27 marzo 2025

Defensa del Agua del Valle de Lecrín

 


La voz del agua

Por Miguel Ángel Molina Palma

(Cuento para defender el agua del Valle de Lecrín)

 

Había una vez un valle donde el agua hablaba.

No con palabras, sino con canto.

Cantaba en las fuentes que nacían entre los juncos, en los manantiales que brotaban del alma de la piedra, y en las acequias antiguas que corrían como venas por los campos.

Ese valle era Lecrín.

Allí, el agua no era un recurso, era una madre.

Daba de beber, regaba los limoneros, refrescaba a los niños y traía el sonido del tiempo viejo a los huertos.

Y aunque nadie la veía, todos sabían que una guardiana vivía en lo hondo del acuífero.

Le decían Nazar, nombre que venía de los moriscos, de las nubes, del barro, del alma.

Ella velaba por las fuentes del Valle: la Fuente del Mono, el manantial de la Mina, la Fuente del Mal Nombre, los nacimientos y acequias de Padul, Dúrcal, Albuñuelas y Villamena.

Pero un día, algo cambió.

Primero, Nazar sintió una vibración extraña, como un zumbido que venía de las entrañas del suelo.

Luego, el agua empezó a tensarse.

Ya no fluía alegre.

Se sentía absorbida, exprimida, empujada hacia caños oscuros que no llevaban a la tierra… sino a tanques industriales.

Había llegado una sed sin rostro.

Una sed que no bebía, solo guardaba.

Una sed que no curaba, solo vendía.

Una embotelladora había abierto sus bocas en el corazón del acuífero.

Y más allá, otra más, con papeles sin firma ambiental, sedienta de 31 litros por segundo.

Nazar corrió por dentro del agua a alertar a sus hijas.

La Fuente del Mono tembló, y su canto se apagó.

El manantial de la Mina susurró por última vez.

Y la Fuente del Mal Nombre se encogió, viendo cómo las raíces sedientas de plástico se acercaban a menos de trescientos pasos.

En las turberas de Padul, las aves callaron.

Y el Arroyo del Alcázar bajó con menos fuerza.

Los hombres del Valle empezaron a notarlo.

Y cuando preguntaron, el agua no respondió.

Solo lloró.

Pero un día, algo ocurrió.

Un grupo de personas se reunieron al pie de la acequia. No eran técnicos ni políticos, eran vecinos.

Tenían en las manos pancartas, y en el pecho fuego.

Uno de ellos —una niña— se agachó, tocó el agua que aún quedaba, y dijo:

—“No queremos que te vayas.”

Y Nazar, desde lo hondo, lo oyó.

Fue solo una palabra. Pero fue la primera que venía no a dominar el agua, sino a defenderla.

Y entonces el agua habló.

No con palabras.

Con fuerza.

Los regantes cerraron compuertas.

Los pueblos se unieron en voz.

Las aves levantaron el vuelo como señal.

Y las fuentes…

volvieron a latir.

Porque el agua no se vende.

El agua no necesita marca,

ni plástico,

ni trenes de reparto.

El agua necesita tierra,

necesita gente,

y necesita respeto.

Y desde ese día, en el Valle de Lecrín, cuando alguien se agacha a beber,

puede oír un susurro antiguo, que viene de las raíces y dice:

“Gracias por quedarte

conmigo".

 

 

Verso–manifiesto: El agua no se vende

(Inspirado en la historia de Nazar)

 

Agua del Valle bendita,

madre de naranjos fiel,

que corre por las acequias

desde antes de Isabel.

Agua que en piedra descansa,

y en la alfalfa se desliza,

no fuiste hecha para envase,

ni para etiqueta lisa.

Te quieren meter en tubos,

en camiones, en cristal,

pero tú vienes del cielo

para dar vida… no sal.

El Mono ya no susurra,

la Mina llora en su voz,

y la fuente del Mal Nombre

mira al plástico feroz.

Pero hay manos que resisten,

y gargantas que han cantao:

“El agua no es mercancía,

ni derecho privatizao.”

La embotellan los de fuera

con papeles y ambición,

pero el Valle tiene nombre,

memoria, y rebelión.

No nos quitéis los manantiales,

ni el aliento de la flor.

Que el agua del Valle es madre,

no es negocio ni favor.

