27 marzo 2025

Relatos de Tablate


El campanario que volvió a sonar

Por Miguel Ángel Molina Palma

 

Durante años, Tablate fue un susurro entre ruinas. Las casas, calladas. Las calles, cubiertas de maleza. Y la iglesia de Santiago Apóstol, hundida, sin techo ni bancos, parecía haber dicho su última misa. Solo quedaba en pie el campanario, desgastado pero firme, mirando al barranco como un centinela que se niega a cerrar los ojos.

Los que cruzaban el viejo puente decían que, en noches de viento, la campana sonaba una sola vez. Nadie sabía cómo. Y si alguien dejaba una piedra junto a la puerta de la iglesia, al volver días después la encontraba colocada en forma de cruz. Como si alguien —o algo— aún rezara dentro.

Muchos años pasaron, hasta que un grupo de personas que amaban Tablate —aunque no vivían allí— decidieron devolverle la voz a su iglesia. La asociación cultural de Tablate, con manos, ilusión y respeto, restauró el templo, devolviendo la luz al altar, la dignidad a los muros, y la esperanza al pueblo que, aunque vacío, nunca estuvo del todo muerto.

El día que volvieron a abrir las puertas, ya restauradas, algunos decían haber sentido un aire cálido saliendo del interior, como un suspiro antiguo. Otros juraron que, justo al acabar la bendición, la campana sonó sola. Solo una vez. Como un saludo.

Y desde entonces, aunque Tablate no tenga vecinos, la iglesia vuelve a estar viva. Se celebran actos, misas, y quienes cruzan el puente ya no lo hacen en silencio, sino con una mezcla de respeto y alegría.

Porque hay un secreto que solo el campanario conoce:

“Un pueblo está vivo mientras alguien toque su campana.”

Y ahora, en lo alto de Tablate, la campana de Santiago vuelve a hablar. Para que el olvido no tenga la última palabra.

 

 

Tablate en el siglo XXI

Por Miguel Angel Molina Palma

“Las voces que vuelven”

Tablate, año 2024

 

Tablate sigue en ruinas.

Pero ya no está del todo solo.

El puente resiste, como siempre.

La iglesia, reformada con esfuerzo y corazón por la Asociación Cultural de Tablate, ha vuelto a tener techo.

Sus muros, que vieron siglos de silencio, ahora escuchan voces nuevas: conversaciones, historias, incluso alguna copla en verano.

En una esquina del pueblo, hay una casa blanca que destaca entre las piedras.

La casa de Ángeles.

Cada verano, baja desde Gerona y pasa los días limpiando el polvo, regando las macetas, aireando la memoria.

A veces, simplemente se sienta en la puerta con un libro,

otras veces pasea por las calles con una sombrilla de tela,

como si estuviera saludando al pueblo entero.

Ángeles recuerda los nombres de los que vivieron allí,

y les habla como si no se hubieran ido.

Quizá por eso, en su casa el tiempo no pesa tanto.

Ni la soledad.

La Asociación trabaja lento pero firme.

Recuperan muros, limpian el cementerio, protegen lo que queda.

Cada piedra que no se cae es una victoria.

Y cada día que alguien sube con respeto, es una ofrenda al pueblo que fue.

Los visitantes, cada vez más curiosos, no entienden del todo lo que Tablate significa.

Pero se quedan callados al cruzar el puente.

Sienten algo.

No es turismo.

Es otra cosa.

Un día, Ángeles dejó una frase escrita en una servilleta, sobre la mesa de la iglesia, en una reunión con la Asociación. Decía:

“Este pueblo aún habla.

Solo hay que venir a escucharlo.”

Y así, entre pasos suaves, manos que ayudan, veranos blancos y un puente que sigue en pie,

Tablate, en pleno siglo XXI, no ha muerto.

Solo duerme… y a veces, sueña con volver.

 

 

 

Tablate en el siglo XX

(Recreación histórica)

Por Miguel Angel Molina Palma

“El mediodía largo”

Tablate, año 1934

 

En 1934, Tablate aún vivía.

No a voces, ni con jolgorio, pero sí con el paso tranquilo de los días bien hechos.

Quedaban unas doce o quince familias.

Unos eran labradores, otros cuidaban cabras, y los más jóvenes bajaban a Dúrcal o a Lanjarón cuando había jornal.

Los niños corrían por la plaza, jugaban al aro y al escondite tras las tapias.

Cada mañana, a eso de las seis, sonaba la campana de la iglesia, y las mujeres encendían la lumbre para el café y el pan con manteca.

Los hombres bajaban al barranco, cargaban bestias o limpiaban las acequias.

Y las muchachas lavaban en el lavadero de las afueras, frotando con piedras entre risas y chismes.

A mediodía, Tablate olía a puchero, a romero, a leña quemada.

Las casas, encaladas por fuera y frescas por dentro, se cerraban al sol.

Y el pueblo se quedaba en pausa, como un suspiro.

Solo se oía el río, abajo, murmurando.

