigo aunque esté bien cerrado. El viajero bajó del vagón con una maleta de cuero y un sombrero oscuro que le sombreaba los ojos. Era joven, quizás treinta y pocos, de modales contenidos y mirada atenta. Se llamaba Gabriel Olmedo. Y no había pisado el Valle de Lecrín en toda su vida.
Dentro del bolsillo interior de su abrigo llevaba una carta amarillenta, escrita con pulso firme y letra menuda, firmada por un tal “E.” Solo eso: una inicial. Lo había recibido unos meses atrás, tras la muerte de su abuela. Venía doblada dentro de un libro que su madre le entregó con gesto ambiguo. El sobre no tenía remite. Pero las primeras líneas le bastaron para cambiar el rumbo de sus días:
> “Si alguna vez quieres saber quién fue tu padre, empieza por buscar a los que lo callaron.”
“Ve al Valle. Pregunta por la panadera, por el barquero, por la mujer de los cantares tristes.”
“Ellos saben.”
Gabriel no sabía si creérselo. Toda su vida le habían dicho que su padre había muerto en la guerra, sin más. Que su madre, joven y deshecha, se marchó a Sevilla huyendo de los rumores. Que era mejor no remover lo que había quedado enterrado. Pero algo en aquella carta le ardía en el pecho como un rescoldo antiguo.
Y así llegó al Valle.
No como turista ni como hijo pródigo.
Sino como alguien que busca las piezas de una verdad partida.
La estación estaba casi vacía. Un anciano con boina se apoyaba en un bastón y miraba al joven con cierta curiosidad. Gabriel le devolvió el saludo con una inclinación de cabeza. Detrás, los montes se alzaban como murallas grises bajo un cielo turbio de invierno. El aire olía a humo de chimenea y tierra húmeda.
—¿A dónde se dirige? —le preguntó el hombre, con acento marcado.
Gabriel dudó. No sabía por dónde empezar.
—A... al Valle. A conocerlo —respondió, evasivo.
El anciano asintió despacio.
—Aquí todos nos conocemos. Pero a veces nos olvidamos de lo que sabemos.
Un silencio. Luego el anciano añadió:
—Si quiere consejo, hable primero con la mujer de Acequias. La del pan. Ella aún recuerda.
Gabriel agradeció con una breve sonrisa. Sintió un pequeño vértigo. Como si ya estuviera dentro de una historia que no era del todo suya… y sin embargo lo esperaba desde antes de que naciera.
Subió al coche de línea rumbo a Lecrín. A su lado, en el asiento, la maleta cerrada y la carta doblada.
Afuera, los pueblos del Valle dormían como libros antiguos, con las tapas cubiertas de polvo… pero las páginas intactas.
Y Gabriel estaba dispuesto a leerlas todas.
📘 Capítulo 2: La senda del agua (Acequias)
El autobús lo dejó al borde de la carretera, entre olivos y almendros. Desde allí, Gabriel caminó hasta Acequias, siguiendo el murmullo constante de una acequia que bajaba paralela al camino. El pueblo parecía detenido en un tiempo antiguo, de fachadas encaladas y tejados que apenas asomaban entre los árboles.
Preguntó por la panadería. Una mujer mayor que barría la puerta le indicó sin palabras, señalando con el mentón hacia una calle angosta donde olía a leña y pan reciente.
Entró. El calor del horno lo envolvió como un recuerdo. En el interior, una mujer de mirada firme sacaba hogazas con un gancho de madera, y las alineaba sobre una mesa de mármol.
—¿Pan? —preguntó ella, sin levantar mucho la vista.
—Y conversación, si puede ser. Me han dicho que usted... podría recordar.
La mujer alzó los ojos. Eran grises como el cielo de enero. Lo escrutaron con desconfianza y algo más: intuición.
—¿Quién le ha dicho eso?
—Un anciano en Dúrcal. No me dio su nombre. Solo dijo que usted sabía cosas de antes. De la guerra. De después.
Ella dejó el gancho con un golpe suave y se limpió las manos en el delantal.
—Aquí no se hablaba de eso. Ni entonces, ni ahora. ¿Qué quiere saber?
Gabriel sacó con cuidado la carta arrugada que su abuela había escondido. Se la tendió.
