La promesa de Clara (Tablate, hoy)
Clara tenía veintisiete años cuando volvió al Valle de Lecrín con una mochila ligera y una duda pesada.
Había nacido en Dúrcal, pero llevaba años viviendo lejos, corriendo entre ciudades y trabajos que se le caían de las manos como agua entre los dedos.
Hasta que una tarde de abril, mientras recogía sus cosas para mudarse de nuevo, le llegó una postal sin firma.
Solo decía:
“Cruza el puente de Tablate.
La respuesta está allí.”
No sabía quién la había enviado.
Ni por qué.
Pero al leerlo, sintió un escalofrío.
Porque Tablate era un lugar del que su abuela hablaba con respeto,
como si aún viviera alguien allí que no se podía ver.
Clara cogió un autobús, luego caminó los últimos metros.
El sol caía bajo, y el viento olía a tomillo seco.
Cuando llegó al puente, no había nadie.
Solo el sonido del río.
Y un silencio lleno de algo antiguo.
Se detuvo en el centro del puente.
Miró las piedras.
Y sin saber por qué, se agachó y apoyó la mano sobre una de ellas.
Entonces escuchó dentro de sí una frase clara, sin voz:
“¿Qué promesa vas a cumplir?”
No era una orden.
Ni una amenaza.
Era una pregunta honesta.
Clara se quedó quieta.
Y comprendió.
Toda su vida había huido de lo que sentía.
Había apagado su deseo de escribir, de contar historias, de volver al origen.
Y allí, en el corazón de Tablate, sobre el puente que aún recordaba voces de hace siglos, hizo su promesa:
—“Volveré.
Y escribiré sobre esto.
Para que nadie más se olvide de dónde venimos.”
Ese mismo día comenzó su primer cuaderno.
Y no paró.
Hoy, si alguien visita Tablate y cruza el puente con el corazón inquieto,
puede que encuentre, colgado entre dos piedras, un papel doblado.
Dentro, una frase escrita con trazo suave:
“Haz tu promesa.
El pueblo escucha.”
Leyenda de
Tablate
Volvemos a Tablate, pueblo suspendido en el tiempo,
entre ruinas, historia y silencio. Aquí os traigo una leyenda nueva, que aún no
he contado: una historia de frontera, de honor y de un juramento que el viento
no se llevó.
El juramento de los tres puentes (Tablate)
Mucho antes de que el pueblo quedara en ruinas,
Tablate era un lugar de paso y de promesas.
Allí se cruzaban caminos, se cambiaban mulas por sal,
y los pastores saludaban a los viajeros con un gesto y un sorbo de agua.
Pero también fue tierra de frontera.
Entre moriscos y cristianos, entre bandoleros y
soldados, entre los que huían y los que perseguían.
Dicen que una noche de niebla espesa, tres hombres se
reunieron junto al puente viejo de Tablate.
Eran enemigos.
Uno venía de la Alpujarra.
Otro del Valle.
El tercero era forastero, pero sabía algo que los
otros no sabían: que ese lugar era sagrado.
Los tres portaban una promesa.
Cada uno la suya.
Y los tres sabían que, si luchaban allí, la maldición
del agua los alcanzaría.
Porque el río, en Tablate, oye los juramentos.
Y si no se cumplen… no olvida.
Así que en vez de enfrentarse, se arrodillaron en
silencio,
cada uno tocó una piedra del puente
y dejaron su palabra clavada en la roca como una
raíz:
—“Nunca volveré a levantar mi espada contra un hermano,”
dijo el primero.
—“Nunca robaré agua ni pan a quien cruce este paso,”
dijo el segundo.
—“Nunca mentiré en este lugar,” dijo el tercero.
Y así se marcharon.
Cada uno a su destino.
Pero el juramento quedó grabado, dicen, en la
corriente.
Desde entonces, se cuenta que quien cruce el puente
de Tablate con mala intención… tropieza.
Quien lo cruce huyendo de su palabra… escucha una
voz.
Y quien lo cruce con el corazón limpio… siente una
paz antigua.
Muchos lo han probado.
Algunos han llorado al llegar al otro lado.
Otros han vuelto atrás, como si el peso de lo que
callaban no les dejara avanzar.