La escuela aún abría por las mañanas, aunque con pocos pupitres.

Don Andrés, el maestro, llegaba desde Talará dos veces por semana montado en una mula flaca.

Enseñaba a leer, a sumar y a contar historias.

A los niños les gustaba más lo último.

El puente era el corazón del pueblo.

Por él pasaban vendedores, arrieros, curas, algún guardia rural…

Y de vez en cuando, un forastero que preguntaba: “¿Aquí aún vive gente?”

Y sí.

Vivía gente.

Vieja, joven, cansada, alegre.

Gente que sudaba la tierra, que rezaba bajo los olivos,

que comía alubias y cebolla con pan duro…

y que se sentía parte del lugar.

En verano, se oía cantar en los patios.

En invierno, las chimeneas encendidas dibujaban humo sobre las ruinas de lo que ya se iba cayendo.

Y aunque se hablaba de que muchos querían irse a la capital,

nadie terminaba de hacerlo.

Tablate aún respiraba.

Y respiraba hondo.

La última familia no se iría hasta cuarenta años después.

Pero en 1934,

el pueblo estaba de pie.

Sencillo.

Lento.

Y hermoso.

 

 

Tablate en el siglo XIX.

Por Miguel Angel Molina Palma

 

(El siglo XIX fue un siglo convulso en España: guerras, cambios políticos, desamortizaciones, hambrunas, emigración y la lenta desaparición de muchos pueblos rurales. En ese contexto, Tablate, como lugar de paso y encrucijada, vivió de cerca algunos de esos vaivenes… pero a su manera: en silencio, resistiendo).

“El cuaderno del puente”

(Historia inventada)

Tablate, año 1851

Tablate ya no era lo que fue.

Las casas, encaladas con cal de memoria, estaban más vacías que llenas.

El puente aún resistía, como un anciano que se niega a dormirse.

Y la campana… tocaba poco.

La guerra carlista había terminado, pero las heridas no.

Algunos hombres del Valle no habían vuelto.

Otros lo habían hecho con ojos distintos, y hablaban menos que antes.

Mateo Lorente había regresado de la guerra cojeando de una pierna y con una libreta que no soltaba nunca.

No era escritor, pero desde que estuvo en el norte, escribía todo lo que veía.

Le gustaba sentarse en el centro del puente de Tablate al atardecer y garabatear frases sueltas:

“Hoy pasaron cuatro mulas y dos gitanos.

Una mujer dejó flores junto al pilar.

Un niño lloró por hambre y se durmió.”

La gente del pueblo pensaba que estaba un poco tocado.

Pero él seguía escribiendo.

Una tarde de agosto, mientras el sol caía como plomo, una columna de polvo apareció por el camino.

Venía un destacamento de soldados a caballo, con papeles en la mano.

Traían órdenes.

El Estado había vendido parte del terreno del municipio: desamortización.

Tierras comunales que ahora serían de un “propietario nuevo”.

Forastero.

Rico.

Ajeno.

El pueblo, pequeño y sin fuerza, no pudo hacer nada.

Pero Mateo, en vez de protestar, hizo lo único que sabía:

escribir.

Esa noche, bajó al puente con su cuaderno, arrancó varias hojas, y las guardó dentro de una grieta entre las piedras.

Luego dejó una nota encima:

“Aquí queda lo que fue Tablate,

para quien tenga ojos de ver y manos de cuidar.”

Pasaron los años.

Mateo murió sin descendencia.

El pueblo fue apagándose poco a poco.

Pero en 1932, durante unas obras de reparación en el puente, un jornalero encontró un cuaderno reseco.

Estaba escrito con letra limpia y sencilla.

Eran escenas del pueblo.

De cuando aún había ruido.

De cuando aún había panes en los hornos y niños en los caños.

Ese cuaderno hoy no se conserva.

O quizás sí.

Quizás duerme en algún cajón olvidado en Dúrcal.

Pero lo que escribió Mateo se quedó grabado en las piedras.

Y en los atardeceres dorados del puente,

cuando el viento sopla del sur,

parece que alguien aún pasa página.

 

 

 

Tablate en el siglo XVIII.

Por Miguel Angel Molina Palma

 

(El siglo XVIII fue una época en la que Tablate ya se había estabilizado tras las repoblaciones del siglo anterior, aunque seguía siendo un pueblo pequeño, de paso, humilde y silencioso. La vida se tejía entre la agricultura, la arriería, la oración, las estaciones... y el puente seguía siendo el corazón que conectaba el Valle con la Alpujarra.)

"La hora del paso"

(Historia inventada)

Tablate, año 1732

A las seis de la mañana, cuando la luz apenas tocaba las lomas del barranco, la campana de la iglesia sonaba una sola vez.

Era el aviso para que los pocos vecinos de Tablate se pusieran en marcha.

Bernarda ya tenía la masa fermentando desde antes del canto del gallo.

Amasaba en silencio mientras su hija encendía la lumbre con sarmientos.