—Mi abuela murió hace unos meses. Esta carta estaba entre sus cosas. Habla de alguien que ayudó a escapar a perseguidos. Menciona a una mujer que hacía pan... y a un hombre de Acequias, que guiaba por el río.
La mujer leyó un momento. Luego cerró los ojos y respiró hondo. Cuando volvió a hablar, lo hizo más despacio, como si las palabras pesaran.
—Ese hombre era Eusebio Requena. No era barquero, como algunos dicen. Aquí no hay río para eso. Pero conocía cada rincón del cauce del Torrente, cada poza y cada cañaveral. De noche, guiaba a los huidos siguiendo la corriente, a pie, por veredas ocultas, por el rumor del agua. Nadie podía seguirlo si no conocía el terreno.
Gabriel asintió, fascinado.
—¿Y qué pasó con él?
—Una noche de febrero del 39, llevó a cuatro hombres. Decían que eran del maquis, o tal vez solo desertores. No volvió. Se dijo que lo mataron, o que llegó hasta Motril y de allí cruzó el mar. Nadie lo sabe. Solo... desapareció.
Ella hizo una pausa. El silencio del horno era ahora profundo, como una pausa del mundo.
—Yo era una niña. Recuerdo que esa noche mi madre horneaba en silencio. Había hecho una hogaza distinta, más compacta, más dura. Luego supe que dentro llevaba una llave y un nombre. Mi madre nunca me dijo para quién era. Solo que ese pan no se podía vender.
—¿Y usted? ¿Cómo lo vivió?
—Con miedo. Pero también con orgullo. Había quienes delataban por una barra de jabón, y quienes arriesgaban todo por esconder a alguien una noche. Mi madre callaba, pero cocía para los que huían. Decía que el pan también puede ser un refugio.
Gabriel sintió un escalofrío. En aquella pequeña cocina, con los rescoldos vivos y el olor a harina tostada, parecía estar tocando la historia. No la escrita, sino la otra: la que se guarda bajo la lengua, como una miga blanda.
—¿Cree que alguien más sabe más de lo que pasó?
Dolores pensó un instante.
—Vaya a Béznar. Busque a Leoncio, el que regenta la taberna vieja junto a la fuente. Su padre servía copas a los de un bando y del otro. Escuchaba más de lo que decía. Y Leoncio... algo guardó de eso. Pero cuidado: algunas memorias aún arden como brasas mal apagadas.
Gabriel agradeció en silencio. Al salir, llevaba una hogaza bajo el brazo, tibia aún. Al partirla, notó una pequeña hendidura en la corteza, como una cicatriz.
Y pensó que tal vez eso era la memoria: un pan cocido con lo que no se puede decir en voz alta.
📘 Capítulo 3: El vino del miedo (Béznar)
El viento traía un rumor de hojas secas y agua dormida cuando Gabriel cruzó el viejo puente de piedra sobre el embalse. Béznar se alzaba como un susurro de cal y tejas, con sus calles estrechas y empinadas que parecían no llevar a ninguna parte y, sin embargo, llegaban siempre al alma del pueblo: la taberna.
Era media mañana y en la plaza no había más que un perro dormido y un anciano sentado al sol, con la boina calada y la mirada perdida. Gabriel preguntó por Leoncio. El anciano alzó una ceja, mascó un silencio largo y finalmente señaló con el bastón:
—En la taberna vieja. La que está junto a la fuente de la parra. Si no está dormido, estará bebiendo. O las dos cosas.
Gabriel sonrió agradecido.
La taberna era una cueva de sombra fresca, con paredes manchadas por el tiempo y el humo del vino. En un rincón, sentado tras una mesa de mármol resquebrajado, un hombre de barba blanca y voz ronca dormitaba con la cabeza apoyada en un brazo. A su lado, una copa a medio beber y una radio muda.
Gabriel se aclaró la voz.
—¿Leoncio?
El viejo abrió un ojo, lento, como si el párpado pesara más que la vida misma.
—¿Tú quién eres? ¿Vienes a cobrar o a preguntar?
—A preguntar. Sobre su padre. Me dijeron en Acequias que él servía copas en esta misma taberna… en los años de la posguerra.
Leoncio rió sin alegría.
—¿Y qué? ¿Ahora los jóvenes quieren escribir libros con las heridas de los viejos?
—No quiero escribir. Quiero entender. Mi abuela guardaba una carta, hablaba de alguien que desapareció, de un pan con una llave… Al parecer, su padre escuchó cosas, tal vez vio cosas.