Y hay quien dice que, cuando el río suena fuerte bajo
el puente,
no es solo el agua corriendo…
son las promesas que aún se recuerdan.
Leonor, la
curandera del romero
En Tablate, cuando los caminos eran de piedra y no
llegaban ni médicos ni boticas, la salud estaba en manos de la tierra. Y quien
conocía esa tierra mejor que nadie era Leonor, la curandera del pueblo.
Vivía sola en una casa modesta, cerca de la acequia.
No tenía esposo ni hijos, pero nadie en el pueblo se sentía lejos de ella. Era
menuda, de trenzas grises y manos rápidas, siempre con olor a ruda, lavanda y
albahaca.
Desde niña, su madre le había enseñado a leer las
señales del cuerpo como quien lee las nubes: una fiebre tenía su raíz, una tos
su ritmo, y una pena su peso. Aprendió a preparar cataplasmas, infusiones,
ungüentos. Sabía dónde crecía cada planta del barranco y para qué servía.
Pero no solo curaba el cuerpo.
La gente iba a verla cuando los sueños se repetían,
cuando los niños no dormían, o cuando un corazón se encogía sin razón. Leonor
escuchaba en silencio, ponía la mano sobre el pecho, y a veces decía
simplemente:
—“Toma este ramito de romero. Pero no lo hiervas…
Llévalo contigo hasta que deje de doler.”
Tenía fama de bruja entre los que no la conocían.
Pero en Tablate, nadie se reía de Leonor. Porque gracias a ella, muchos
volvieron a andar, a sonreír, o a dormir en paz.
Dicen que una noche de invierno, cuando ya era muy
mayor, se quedó dormida junto al brasero, con un libro abierto y una ramita
seca en la mano. Al día siguiente, su casa olía a tomillo fresco, aunque no
había ni una planta encendida.
Y cuando fueron a buscarla, solo encontraron una nota
escrita con letra redonda:
“He vuelto al monte. Si me necesitas, búscame donde
crece el romero.”
Desde entonces, en primavera, cuando brotan las
hierbas junto a la acequia, una mata de romero crece sola frente a su antigua
casa. Siempre verde. Siempre fragante.
Y hay quien, al pasar, susurra:
“Gracias, Leonor.”
Gaspar, el
molinero de Tablate
En la parte más baja del pueblo, donde el agua rugía
más fuerte que el viento, se alzaba el molino viejo de Tablate. No era grande
ni moderno, pero su piedra giraba sin falta cada vez que el canal traía caudal.
Allí vivía y trabajaba Gaspar, el último molinero del pueblo.
Gaspar era un hombre fuerte, de barba corta y manos
tan ásperas como el saco de centeno. Desde niño aprendió a escuchar el lenguaje
del agua: sabía cuándo venía brava, cuándo era poca, y cuándo traía barro.
Decía que el río hablaba, y que quien no lo escuchaba, perdía harina y tiempo.
Cada madrugada, abría la compuerta y esperaba el
golpe de la corriente. Entonces, las muelas empezaban a girar, y el molino
respiraba. El sonido de la piedra era, para él, como un latido. Molía para todo
el pueblo: trigo, cebada, maíz. A veces, incluso hacía jabón con sosa y ceniza
en un rincón del molino.
Pero Gaspar no solo molía grano. También molía
secretos.
Las mujeres del pueblo venían al molino no solo con
sacos, sino con penas, cartas escondidas, o palabras que no podían decir en
casa. Él escuchaba sin juzgar. Solo asentía, daba un trago de vino, y volvía a
ajustar las muelas.
Cuentan que, en los días de lluvia, cuando el río
crecía demasiado, Gaspar dormía dentro del molino para evitar que se lo llevara
la riada. Una vez, salvó a un niño que se cayó al canal. Otra vez, reparó la
rueda con sus propias manos en plena tormenta, y no dejó que ni una sola fanega
se estropeara.
Cuando el molino se cerró —porque el mundo cambió, y
ya venía harina en camiones—, Gaspar no protestó. Solo se sentó a la puerta,
encendió su pipa y dijo:
—“Que lo recuerden. Eso basta.”