El pan de la mañana era más que alimento:

era la señal de que el día había comenzado.

En las eras altas, dos hermanos trillaban cebada, mientras su padre revisaba la acequia que bajaba perezosa.

No siempre había agua suficiente, pero aún se respetaban los turnos.

El puente era el centro de todo.

Por él pasaban arrieros con mulas cargadas de naranjas, sal o alumbre.

A veces traían noticias.

Otras, solo polvo y cansancio.

Los niños jugaban con cañas, atrapaban ranas, y a veces ayudaban a espantar los gorriones del trigo.

La rutina era simple, pero tenía un ritmo propio.

Las mujeres lavaban en la poza junto a la fuente.

Los hombres subían al secano o bajaban a la vega, según el tiempo.

Los domingos se rezaba.

Y los días de tormenta, todos miraban el cielo sin hablar, como si supieran que los relámpagos no solo caían en el cielo, sino también en la memoria.

Tablate no tenía más de veinte casas,

pero cada una tenía su voz.

Algunas reían.

Otras dolían en silencio.

Había una mujer que cada tarde se sentaba junto a la iglesia, con un bastidor de hilos.

Nunca hablaba.

Pero cosía nombres.

Dicen que eran los de quienes ya no estaban,

y que lo hacía para que nadie se perdiera en el olvido.

Al anochecer, cuando la brisa enfriaba el sudor y las cabras volvían al redil, se oía otra vez la campana.

Dos toques.

Uno largo y uno corto.

Era la hora del paso.

El momento en que el día dejaba de ser y la noche tomaba el relevo,

como el puente que unía dos mundos sin tocar ninguno.

Y así era Tablate en el siglo XVIII.

Pequeño.

Silencioso.

Pero firme como piedra vieja.

Y vivo como pan recién hecho.

 

 

Tablate en el siglo XVII

Por Miguel Angel Molina Palma

 

(El siglo XVII fue una época de transición, dificultad y resistencia para muchos pueblos andaluces, incluidos los más pequeños y apartados como Tablate. Las consecuencias de la expulsión morisca, las repoblaciones inestables, las hambrunas y epidemias marcaron el pulso de la vida rural. Historia inventada.)

“El silencio de las campanas”

Tablate, año 1651

Nadie sabía ya cuántas veces se habían marchado y cuántas habían vuelto.

Tablate seguía en pie, pero con menos sombra.

Las casas se descascaraban con el sol.

Los campos crecían con rabia cuando llovía, pero luego morían de sed.

Y las campanas… llevaban meses sin sonar.

Corría el año 1651, y una fiebre venida del sur había hecho temblar hasta los montes.

En Granada cerraban las puertas. En los pueblos, se tapaban la boca con trapos.

Y en Tablate, se rezaba sin esperanza.

Solo quedó un hombre: Miguel.

No era cura, ni médico, ni sabio.

Era el campanero.

Y cuando la fiebre se llevó a todos los demás, Miguel se quedó solo en el pueblo.

Cada mañana subía al campanario de la iglesia.

Pero no tocaba las campanas.

Solo las miraba.

Les hablaba.

—“Hoy tampoco, ¿verdad?” —decía con voz baja.

Porque Miguel había hecho una promesa extraña antes de que muriera su madre:

—“No haré sonar las campanas hasta que oiga una voz humana responderme desde abajo.”

Y así pasaron los días.

El río seguía fluyendo.

Los vencejos cruzaban el aire.

El eco del puente respondía sus pasos.

Pero nadie subía por el camino.

Nadie tocaba a la puerta de la iglesia.

Nadie respiraba en las plazas.

Hasta que una mañana, Miguel escuchó una tos.

No en su pecho, sino allá abajo, junto a la fuente.

Bajó corriendo, como si volviera a nacer, y encontró a una niña sentada con un cántaro roto.

No era del pueblo.

Venía de Nigüelas, decía, buscando agua, buscando alguien.

Miguel no le preguntó nada.

Solo la miró con lágrimas.

—“¿Tienes sed?”, preguntó él.

—“No. Tengo miedo”, dijo la niña.

Y entonces Miguel subió, por primera vez en meses, al campanario.

Y tocó la campana.

Una vez.

Fuerte.

Clara.

Como un corazón que vuelve a latir.

Y cuentan que ese mismo día, el eco sonó distinto.

No como antes.

Sino como si respondiera:

“Todavía queda vida.”

 

 

Relato histórico ambientado en el Tablate del siglo XVI.

Por Miguel Ángel Molina Palma

"Donde ya no estaban"

Tablate, año 1575

 

La familia de Juana Martín llegó a Tablate en un carromato con tres bueyes, cuatro gallinas, una cama desmontada y un arcón lleno de ajuares. Venían desde Cuenca, igual que otras familias castellanas que habían sido enviadas a “repoblar las tierras del sur”, ahora que los moriscos habían sido expulsados o convertidos a la fuerza.

Juana tenía dieciséis años y no sabía nada del lugar donde iba a vivir.