Leoncio hizo un gesto vago, como espantando moscas invisibles.
—Mi padre no hablaba. Pero sí anotaba. Tenía una libreta. Pequeña. Roja. Guardaba ahí lo que oía: nombres, lugares, fechas. Era su forma de no volverse loco. O de protegerse. Nunca supe cuál.
Gabriel se sentó sin pedir permiso. El silencio era denso, como el vino viejo.
—¿Esa libreta aún existe?
—La escondí cuando se lo llevaron. Vino la Guardia Civil una noche del 42. Decían que había dado cobijo a rojos. Mi padre nunca volvió. Pero la libreta… la enterré bajo la parra. La misma que está ahí fuera, la de la fuente.
Gabriel sintió cómo la historia se abría ante él, como un surco húmedo en la tierra.
—¿Puedo verla?
Leoncio dudó. Le temblaban las manos. Al final, asintió.
Salieron juntos. Bajo la parra, en un rincón del empedrado, Leoncio se arrodilló con esfuerzo. Con los dedos viejos y torpes, removió una losa suelta. Debajo, envuelta en una tela de lino ennegrecida, estaba la libreta. Roja aún, aunque desvaída por el tiempo.
Gabriel la abrió con cuidado. Nombres. Códigos. Un mapa rudimentario del Valle. Una lista con anotaciones en lápiz: “Pan con llave. Mujer de Acequias.” “Eusebio. Niebla. Torrente.” Y luego, algo más: “Domingo de San Blas. Dúrcal. Entrega. O traición.”
Gabriel miró a Leoncio.
—¿San Blas?
—Mi padre siempre dijo que el día de San Blas, en Dúrcal, se cruzaron las líneas. Algo se entregó. O alguien traicionó. Nunca lo supe.
Gabriel guardó la libreta con reverencia.
—Voy a seguir la pista. Gracias.
Leoncio lo miró de frente por primera vez.
—Ten cuidado, muchacho. Los muertos no duelen. Pero los silencios que dejaron, sí.
Gabriel bajó la cuesta de Béznar con el corazón golpeando en el pecho. La historia tomaba forma. El pasado hablaba. Y el nombre de San Blas sonaba como una campana rota que aún resonaba en todo el Valle.
📘 Capítulo 4: El regreso del tambor (Dúrcal)
Era 2 de febrero de 1952. Día de San Blas, y Dúrcal amanecía envuelto en humo de romero y cánticos madrugadores. Las carretas engalanadas con flores secas y ramas de olivo bajaban por la calle Real. Desde el centro del pueblo, vecinos y curiosos se dirigían hacia el llano, donde, fuera del casco urbano, se alzaba la Ermita de San Blas.
Antiguamente apartada, junto al viejo Camino Real que llevaba a la Alpujarra, la ermita se había quedado en tierra de nadie: demasiado lejos para ser vecina, demasiado cerca para ser olvido. Un lugar ideal para la devoción… y para ciertos silencios.
Ezequiel, el viejo tamborilero, no tocaba desde la guerra. Su hermano, maestro republicano, había sido fusilado en Granada. Desde entonces, al oír un redoble, le temblaban las piernas. Pero esa mañana, por primera vez en más de una década, apareció en la plaza con el tambor al hombro y la mirada de quien ya ha perdido el miedo.
—¿Vuelves a tocar, Ezequiel? —preguntó un niño, intrigado.
—Hoy sí —respondió seco—. Hoy es día de cuentas.
Gabriel había llegado a Dúrcal con la libreta roja oculta en el forro de la chaqueta. Había dormido en una pensión cerca del molino de Don Felipe y esa mañana seguía una pista marcada con letra temblorosa:
“P. Ayto. — entrega a las 17h, San Blas, detrás de la ermita. Recoge: guardia de Pinos del Valle.”
Buscaba a Candela, la nieta del antiguo secretario del Ayuntamiento, Prudencio Martínez. La encontró vendiendo pan de higo y queso de cabra cerca de la ermita, mientras los vecinos empezaban a subir las escaleras de piedra para la misa.
—¿Tu abuelo fue secretario del Ayuntamiento en los años cuarenta?
Candela lo miró, recelosa.
—¿Por qué lo preguntas?
Gabriel le mostró la libreta. Candela leyó la anotación y palideció.
