"Desde la placeta del cortijo"
Relato basado en la vida de Dioni Gordo
Años 70 y siguientes, Ízbor.
El sol caía sobre Ízbor con esa calidez serena de los días de marzo, dorando las hojas de los olivos centenarios que rodeaban el Cortijo Don Miguel, como si cada rama guardara un secreto, una historia. En lo alto, junto a la vereda, la silueta blanca del cortijo se recortaba contra el cielo claro. Allí nació Dioni Gordo, y allí se había criado junto a sus cinco hermanos. Una hermana pequeña no llegó a crecer, pero su recuerdo seguía en cada rincón de la casa, en los rezos de su madre, en el silencio respetuoso de las noches de invierno.
El cortijo no era solo un hogar. Era un molino de aceite de sangre, uno de los últimos que quedaban en pie en la zona. Las grandes ruedas de piedra, movidas por mulos que daban vueltas incansables, exprimían las aceitunas con el mismo esfuerzo con que la familia extraía el sustento de la tierra. Su padre, curtido y fuerte, araba los campos con esos mismos animales. Y cada año, cuando llegaba la recogida, vecinos del pueblo venían a jornal, arrancando las aceitunas a mano, partiendo almendras en los patios para venderlas después sin cáscara.
La placeta del cortijo era un pequeño mundo. Allí corrían Dioni y sus hermanos, entre cabrillas que daban leche, gallinas, pollitos y conejos. Pero también era el escenario de uno de los momentos más esperados del año: la matanza. Dos o tres marranos se sacrificaban cada temporada, y la carne se aprovechaba al máximo, entre humo, risas y trabajo compartido. Se celebraba con vino mosto, elaborado por el padre en el lagar, pisado con sus propias botas, como se había hecho toda la vida. El aroma del mosto y del embutido curándose al aire se mezclaba con el sonido de las voces, el calor del hogar, la vida que bullía.
Su madre, siempre presente, lavaba la ropa en un barreño, frotando con una piedra traída del aljibe, de esas que hablaban del tiempo lento y de manos firmes. Dioni y su hermana le llevaban el agua, subiendo y bajando con cántaros desde las fuentes del Molinillo y La Peta, llenando un pipote que a veces parecía más grande que ellas mismas. Esa agua era la vida del cortijo: clara, fría, verdadera.
Y cuando la vida llegaba, también lo hacía allí. Los partos de sus hermanos y el suyo propio fueron en el mismo cortijo, asistidos por una mujer sabia y curtida de nombre entrañable: La Coma Soleá, la comadrona del pueblo, que con sus manos y sus saberes traía al mundo nuevas voces en la intimidad de aquellas paredes encaladas.
Cuando la madre de Dioni falleció, fue también allí donde la velaron, como se hacía antes. Y desde allí, a hombros, los vecinos la llevaron hasta el cementerio, con respeto, con cariño, con historia.
Pero la vida también traía días felices. Dioni recordaba con una sonrisa el día de su boda. Salió vestida de blanco desde el mismo cortijo donde nació, y por las veredas —como en un cuento— caminó hacia la iglesia de Ízbor. Cada paso resonaba con las voces de su infancia, con el sonido de las ruedas del molino, con el tintineo del cántaro contra la piedra.
La finca seguía viva. Los olivos centenarios ofrecían su fruto año tras año, y los algarrobos milenarios, con su sombra densa y sabia, parecían proteger a los suyos como lo habían hecho desde generaciones atrás.
Desde lejos, el Cortijo Don Miguel era solo un edificio blanco entre montes y olivares. Pero desde dentro… desde dentro era un universo. Era donde el pasado seguía vivo en cada rincón, en cada piedra del aljibe, en cada vereda. Era donde la historia de una familia se trenzaba con la historia del Valle.
Y Dioni, su protagonista.
Los Molinos de Sangre en el Valle de Lecrín: Huella viva de un pasado
agrícola
En el corazón del Valle de Lecrín, bajo el sol que baña los pueblos blancos y las vegas de naranjos y olivos, aún resuena en la memoria colectiva el eco de los molinos de sangre, una de las formas más antiguas y humildes de transformación agrícola. Estos molinos, movidos por la fuerza de animales de tiro —principalmente mulos o burros—, jugaron un papel esencial en la economía rural del valle hasta bien entrado el siglo XX.
¿Qué es un molino de sangre?
El término "molino de sangre" hace referencia a aquellos mecanismos que, a diferencia de los molinos hidráulicos o de viento, funcionaban gracias al esfuerzo físico de animales que giraban en círculo alrededor de un eje central. Este movimiento se transmitía a una piedra de molino que prensaba aceitunas para extraer aceite, trituraba cereales o realizaba algún otro proceso agrícola esencial.
En el Valle de Lecrín, estos molinos se usaban principalmente para la molturación de aceitunas, en una tierra donde el olivar era y sigue siendo cultivo predominante. En su interior, se conservaban grandes vigas, muelas de piedra, capachos y tinajas de barro para almacenar el aceite.
Origen y evolución en el Valle
Aunque el uso de la tracción animal para moler se remonta a civilizaciones antiguas —como la romana y la árabe—, su presencia en el Valle de Lecrín quedó especialmente arraigada tras la época nazarí. Muchas estructuras de estos molinos, especialmente en cortijos y haciendas, muestran influencias de la ingeniería morisca, como ocurre en lugares como Ízbor, Melegís o Mondújar.