Solo que el aire era más cálido, el sol más bajo, y las casas —aunque en ruinas— guardaban un orden hermoso que su padre no sabía interpretar.

—“Esto lo hicieron con cabeza,” decía el padre, un labrador tosco, al mirar las acequias que aún corrían, aunque con menos agua.

—“Lo hicieron los que ya no están,” murmuraba la madre con cierto respeto.

Tablate estaba medio vacío, medio en silencio.

Las casas moriscas tenían patios con limoneros que aún florecían.

Los muros de adobe estaban resquebrajados, pero aún aguantaban el canto de las palomas.

Y en las noches sin luna, parecía que alguien más vivía allí.

Juana empezó a ayudar en la cocina, a buscar agua en la fuente, a barrer un suelo que no era suyo.

Una mañana, mientras recogía romero junto al puente, encontró una tablilla de madera enterrada entre piedras.

Tenía letras extrañas grabadas: árabes.

Aunque ella no las entendía, algo en el trazo le pareció tierno.

Guardó la tablilla sin decir nada.

Y esa noche, escribió su nombre en el reverso, con su mejor caligrafía.

Luego la escondió de nuevo en el mismo lugar.

Pasaron meses.

Los repobladores cultivaban con dificultad lo que no conocían,

rezaban en una iglesia construida sobre una antigua mezquita,

y poco a poco, el pueblo volvió a respirar.

Pero Juana, cada semana, volvía a ver la tablilla.

Hasta que un día, encontró otra palabra al lado de la suya:

Yusuf.

Trazada con la misma ternura.

No sabía quién era.

Pero entendió.

Aunque los nuevos pobladores se habían quedado con las tierras,

la memoria del agua, del pan, del rezo bajito y del nombre grabado seguía allí.

Juana nunca dijo nada.

Pero cada vez que cruzaba el puente, murmuraba:

—“Gracias por dejarme entrar donde ya no estabas.”

Y desde entonces, cada cierto tiempo, alguien encuentra una palabra nueva grabada en una piedra de Tablate.

No es una firma.

Es un susurro entre siglos.

 

 

Tablate siglo XV.

Por Miguel Ángel Molina Palma

 

(Esta historia no es leyenda, sino una recreación imaginada pero plausible, fiel al contexto histórico de la época: antes de la expulsión de los moriscos tras la caída del Reino Nazarí de Granada.)

"Cuando Tablate hablaba en árabe"

Tablate, siglo XV

Antes de que la cruz sustituyera al almimbar,

antes de que la fuente se secara y los muros quedaran sin sombra,

Tablate era un pueblo lleno de vida.

Corría el año de 1478, y aunque en Granada ya se respiraban tensiones, en la garganta del río Tablate se vivía con un silencio armonioso.

Las casas blancas, apretadas como dientes de cal, bajaban en terrazas suaves hacia el puente.

Había moreras, almendros, y campos de cebada.

Y sobre todo: agua.

Siempre agua.

En la plaza, la aljama se reunía para decidir los turnos del riego.

Las mujeres, envueltas en pañuelos de lino fino, llenaban sus cántaros en la fuente de la mezquita.

Y los niños —siempre corriendo, siempre espiando— jugaban a esconderse entre los bancales.

Entre ellos estaba Yusuf, un muchacho de catorce años que ya ayudaba a su padre en la tahona.

Su madre le decía que tenía manos de poeta y pies de labrador.

Una mañana de primavera, mientras amasaban pan con harina de trigo tostado, el padre de Yusuf le habló con voz seria:

—“Hijo, vendrán tiempos difíciles. Pero recuerda esto: el que conoce el agua, nunca se pierde.”

Yusuf no entendió.

Pero al caer la tarde, acompañó a su abuelo hasta la acequia mayor, aquella que bajaba desde Lanjarón y alimentaba los campos de Tablate.

El abuelo se arrodilló, tocó el agua, y dijo una oración muy antigua.

No era árabe ni bereber.

Era más vieja.

Quizás solo el agua la entendía.

Esa noche, Yusuf escribió en una tablilla:

"Si alguna vez me marcho,

volveré a donde el agua me escuche."

No sabía que, apenas veinte años después, los Reyes Católicos exigirían la conversión,

y luego, la expulsión.

Tablate resistió como pudo.

Algunos se quedaron convertidos a la fuerza.

Otros partieron con lágrimas de barro en los ojos.

Y los muros comenzaron a callarse, uno a uno.

Pero antes de irse, Yusuf —ya hombre, ya padre— volvió a la acequia.

Y como su abuelo, se arrodilló.

Dejó caer una piedra redonda al cauce y susurró:

“Cuando el agua diga mi nombre, sabrán que aquí vivió alguien que no olvidó.”

(Dicen que, si en las noches sin viento te acercas al río de Tablate y callas lo suficiente,

puedes oír algo en el agua.

No es palabra.

No es canción.

Es memoria.)

 

 

 

Un día en Tablate – Año 1900,

Por Miguel Ángel Molina Palma .