—Esa noche… mi madre me contaba que mi abuelo no volvió a dormir. Que lloraba. Al poco… apareció colgado en la trastienda del archivo.
—¿Sabes qué se entregó esa tarde?
—No era un paquete —dijo Candela, bajando la voz—. Era un muchacho. Mi madre lo vio escondido semanas antes en la antigua fragua. Se llamaba Isaac, creo. No era de aquí… puede que de Lanjarón. O de Nigüelas.
—¿Y tu abuelo lo entregó?
Candela no respondió de inmediato. El tambor, lejano, volvía a sonar, con el mismo ritmo que acompaña los pasos fúnebres.
—Sí. Le dieron a elegir. O lo entregaba… o no respondían de su familia. Eligió la vergüenza. Pero no soportó la culpa.
Gabriel se alejó del bullicio, rodeó la ermita por la parte trasera, donde las zarzas habían crecido entre tapias caídas y piedras sueltas. Allí, según la libreta, lo recogieron. Allí, un chaval que buscaba refugio fue entregado por miedo. Allí comenzó a entrelazarse el destino de todo el Valle.
Mientras las campanas tañían y el tambor redoblaba como si nunca se hubiera callado, Gabriel comprendió que los secretos no estaban enterrados en los cementerios, sino vivos en la memoria del pueblo, en las romerías, en los silencios de los nietos.
📘 Capítulo 5: El olivar dormido (Ízbor)
Amanecía en Ízbor cuando Felisa, con la falda recogida y un pañuelo gris en la cabeza, se agachó a recoger una ramita caída entre los surcos de olivos. Desde su juventud, cada rama seca la interpretaba como un aviso. Aquella, torcida y rajada por el centro, no auguraba nada bueno.
Su hijo, Isaac, llevaba meses desaparecido.
Había escapado del campo de reeducación de menores en Almería. Un oficial de uniforme lo acusó de esconder papeles de su maestro fusilado, el mismo que años antes le había enseñado a leer poemas de Lorca y a escribir con una pluma de ave. Tenía solo dieciséis años cuando huyó, dejando una nota en la alacena: “No soy cobarde, madre. Pero me buscan.”
Felisa lo había ocultado tres semanas en la cueva del Cortijo Don Miguel, entre los algarrobos y los olivos centenarios. Le llevaba leche en un botijo y pan duro envuelto en periódicos. Pero una noche, no lo encontró. Había dejado un pañuelo anudado con tres piedras, una señal convenida con él: peligro.
Desde entonces, solo el cura Don Eladio, un anciano enjuto y con ojos tristes, se atrevía a mencionarlo.
—Dios protege a los inocentes, Felisa. A veces más allá de nuestras tierras.
Aquel día, sin embargo, algo distinto rompió la rutina. Un joven forastero —delgado, con una mirada que no encajaba con su acento malagueño— preguntaba en la era por casas viejas con cueva.
—¿Buscas a alguien? —le preguntó Felisa, con el cuerpo medio encorvado y los ojos afilados por la sospecha.
—No exactamente. Estoy siguiendo los pasos de un chico que huyó hace dos años. Isaac. ¿Lo conoció?
Ella tragó saliva.
—¿Quién le manda?
El forastero mostró la libreta roja. A Felisa se le apagaron los ojos como candiles sin aceite.
—Eso lo escribió mi hijo. Esa libreta estaba bajo su jergón de esparto. ¿Dónde la encontró?
—En Dúrcal. Lo entregaron detrás de la ermita, en San Blas. Pero no lo detuvieron oficialmente. Algo pasó después. Y alguien lo ocultó.
Felisa agarró con fuerza un medallón de la Virgen del Carmen que llevaba al cuello. No lloró. No preguntó más.
—En el Cortijo Don Miguel hay un aljibe escondido. Si aún vive, si alguna vez vuelve, sabrá encontrarlo. Él lo llamaba “el refugio del alma”.
Gabriel anotó esas palabras. No sabía aún qué pueblo sería el siguiente en ofrecer una pista. Solo entendía que Isaac unía a todos sin proponérselo, y que lo que parecía una simple huida era en realidad la cuerda tensa de una red silenciosa que cruzaba el Valle entero, por debajo, como las raíces invisibles de los olivos de Ízbor.