Murió una primavera, cuando ya nadie molía. Y la
última vez que llovió con fuerza, dicen que el agua del canal volvió a sonar
como cuando las muelas giraban.
Y que desde entonces, cada vez que alguien habla de
pan en Tablate, el viento sopla más suave por la acequia.
Bernabé, el
arriero de Tablate
En tiempos en que las mulas eran más importantes que
las cartas, y los caminos eran de polvo, piedra y silencio, vivía en Tablate un
hombre llamado Bernabé, conocido en todo el Valle como “el arriero que nunca se
perdió”.
Bernabé no tenía casa grande ni tierras. Su mundo
cabía en un zurrón de cuero, dos alforjas, y el lomo de su mula, a la que
llamaba Valiente. Todos los días, antes del amanecer, salía del pueblo cruzando
el puente, bajaba hacia Dúrcal o subía a Lanjarón, cargando sacos de trigo,
naranjas, sal, jabón, vino, lana… Lo que hiciera falta.
Era un hombre seco, de pocas palabras, pero de
memoria prodigiosa. Conocía cada curva del barranco, cada acequia, cada cruce
de vereda. No usaba mapa ni reloj, pero sabía cuándo iba a llover por cómo se
comportaban las lagartijas.
Dicen que una vez, un viajero de Granada se perdió al
tratar de llegar a Órgiva. Los vecinos le dijeron:
—Si Bernabé no aparece, espéralo. Él te encuentra.
Y así fue. Al anochecer, lo halló temblando de frío,
y sin decirle más que “suba”, lo llevó de vuelta sobre la mula, sin pedir nada
a cambio.
Bernabé no tenía hijos, pero todo el mundo lo llamaba
tío. En Navidad, traía dulces de Loja. En la romería de Santiago, regalaba
higos secos. Y si moría alguien en el pueblo, él era el primero en llegar y el
último en irse.
Cuando envejeció, siguió cruzando el puente cada día,
aunque ya sin carga. Decía que mientras pudiera caminar, Tablate seguiría vivo.
Y cuando por fin su cuerpo no le dejó más, se sentó a la sombra del olivo que
había junto a la iglesia, se quitó el sombrero, y miró al cielo hasta que se
apagó.
Lo enterraron en el cementerio pequeño, el que mira
al barranco. Algunos dicen que, en las noches en que la luna ilumina el puente,
puede verse a un hombre delgado con una mula, que cruza despacio, como siempre.
Y que si alguien se pierde, aún hoy, en los senderos
olvidados del valle, el eco de sus pasos se escucha un poco antes de que
alguien lo encuentre.
La mujer
del velo blanco
Se cuenta en los pueblos del Valle —en voz baja,
cuando cae la tarde— que en Tablate, cuando el sol se esconde tras los montes
de Nigüelas, puede verse una figura de blanco cruzando el puente, sin prisa y
sin ruido. No se le ven los pies. No deja huella.
Nadie sabe cuándo empezó a hablarse de ella, solo que
aparece en julio, cerca del día de Santiago, y que su andar es tan suave como
el vuelo de una hoja.
Dicen que fue una joven morisca que vivió en Tablate
siglos atrás, cuando el pueblo era paso obligado entre Granada y la Alpujarra.
Se llamaba Zahara, y se enamoró en secreto de un joven cristiano que venía
desde Dúrcal con mercancías. Como no podían estar juntos, se encontraban al amanecer
en medio del puente, justo cuando el río aún no se había despertado del todo.
Pero una mañana, él no llegó. Y Zahara, vestida de
blanco, lo esperó hasta que la luz se apagó en sus ojos. Dicen que su cuerpo
nunca se encontró, y que desde entonces cruza el puente cada año por si él
vuelve.
Pero con los siglos, su pena se transformó en otra
cosa. Ya no busca. Ahora cuida.
Los pastores que pasaban de noche por Tablate decían
que la vieron sentada en la puerta de la iglesia cuando el viento soplaba
fuerte, como si protegiera las piedras del derrumbe. Algún caminante perdido
afirmó haberla visto señalarle el camino entre la niebla. Y hay quien asegura
que cuando alguien entra en el pueblo con respeto, las flores silvestres se
abren sin que nadie las toque.