 

Tablate despierta cuando el cielo aún está pálido. La iglesia de Santiago se perfila sobre el barranco como un vigía callado, y sus campanas —que aún suenan— marcan la hora de levantar el alma y el cuerpo.

Las casas son humildes, muchas de adobe y piedra, con techos de madera de álamo o castaño, y suelos de tierra prensada. Al abrir las puertas, entra el aire fresco del valle, y se oyen los primeros sonidos del día: el balido de una cabra, el rasgueo de una escoba de esparto, el chisporroteo del fuego al prender.

Las mujeres, con faldas largas y delantales, encienden el hogar de leña, cuecen gachas o hacen café de cebada tostada. Algunas cuelgan la ropa en cuerdas que cruzan la calle de un balcón a otro, como banderas de vida cotidiana.

Los hombres ya han salido con las mulas al amanecer. Trabajan en los bancales que cuelgan sobre el barranco, cultivando trigo, cebada, habas o almendros. Otros se dirigen al molino o a la acequia, porque el agua es tesoro aquí, y cada gota se reparte según turnos heredados y respetados como ley.

Los niños, si hay escuela, aprenden a leer con una pizarra de mano, y si no, ayudan en casa, en el horno, o recogen leña. Juegan con muñecos de trapo, con peonzas, o simplemente con lo que la naturaleza les da: una caña, una piedra, una cáscara.

El almuerzo es frugal: pan moreno, aceite, algo de queso curado o una torta con azúcar. El vino es áspero pero bendito. El agua se recoge en cántaros de barro desde la fuente, que nunca deja de manar.

La vida gira en torno a la iglesia. El cura viene desde otro pueblo, tal vez desde Dúrcal o Mondújar, para dar misa cuando se puede. Las fiestas patronales de Santiago Apóstol se celebran con devoción, cantos, cordero al fuego y guitarras. En esas fechas, los que emigraron vuelven, y el pueblo cobra una alegría especial.

Por la tarde, las mujeres se sientan a hilar o a coser, con las puertas abiertas y la conversación al ritmo del bordado. Se habla de la sierra, del tiempo, de los que se han ido. Nadie se siente solo mientras haya vecinos al lado.

Cuando cae la noche, las candiles de aceite iluminan las cocinas. Se cuentan cuentos viejos, historias de moriscos que dejaron oro escondido, y se habla de Granada como si quedara al otro lado del mundo.

En Tablate hay pobreza, sí. Pero también hay orden, respeto, y una manera de vivir que parece ajena al paso del tiempo.

Y así, con el sonido del agua en la acequia y el murmullo del viento bajando del barranco, el pueblo duerme.

Y aunque no lo sabe, se está despidiendo poco a poco.

 

 

Don Claudio, el maestro de las tres sillas

Por Miguel Ángel Molina Palma

 

Cuando Tablate todavía tenía niños en sus calles y el eco del recreo retumbaba entre las casas, la escuela era una sola habitación con techo bajo, tres sillas de madera y una pizarra que chirriaba. Y al frente, como cada mañana, estaba Don Claudio, el maestro.

Nadie sabía exactamente de dónde venía. Algunos decían que había enseñado en Granada. Otros, que se había ido de la ciudad porque ya no soportaba el ruido. Lo cierto es que llegó una primavera, con una maleta de cartón, un abrigo raído y un cuaderno lleno de hojas sueltas.

Pidió quedarse un año. Se quedó diez.

Don Claudio enseñaba a leer con cuentos contados al oído, a sumar con piedrecitas de la acequia, y a escribir con tinta que él mismo preparaba. Tenía solo tres sillas, pero organizaba los turnos como un director de orquesta: mientras uno escribía, otro leía, y el más pequeño le recitaba la tabla del cinco con voz temblorosa.

Pero no enseñaba solo letras. Enseñaba a pensar, a dudar, a mirar el cielo y preguntarse qué habría más allá de las montañas.

Cada 25 de julio, cuando sonaban las campanas por Santiago, Don Claudio escribía una carta con sus alumnos, y la enterraban en una caja bajo el almendro del lavadero. Decía que era para que, si un día alguien volvía, encontrara algo que dijera: “Aquí hubo vida.”

Cuando el pueblo empezó a vaciarse, uno por uno, Don Claudio no se marchó. Cerró la escuela, pero siguió enseñando a los hijos de los pastores, a los nietos que venían en verano, o a quien quisiera escuchar una historia.

Murió solo, pero en paz. Lo encontraron en su pupitre, con la cabeza apoyada en un libro. En la última página, había escrito con su letra torpe:

“Quien enseña en un pueblo, planta raíces en la tierra más fértil: la memoria.”

Y cuando, años después, unos excursionistas desenterraron por casualidad una caja oxidada bajo un almendro, encontraron dentro una carta con nombres de niños, dibujos, y un mensaje final:

“Aquí aprendimos a mirar el mundo con los ojos abiertos.”