Felisa, sentada sobre una piedra de molino desgastada por el tiempo, susurró mirando al monte:
—A veces el Valle calla… pero nunca olvida.
📘 Capítulo 6: La torre del sacristán (Melegís)
En Melegís, el aire tenía sabor a mandarina y a pan cocido en horno de leña. El silencio de la posguerra se pegaba a las paredes encaladas, y solo el repique de campanas traía ritmo al pueblo. Era febrero de 1952, y las campanas las hacía sonar Custodio, el sacristán, un hombre menudo de rostro huesudo que vivía en la base de la torre de la iglesia, donde una habitación abovedada servía de morada y refugio.
Custodio conocía cada grieta del campanario, cada eco de misa mal cantada, cada nombre inscrito en los libros parroquiales. Dormía bajo un crucifijo de madera y tenía una estufa de hierro colado que calentaba apenas la estancia de piedra.
Aquella tarde, un joven forastero, Gabriel, cruzó la plazoleta mirando hacia lo alto de la torre. Llevaba en la mano una libreta roja y un mapa doblado que mostraba palabras enigmáticas junto a cada pueblo del Valle. Había llegado desde Ízbor, siguiendo el rastro de un muchacho desaparecido: Isaac.
Tocó a la puerta del campanario. Custodio salió con el ceño fruncido y una capa raída al hombro.
—¿Busca a alguien?
—Vengo desde Ízbor. Busco historias. Y personas que conocieran a un chico llamado Isaac… de los de la posguerra. ¿Le suena?
Custodio lo miró de arriba abajo. Entró sin decir palabra y dejó la puerta entreabierta.
Gabriel lo siguió. Dentro, la penumbra y el olor a cera vieja envolvían las paredes. El sacristán sacó de una caja de hojalata una vieja estampa de San Antonio con un dibujo infantil en el reverso: una iglesia con la torre torcida y un gallo encima.
—Este lo dibujó un crío que se escondió unos días en la sacristía. Dijo que venía huyendo. Le di pan, algo de agua. Se llamaba Isaac. Tenía los ojos encendidos, como si llevara un farol dentro.
—¿Y qué ocurrió?
—Se marchó al tercer día. Me dejó esto. Y una frase: “El Valle es un cuerpo dormido. Si tocas cada nervio, vuelve a moverse.”
Custodio se quedó mirando la estampa, como si pudiera escuchar aún la voz del muchacho.
—Ese niño no venía solo. Decía que había otros como él. Chavales de distintos pueblos, cada uno con una parte de una historia más grande.
Gabriel sacó su cuaderno y apuntó:
“El Valle es un cuerpo dormido.”
—¿Sabía a dónde iba?
—Me preguntó por el barranco de los Laureles. Luego me habló de un tal Esteban el guarda de Cónchar. Me dijo que allí buscaría una “clave”.
Gabriel guardó la estampa como prueba de que no estaba solo en su búsqueda.
—Gracias, Custodio. Está usted haciendo más por la memoria de este pueblo que muchos libros.
El sacristán, con la vista perdida en la hornilla, murmuró:
—No es memoria, hijo. Es deuda. A los niños como él, les debemos que el Valle no haya olvidado del todo quién fue.
Esa noche, al pie de la torre iluminada por la luna, Gabriel anotó una palabra junto al nombre de Melegís en su mapa:
“Despierta.”
📘 Capítulo 7: El guarda de las veredas (Cónchar)
El camino desde Melegís hasta Cónchar era estrecho, de tierra y piedras sueltas, bordeado por almendros, acequias y zarzales. Gabriel caminaba con paso firme, descendiendo por el sendero del barranco de los Laureles y cruzando después el puente viejo sobre el río Dúrcal, donde el rumor del agua le traía ecos de palabras dichas días atrás: “El Valle es un cuerpo dormido. Si tocas cada nervio, vuelve a moverse.”
El pueblo de Cónchar surgió ante él como un puñado de casas blancas encajadas en la ladera. Las chimeneas humeaban tímidamente y el campanario asomaba entre las tejas con gesto vigilante. El aire tenía aroma a romero y a mosto, y por los caminos andaban mujeres con cántaros, hombres con hazas al hombro y niños con hondas de junco.
A las afueras del pueblo, en una casa de piedra encalada junto al sendero de la fuente del Almez, vivía Esteban, el guarda. Era un hombre curtido por el sol, con gorra de visera y un cayado de acebuche que usaba tanto para apoyarse como para espantar lagartos y dudas. Custodiaba antiguas veredas y barrancos, vigilando que nadie robara uvas, almendras o aceitunas fuera de temporada.