Si la fuente se nos calla,

si la acequia se nos muere,

se nos seca la garganta

aunque el río nos espere.

Defender el agua es canto,

es memoria, es corazón.

Y por eso hoy el Valle

se convierte en su bastión.

 

 

 

Mateo y la voz que volvió a brotar

 

Tercera parte de la historia del pastor y la acequia (Valle de Lecrín)

Los años pasaron, y Mateo ya no era niño.

Tenía manos curtidas, barba fina y una forma de caminar que recordaba a su abuelo.

Pero algo era distinto:

él ya no escuchaba solo.

Ahora también hablaba.

Mientras algunos se marchaban del Valle buscando otras aguas,

Mateo se quedó.

Volvió a limpiar acequias con el bastón de Antonio colgado a la espalda.

Volvió a visitar la piedra donde escuchó el primer lamento.

Y un día, al mirar cómo el agua apenas goteaba, dijo:

—“Basta de escuchar en silencio.

Ahora toca hablar.

Toca defender.”

Ese invierno organizó una reunión en el salón del pueblo.

No trajo pancartas.

Trajo historias.

Contó lo que oyó de pequeño.

Contó lo que no suena en los caños secos.

Y sobre todo, contó lo que siente el agua cuando se queda sola.

La gente, al principio, no decía mucho.

Pero después, uno a uno, empezaron a recordar.

Una vecina mayor habló de cuando lavaban en la acequia.

Un agricultor contó cómo la fuente bajaba con fuerza antes de que la fábrica empezara a chuparla desde debajo.

Una niña se levantó y dijo:

—“Yo he oído al agua…

cuando calla.

Y eso duele.”

Entonces comprendieron que la lucha no era técnica.

Era emocional.

Era sagrada.

Mateo fundó un grupo.

Le llamaron “Los que escuchan al agua.”

Y no solo defendían el caudal:

defendían la memoria.

Limpiaban ramales olvidados.

Enseñaban a los niños a regar como sus abuelos.

Iban a los plenos.

Escribían cartas a los dormidos.

Y cada año, en la fecha del último paseo de Antonio,

bajaban todos a la acequia,

y guardaban un minuto de silencio…

para oír si la voz del agua quería decir algo.

Dicen que en el último encuentro,

la acequia sonó más clara.

Más firme.

Más viva.

Y alguien murmuró:

—“Ha vuelto a hablar.

Y esta vez…

no está sola.”

Ilustración:

Mateo junto a la acequia restaurada, hablando con los vecinos mientras el agua fluye de nuevo por el corazón del Valle. Una imagen de esperanza, memoria y comunidad despierta.

 

 

 

Por la Defensa del Agua en el Valle de Lecrín

RELATO:

El pastor que oyó llorar la acequia

(Valle de Lecrín)

 

Su nombre era Antonio, y lo conocían en todos los pueblos del valle por su andar despacio y su zurrón lleno de pan y preguntas.

Cada mañana subía con sus cabras por las veredas entre Dúrcal, Albuñuelas y Villamena.

No llevaba reloj. Solo miraba el cielo y oía la tierra.

Y a veces, oía más.

Una mañana seca de abril, al pasar junto a una acequia antigua que bajaba medio dormida, Antonio se detuvo.

Las cabras bebían de un charquito, pero él no les quitaba ojo a las piedras.

—“Esto no suena bien,” murmuró.

Porque la acequia…

estaba llorando.

No era un goteo cualquiera.

Era un lamento, como el de una criatura que pide ayuda sin hacer alboroto.

Como si el agua que quedaba no quisiera seguir bajando.

Antonio se agachó, tocó la pared de la acequia, y apoyó la oreja.

Y lo oyó:

—“Nos están vaciando por debajo,” dijo la voz del agua.

—“Ya no lluevo, ya no broto… ya no sirvo para sembrar.”

Antonio no era un sabio, pero sí tenía algo que muchos habían perdido:

la costumbre de escuchar.

Esa misma tarde bajó al pueblo.

No hizo discursos.

No sacó papeles.

Solo se sentó en la plaza y, mientras comía una naranja, fue diciendo, sin gritar:

—“La acequia llora.

Y si no la oís… es que estáis muy lejos del campo.

O muy cerca de los que se beben lo que no les toca.”