 

 

 

El día que Santiago volvió a casa

(Cuento inspirado en la restauración de la iglesia de Tablate, por Miguel Ángel Molina Palma )

 

Durante muchos años, Tablate fue un eco entre barrancos. Las casas, con las puertas rotas; las calles, invadidas por hierba. Solo el viento y algún caminante cruzaban el puente viejo, y lo hacían en silencio, como quien entra en un lugar donde ya solo habita el recuerdo.

En medio de ese paisaje dormido, quedaba en pie un edificio más digno que los demás: la iglesia de Santiago Apóstol. Con el techo hundido, las paredes agrietadas, y el altar cubierto de polvo, pero firme, como si esperara algo. O a alguien.

Los vecinos de otros pueblos, al pasar, decían que la iglesia no se caía por una sola razón: porque dentro seguía habitando el santo.

No su imagen de madera, que hacía años se había perdido… sino su presencia, su nombre, su historia. “Santiago no se ha ido”, murmuraban algunos al cruzar el puente. Y más de uno, al acercarse a las ruinas, juraba haber oído un susurro que decía:

“Cuando volváis, yo también volveré.”

Pasaron décadas. Hasta que un día, un grupo de personas —gente del valle, de fuera, y de más allá— subieron al pueblo con herramientas, planos, respeto… y un sueño: devolver la vida a la iglesia. No para llenarla de ruido, ni de oro, sino para que su silencio volviera a ser sagrado, y no abandono.

Comenzaron a limpiar escombros, a levantar muros, a restaurar con cuidado lo que aún podía salvarse. Durante las obras, en uno de los rincones del altar, encontraron una piedra grabada con un símbolo de concha y una fecha apenas legible. La concha de los peregrinos. La señal de Santiago. Nadie supo cómo había llegado allí.

Cuando colocaron el último ladrillo, y abrieron de nuevo las puertas, ocurrió algo extraño: la brisa del barranco entró, y sonaron tres golpes secos en la madera, como si alguien estuviera llamando desde fuera. Pero no había nadie.

Ese día, todos supieron que la promesa estaba cumplida. Santiago había vuelto a casa.

Desde entonces, la iglesia sigue en pie, restaurada con manos de amor y gratitud. No hay misa diaria, ni campanas constantes… pero quienes la visitan, aseguran que allí dentro se respira algo más que aire: una memoria viva.

Y si alguna vez cruzas Tablate al atardecer, y la iglesia se ilumina con la última luz del día, quédate un momento. Puede que escuches esa voz leve, que aún dice:

“Gracias por volver. Aquí os esperaba.”

 

 

 

Santiago no se ha ido

(Poema para Tablate.

Por Miguel Ángel Molina Palma )

 

Tablate duerme en la roca,

con sus casas medio abiertas,

y sus muros, como libros,

que el viento aún interpreta.

Las ventanas ya no miran,

las veredas ya no hablan,

y en el silencio del puente

solo el río guarda el alma.

Pero en medio de la ruina,

donde todo parecía

ser olvido y despedida…

una iglesia resistía.

La de Santiago, el valiente,

la que al sol nunca se esconde,

aunque el pueblo se callara,

su campana respondía.

Vinieron manos sencillas,

con cariño, con madera,

a decirle a las paredes:

“No estás sola, compañera.”

La limpiaron de tristeza,

la vistieron con respeto,

le pusieron luz y vida

donde solo había desierto.

Y ahora, cuando el sol declina

sobre el cerro despoblado,

la iglesia alza su mirada

como un faro restaurado.

Porque aunque el pueblo esté quieto,

aunque falte conversación,

si una iglesia está de pie,

queda en pie el corazón.

Y si un día tú la cruzas,

no te asombres del silencio:

Santiago aún está dentro…

esperando al próximo rezo.

 

 

 

El último pastor de Tablate (El último habitante de Tablate)

Por Miguel Ángel Molina Palma

 

Se llamaba Paco Fuentes, aunque en los pueblos del Valle muchos le decían simplemente “el de Tablate”, como si el pueblo ya fuera su apellido.

Vivía solo en una de las casas más resguardadas del barranco, la que tenía la puerta azul y un almendro seco en la esquina. No tenía reloj, ni radio, ni luz eléctrica. Pero conocía el paso de las horas por la sombra del puente y los días del año por el olor del aire.

Dicen que había nacido en Tablate y que, cuando todos se fueron —uno por uno, con maletas de cartón y promesas de futuro— él se quedó con su rebaño de cabras, una mula vieja y un perro sarnoso al que llamaba “Tizne”.

No hablaba mucho. A veces bajaba a Dúrcal andando para comprar sal, jabón y aceite. Se sentaba en la esquina de la plaza y contestaba con la mirada. El que quería entenderle, tenía que saber leer los silencios.

Cuidaba la iglesia como podía. La barría con ramas secas, recogía los cristales rotos cuando caía alguna teja, y, cuando tenía fuerzas, se sentaba dentro un rato sin hacer nada, solo a respirar piedra sagrada. Nunca encendió velas, pero colocaba flores silvestres en una latita junto al altar.