Por eso, los pocos que aún visitan Tablate en
silencio, que cruzan su puente como quien pisa un altar, saben que no están
solos.
Porque mientras Zahara cruce con su velo blanco,
Tablate no será solo ruina,
sino promesa de regreso.
La morisca
del puente de Tablate.
Por Miguel
Angel Molina Palma .
Cuando los ejércitos cristianos avanzaban hacia la
Alpujarra y Granada estaba por caer, Tablate era la última puerta, el último
respiro de los moriscos antes de huir a las montañas. Aquel puente de piedra
que hoy cruza el barranco no solo era paso… era frontera entre dos mundos.
Se cuenta que, en ese tiempo, vivía en Tablate una
joven morisca llamada Amina, hija de un alarife que había construido acequias y
aljibes por todo el valle. Tenía la piel como la miel tostada y los ojos tan
oscuros que reflejaban la luna. Sabía leer el cielo, trenzar el pan, y curar
con hierbas. Pero lo que nadie sabía es que guardaba un secreto más valioso que
el oro: un mapa oculto con las rutas de agua subterránea de todo el valle.
Su padre, antes de morir, le había dicho:
—“Cuando todo se queme, el agua será esperanza.
Protégela.”
Cuando los cristianos tomaron Lecrín, los moriscos de
Tablate comenzaron a huir. Algunos se entregaron, otros se perdieron en la
sierra. Amina sabía que la buscaban. Dicen que una noche de luna nueva, bajó al
puente con el mapa escondido en el cinturón y lo entregó a un anciano pastor
cristiano que ella conocía desde niña.
—“Guárdalo hasta que alguien vuelva a respetar la
tierra como nosotros lo hicimos.”
Después, se despidió en silencio. Nadie supo si cruzó
el barranco o se perdió en el bosque. Nunca más la vieron.
Cuentan que años más tarde, cuando un gran terremoto
secó las fuentes del valle, el pastor —ya anciano— usó ese mapa para abrir de
nuevo los canales ocultos. El agua volvió. Pero el mapa se perdió… como ella.
Desde entonces, algunos dicen que, en las noches de
luna nueva, se ve a una mujer con velo blanco cruzando lentamente el puente de
Tablate, en silencio, como si aún cuidara del agua.
Y por eso, cuando un caminante pasa solo por el
puente, los mayores del valle le aconsejan:
“Agradece al agua antes de cruzar. Puede que Amina te
escuche.”
La puerta
que nadie cruzaba
En Tablate, donde las piedras guardan memoria y el
viento parece conocer todos los nombres, se contaba una historia antigua sobre
una puerta de madera que aún hoy puede verse entre las ruinas. No era la puerta
de una casa, sino de una especie de casilla o portal que daba al camino
antiguo, cerca del puente viejo que conecta con la Alpujarra.
Esa puerta, según los mayores, nunca debía abrirse
después del atardecer.
Decían que, cuando los moriscos fueron expulsados
tras la rebelión, una familia se quedó atrás, escondida, resistiendo entre los
muros de Tablate. Se refugiaron en una casa sin ventanas, y colocaron una gran
puerta de madera de olmo, con un aldabón tallado en forma de luna. Nadie los
volvió a ver salir. Solo que, cada año, en la misma noche, el aldabón sonaba
tres veces, como si alguien llamara desde dentro.
Muchos curiosos intentaron abrirla, pero la puerta no
cedía. Ni con palancas, ni con llaves, ni con golpes. Hasta que un niño, muchos
años después, lo intentó simplemente tocando el aldabón tres veces con respeto.
La puerta se entreabrió sola, lentamente, y dentro… no había nada. Solo polvo,
aire frío y el olor a pan recién hecho.
El niño salió corriendo, pero desde entonces, la
gente del lugar dice que esa puerta no da a una casa, sino a un momento perdido
en el tiempo, como si dentro aún vivieran los últimos habitantes de Tablate,
esperando a que alguien los llame con el gesto exacto.
Y por eso, aunque el pueblo esté casi en ruinas, los
caminantes que cruzan por allí en silencio aún se detienen frente a la puerta,
y algunos tocan el aldabón suavemente, por si acaso.
Porque en Tablate, hasta el silencio tiene historia.
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