Gabriel se presentó sin rodeos:
—¿Es usted Esteban? Me han dicho en Melegís que podría ayudarme. Busco a un muchacho llamado Isaac, o alguna señal de él.
Esteban se sentó bajo una parra vieja y encendió una pipa. Miró largo rato el horizonte antes de hablar:
—Lo conocí. Pasó por aquí un día de enero, mojado hasta los huesos. Venía desde el barranco del Pleito. Dijo que no podía volver atrás. Me preguntó por el barranco de la Luna, por la Era de los Moros... Buscaba sitios antiguos, nombres olvidados. Y gente.
Gabriel se quedó inmóvil.
—¿Dijo por qué?
—No. Pero me dio esto —dijo Esteban, sacando un trozo de papel doblado dentro de una petaca—. Un croquis. Tenía marcado un círculo sobre un lugar entre Talará y Mondújar, cerca de las balsas de riego de la zona del Pago del Chorrillo.
Gabriel abrió el papel. Aquel mapa estaba trazado a mano, con símbolos parecidos a los que él ya tenía en su cuaderno. Había una palabra escrita en mayúsculas: “Recuerdo.”
Esteban prosiguió:
—No era un niño cualquiera. Sabía cosas… como si alguien le hubiera dictado desde otro tiempo. Me dijo que el Valle tiene memoria, pero está enterrada.
Gabriel anotó mentalmente la ruta hacia Talará. Antes de irse, preguntó:
—¿Qué más recuerda de aquel día?
—Solo una frase que me dejó helado. Dijo: “Los pueblos no están dormidos… Están en silencio. Y hay quienes quieren que sigan así".
📘 Capítulo 8: La carta del mediodía (Cozvíjar)
Gabriel llegó a Cozvíjar siguiendo el curso de una vieja acequia que serpenteaba desde las Huertas de Mondújar. Subió por el camino del molino entre olivos retorcidos, escuchando el canto de una abubilla y el tañido remoto de una esquila. El pueblo se alzaba entre campos de almendros y viñas, con calles estrechas y casas de piedra blanca que guardaban el sol del invierno entre sus muros.
En la plaza del Lavadero, preguntó por Vicenta Ruiz, la viuda del maestro republicano asesinado en los primeros años de la guerra. Una mujer le indicó con la cabeza:
—Al final del Callejón de la Fragua. Vive sola con su gato y sus dolores.
Gabriel subió por un empedrado que parecía de otro siglo. La encontró en una casita baja, deshojando manzanilla y con la mirada fija en las sierras de Albuñuelas.
—¿Qué quiere de una vieja como yo? —dijo sin levantarse—. Ya no tengo más que recuerdos y ropa negra.
—Busco la verdad. Sobre Isaac. Y sobre lo que ocurrió en el Valle durante los años del miedo. Me dijeron que usted custodiaba algo…
Vicenta no respondió. Sacó de un cántaro una cajita de madera forrada de tela. La abrió despacio. Dentro, entre papeles doblados y una medalla sin cordón, había una carta amarillenta, firmada con iniciales apenas legibles: “I.C.M.”
—Esa carta llegó a mis manos una mañana de marzo, en plena tormenta —susurró—. El cartero nunca supo quién la dejó. Solo sé que me pedía esconderla. Decía que en cada pueblo había alguien que debía guardar una pieza. Y que un día, alguien vendría a unirlas.
Gabriel abrió la carta. Era un texto cifrado con símbolos parecidos a los del croquis que le dio Esteban. Hablaba de un sitio llamado La Venta Quemada, entre Nigüelas y el antiguo camino real.
—¿La Venta Quemada existe?
—Existió —afirmó Vicenta—. Era una posada de paso para arrieros y tratantes. Ardió en el año treinta y siete. Algunos dicen que allí se escondieron papeles, mapas, incluso gente que desapareció.
Gabriel guardó la carta con respeto. Antes de marcharse, Vicenta lo miró por primera vez con ternura.
—Usted no es un cualquiera. Se le nota en la mirada. Si encuentra a Isaac… dígale que su madre no lo olvidó. Aunque no era mi hijo, lo quise como si lo fuera.

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