A veces, los pastores de otros pueblos lo encontraban entre los senderos, con las manos agrietadas, el bastón en alto, cantando para sí mismo una copla sin letra. No se quejaba, no pedía. Solo vivía.

Una mañana —hace ya casi cincuenta años— no bajó al barranco. El perro fue visto vagando solo por los alrededores, como quien busca a su dueño entre las hojas. Al subir al pueblo, lo encontraron dormido en su cama, con la puerta entornada y la olla aún caliente.

Dicen que murió como vivió: en paz, en su sitio, sin hacer ruido. Y que la última campanada que sonó en Tablate fue la de su alma marchando.

Desde entonces, el pueblo quedó vacío. Pero cuando uno sube por los senderos que llevan a las ruinas, el silencio no pesa: respira. Como si aún viviera alguien allí.

Y si alguna vez ves una cabra sola pastando entre las piedras o una flor puesta sin razón junto a la puerta de la iglesia, no te asombres.

Tal vez, Paco no se ha ido del todo.

 

El último de Tablate

(Verso para el pastor que se quedó)

 

Solo quedó en Tablate,

el viento por vecino,

la iglesia por consuelo,

las cabras por camino.

Paco se llamaba,

pero pocos sabían

que su voz era el eco

de un pueblo que se iba.

No encendía faroles,

ni pedía favores,

solo abría la puerta

al sol y a los olores.

Cada día subía

con su mula y su perro,

y al volver por la tarde

hablaba con el cerro.

No rezaba en voz alta,

pero en la iglesia entraba

y dejaba una flor

donde nadie miraba.

Tenía una olla vieja,

tres platos, un candil,

y el alma llena de eras,

de polvo y de alhelí.

Una mañana el fuego

no quiso calentarlo,

y el perro, por las piedras,

salió a buscar su paso.

Lo hallaron sin un gesto,

con la paz en la frente,

como quien ya sabía

que el silencio lo entiende.

Y cuentan que ese día

el puente no temblaba,

porque el alma de Paco

era Tablate entera,

quedándose callada.

 

 

 

El último Santiago

Por Miguel Angel Molina Palma

 

Fue un 25 de julio cualquiera, pero nadie del pueblo lo supo en ese momento. Solo más tarde, con los años, se recordaría como el último Santiago de Tablate.

Quedaban cuatro casas abiertas. Las demás estaban ya vacías, con las puertas atrancadas y las ventanas ciegas. Los tejados empezaban a ceder. El puente seguía firme, pero el alma del pueblo ya pesaba más en los recuerdos que en las piernas.

Dolores, la mayor, se empeñó en preparar la iglesia como toda la vida: barrió las losas con escoba de tomillo, colocó dos jarras de romero fresco a los pies del altar y subió la vieja imagen de Santiago —desgastada, polvorienta, pero digna— sobre un taburete cubierto con un paño bordado.

Pedro, el último joven que quedaba, ayudó a encender los candiles. Le temblaban las manos, no de edad, sino de algo más hondo: esa sensación de que lo que haces es importante porque quizás nadie más lo volverá a hacer.

Ese año no hubo cura. Ni procesión. Ni guitarras.

Pero a la hora de siempre, cuando la misa habría comenzado, todos los que quedaban se reunieron dentro de la iglesia. Ocho personas. Se sentaron en los bancos, en silencio. Nadie leyó nada. Nadie rezó en voz alta. Solo sonó el campo, el agua bajando, un cencerro perdido, el leve crujido de una viga vieja.

Entonces, Rosario, que apenas hablaba desde que su hijo se fue a América, se puso en pie y cantó sola una copla antigua, casi como si la sacara del fondo de la piedra:

“Santiago bendito,

no nos dejes solos,

que aunque el pueblo duerma,

aún te rezan todos.”

Las voces de los demás se unieron bajito. Y sin darse cuenta, habían vuelto a hacer la fiesta, como siempre. Pequeña. Sin alarde. Pero llena.

Aquella noche, comieron juntos en la casa de Dolores. Pan moreno, queso, higos secos. No hubo brindis, solo miradas.

Y al día siguiente, no se dijo nada. Pero todos supieron que sería la última vez.

Poco a poco, uno tras otro, fueron marchándose. A Dúrcal, a Granada, a otras vidas. Tablate quedó en silencio. Santiago también.

O eso parecía.

Porque hoy, cuando alguien entra en la iglesia restaurada, cuando el sol entra por la puerta abierta y toca la piedra, a veces aún parece oírse aquella copla suave, flotando en el aire, como una promesa:

“Aunque el pueblo duerma,

Aún te rezan todos.”

 

 

Santiago en Tablate – Fiesta Mayor hacia 1905

Por Miguel Ángel Molina Palma

 

Era el 25 de julio, y aunque el pueblo era pequeño, ese día se despertaba antes que el sol. Desde días antes, las mujeres habían encalado las fachadas, colgado sábanas bordadas en los balcones y preparado pan moreno, empanadillas, y dulces de almendra. La calle principal lucía como si el pueblo entero esperara visita.