Durante siglos, las familias dependían de estos molinos para obtener el aceite necesario para el autoconsumo o para el trueque en los mercados locales. En algunos cortijos, como el Cortijo Don Miguel de Ízbor, el molino formaba parte de la vida diaria, y era habitual que los animales empezaran a girar desde el amanecer, en jornadas largas y pesadas.
Centros de vida y encuentro
Más que simples instalaciones técnicas, estos molinos eran centros de reunión, conversación y trabajo comunitario. En épocas de cosecha, vecinos y familiares se unían para moler juntos, compartiendo comida, aguardiente y canciones mientras esperaban su turno. Las paredes de estos molinos han escuchado historias, tratos, disputas y romances.
Declive y memoria
La llegada de la electricidad y la mecanización del campo supuso el principio del fin para los molinos de sangre. Muchos quedaron abandonados o reconvertidos en almacenes, cuadras o viviendas. Sin embargo, algunos han sido conservados como testimonio del ingenio y la resistencia de las gentes del Valle.
Hoy, estos espacios —aunque en ruinas o transformados— siguen presentes en la arquitectura rural, con sus muelas olvidadas en rincones de cortijos o patios, y sus viejas vigas dormidas bajo el polvo de los años.
Un patrimonio a redescubrir
Recuperar y poner en valor los antiguos molinos de sangre del Valle de Lecrín es una forma de conectar con nuestras raíces, de entender cómo nuestros abuelos y bisabuelos moldearon el paisaje y la cultura de esta tierra. Son testimonio de una época en la que el sudor, la paciencia y la fuerza animal eran la base del sustento.
Conocerlos, preservarlos y contar sus historias es, también, un acto de gratitud hacia quienes nos legaron un valle vivo y fértil.
La Maldición del Puente de Ízbor
Ízbor, con sus casas colgadas entre cerros y su puente dominando el cañón del río, siempre ha vivido entre agua, piedra y leyenda. El antiguo puente romano, aunque restaurado, conserva su esencia milenaria, y en torno a él circula una historia oscura que algunos mayores aún relatan con voz baja.
Cuenta la leyenda que hace siglos, durante un año de grandes lluvias, el río creció con fuerza desbordada. El puente que unía las dos orillas cedió por primera vez en siglos, y varios campesinos quedaron aislados al otro lado, con sus bestias y sus sacos de grano. Una familia entera desapareció entre la corriente, y al poco, alguien dijo haber visto una figura oscura paseando por el puente en ruinas, cada atardecer, justo cuando el sol se ocultaba tras los montes de Béznar.
Los vecinos empezaron a hablar de una maldición del río: que cada cien años, el agua se cobraba un tributo para recordar que no se podía dominar. Un anciano del pueblo, llamado Juanico, aseguraba haber escuchado una voz femenina bajo el puente: una mujer morisca, ahogada siglos atrás, que pedía volver a casa. Nadie le creyó, hasta que una noche desapareció sin dejar rastro. Solo se encontró una pequeña balsa de madera, amarrada a un matorral junto a la orilla, como si alguien hubiera intentado cruzar.
Desde entonces, cuando hay crecidas, algunos dicen que el agua "ruge" de forma distinta, como si trajera voces. Y cuando alguien nuevo pregunta por el puente, los más mayores simplemente dicen: “respeta el agua, y el agua te respetará”.
Hoy, ese puente sigue en pie, cruzado por coches y caminantes, pero en las noches de viento, si te detienes y escuchas bien, algunos aseguran que se oye un suspiro justo donde el río se encajona… como si algo antiguo aún habitara allí.
La fuente que olvida (Ízbor)
En la ladera alta de Ízbor, donde los algarrobos parecen fantasmas al anochecer y las veredas se estrechan como si guardaran el aliento, hay una fuente pequeña y vieja, oculta entre zarzas y piedras caídas.
Ya no tiene nombre. Algunos la llaman simplemente “La que calla”.
Porque nadie recuerda cómo se llama, ni quién la hizo, ni por qué sigue manando cuando todas las demás se secan.
Pero hay una historia que corre en voz baja entre los mayores.
Cuentan que una vez, hace ya muchos años, un hombre subió hasta esa fuente con el corazón roto. Se llamaba Mateo, y había vivido una pena tan grande que no podía dormir. Decía que los recuerdos lo perseguían como perros.
Una noche, sin saber por qué, subió solo, como empujado por algo. Bebió agua de la fuente. Lavó su cara. Y se sentó.
El viento soplaba entre los juncos. La luna estaba delgada. Y entonces lo sintió: un peso se le iba del pecho.
Volvió a casa sin saber qué pasaba. Pero durmió. Y por primera vez, no soñó con lo que lo hería.
Volvió al día siguiente. Y al otro. Cada vez, el recuerdo dolía menos. Hasta que una mañana, ya no recordaba por qué subía. Solo sabía que al bajar, se sentía en paz.
Desde entonces, se dice que quien bebe de esa fuente puede olvidar lo que más le pesa, pero sólo si de verdad desea soltarlo.
No es magia, ni castigo.
Es un acuerdo.
La fuente te ayuda a olvidar,
pero a cambio, olvida también tu nombre,
tu historia, tu pena.
Y lo que se olvida allí,
no vuelve jamás.
Por eso, nadie la busca fácilmente. Porque beber de ella es soltar parte de uno mismo.
Y no todos están dispuestos a dejar atrás aquello que más duele.
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