En la iglesia de Santiago Apóstol, que ese día abría con las puertas de par en par, el aire olía a tomillo, incienso y romero fresco, traído del monte por los niños al amanecer. Había flores del barranco, ramas de olivo, y un silencio reverente entre las piedras.

A media mañana, llegaba el cura de Mondújar o Dúrcal, montado en burro o acompañado de un mozo. Venía con la casulla enrollada, la estola doblada y una sonrisa cansada de quien ya había oficiado misa en otro pueblo. Pero al pisar Tablate, algo cambiaba. Se notaba que aquí aún quedaba fe sencilla, de las que no necesita más que una vela encendida y una oración dicha con humildad.

La misa se celebraba con solemnidad, y aunque no había órgano ni coro, las mujeres cantaban bajo, casi como si rezaran cantando. Algunos hombres rezaban en voz alta, con la gorra entre las manos, y los niños, inquietos, espiaban todo con los ojos muy abiertos.

Luego venía lo más esperado: la procesión.

Santiago salía en andas pequeñas, cubierto de flores del campo, y lo llevaban a hombros los hombres del pueblo, turnándose a cada tramo. Bajaban por la calle empedrada y subían hasta la entrada del puente, como si bendijera la frontera del barranco. Allí se detenían, y se rezaba mirando hacia la Alpujarra, en recuerdo de los que ya se habían ido.

Después venía la comida. Las casas se abrían. Se compartía todo: vino, pan, migas, guiso de conejo, tortillas de habas, y pasteles hechos solo para ese día. Los mozos tocaban laúd o guitarra, y las muchachas cantaban coplillas aprendidas de sus abuelas.

No faltaba quien bailaba una seguidilla sobre la piedra limpia, y al caer la tarde, las voces se mezclaban con el rumor del agua y el zumbido de las chicharras. Algún viejo contaba historias de moros, otros de guerras, y uno siempre decía que Santiago se le apareció en sueños.

Ya al anochecer, se encendían faroles de aceite y braseros en las esquinas, y el pueblo parecía flotar entre sombras, música y recuerdos.

Y cuando todo terminaba, y el cura se marchaba, y las puertas se cerraban poco a poco, el silencio volvía. Pero no era un silencio triste.

Era el de un pueblo que, aunque pequeño, sabía que mientras celebrara a su patrón, no se borraría del mapa.

 

 

 

Un día cualquiera en Tablate – Principios Siglo XX

Por Miguel Ángel Molina Palma .

 

Amanece despacio en Tablate. El sol entra por la sierra y se cuela por las rendijas de las puertas de madera, donde huele a pan candeal, a aceite de oliva, y a humo dulce del brasero apagado.

Las primeras en levantarse son las mujeres, que prenden la lumbre, calientan leche en pucheros oscuros, y amasan con manos sabias la harina para las tortas del desayuno. En el silencio roto del alba, ya se oyen los burros rebuznando en los corrales, y el crujido de las puertas al abrirse una a una.

Los hombres salen con el sombrero calado, la azada al hombro, y una bota de vino bajo el brazo. Van a las eras, a los olivares, o a reparar muros de piedra seca. Algunos bajan al barranco para revisar las acequias o cortar cañas. Los más jóvenes, si hay suerte, ayudan en tareas de albañilería en pueblos vecinos, regresando al anochecer andando o en bestia.

Los niños corren por las callejas empedradas, juegan con latas, piedras o a saltar desde los aleros bajos de las casas. Van a clase a la escuelita del pueblo —si hay maestro aquel año— o aprenden a contar ayudando en la tienda o viendo cómo se pesa la harina.

La iglesia de Santiago, aunque pequeña, sigue marcando el ritmo del pueblo. Los domingos hay misa, y en las fiestas, se engalana con flores del barranco, sábanas bordadas y algún estandarte descolorido pero querido. En las festividades, suenan guitarras, alguien improvisa fandangos, y los más viejos sacan botellas guardadas “pa’ la ocasión”.

En verano, las noches son más largas. Se sientan en las puertas con sillas bajas, se cuentan cuentos viejos, y se mira al cielo, que en Tablate parece estar más cerca. La gente no tiene prisa. El tiempo no corre, camina.

En invierno, el pueblo se encoge, se calienta al brasero, se hacen sopas espesas y se arreglan los trajes de los domingos. Si llueve mucho, el barranco ruge y todos miran al puente con respeto, como quien vigila una frontera invisible.

La vida en Tablate era humilde, sí, pero también completa. La gente tenía poco, pero sabía lo que tenía, y no lo medía en cosas, sino en días tranquilos, en pan compartido, en vecindad.

Y cuando alguien se marchaba —a Dúrcal, a Granada, o más lejos aún— se decía con media voz:

“Cuando vuelvas, Tablate seguirá aquí. No se ha ido nunca.”

 

 

 

 

 

 

 

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