Desde ese día, cuando alguien le preguntaba por el tiempo, no miraba al cielo.

Miraba al agua.

Y si bajaba contenta, sonreía.

Si bajaba muda, se callaba.

Dicen que antes de morir, dejó una carta escondida en una alforja de esparto.

Decía:

“El día que dejéis de oír las acequias,

no será porque estén secas.

Será porque os habéis olvidado de escucharlas.”

Ilustración:

Antonio, el pastor, escuchando el lamento de la acequia en el Valle de Lecrín. Un momento íntimo y silencioso que simboliza su conexión con la tierra y el agua.

 

 

 

 

La niña que buscaba el agua escondida (Valle de Lecrín)

 

En un tiempo no muy lejano, hubo una niña llamada Candela, que vivía en un pueblo del Valle donde ya no quedaban fuentes abiertas.

Los grifos aún funcionaban, sí…

pero el agua ya no sabía igual.

Ni a piedra, ni a sierra, ni a acequia.

Sabía a nada.

Candela, que era curiosa, le preguntó una tarde a su abuelo:

—“¿Dónde está el agua buena, la de antes?”

El abuelo bajó la voz y le dijo:

—“Se ha escondido. Como los pájaros cuando huele a tormenta.”

—“¿Y por qué se ha escondido?”

—“Porque la querían encerrar en botellas.”

Aquella noche, Candela soñó que caminaba entre bancales secos y cañaverales doblados.

Y que una gota de agua, pequeñita, la seguía.

No hablaba, pero cada vez que Candela se detenía, la gota se movía hacia una dirección.

Así descubrió que el agua escondida había hecho cuevas.

Había bajado a lo más profundo de la tierra, huyendo de las máquinas y los contratos.

Pero no se había ido por miedo.

Se había ido para pensar.

Para ver si alguien la echaba de menos.

Candela despertó y supo lo que tenía que hacer.

No cogió una pala.

Ni hizo ruido.

Solo se fue al lugar donde una fuente ya no manaba…

se sentó frente a la piedra seca,

y empezó a hablarle.

No rezaba.

No exigía.

Solo le decía:

—“Cuando quieras volver… yo estaré aquí.”

Lo hizo cada día.

Y una tarde, al apoyar la mano en la piedra, sintió una humedad nueva.

Como una lágrima que vuelve a casa.

Desde entonces, la gente del pueblo dice que, si escuchas con paciencia,

puedes oír una gota que cae,

luego otra,

y luego un hilo pequeño,

que suena como una promesa recién nacida.

Ilustración:

Candela junto a la fuente seca, justo en el momento en que el agua empieza a volver. Un instante de esperanza y conexión con la tierra.

 

 

 

La mujer del cántaro (Valle de Lecrín)

 

Se decía que en cada pueblo del Valle —Dúrcal, Padul, Albuñuelas, Villamena—

Había, sin que nadie lo supiera, una mujer que bajaba a por agua antes del alba.

No eran siempre las mismas, ni del mismo rostro.

A veces eran mayores.

Otras, jovencitas.

Pero todas llevaban un cántaro.

Y todas caminaban en silencio.

Cuando el cántaro tocaba el agua, las fuentes seguían vivas un año más.

Pero un año, en abril, una de ellas bajó…

y el manantial no respondió.

La piedra estaba seca.

El eco sonaba hueco.

Y el cántaro… vacío.

Se miraron entre ellas en la siguiente reunión secreta —bajo un moral, junto a una acequia aún viva— y comprendieron la señal:

Alguien estaba robando lo invisible.

Alguien se estaba llevando el alma del agua.

No hicieron ruido.

No gritaron.

Pero desde aquel día, todas salieron juntas.

Y todos los cántaros brillaban.

Algunas empezaron a hablar en los plenos.

Otras pintaron mensajes en los muros.

Y otras enseñaron a los niños que beber del grifo también es cuidar del mundo.

Hoy, nadie sabe quiénes son.

Pero si una mañana ves a una mujer con un cántaro al hombro bajando por una vereda…

no la detengas.

Está recordando al agua que no está sola.

Imagen:

La ilustración para el relato “La mujer del cántaro”, ambientada en el Valle de Lecrín al amanecer. Representa la fuerza silenciosa de quienes protegen el agua y la memoria.

 

 

El niño que entendió al agua (Valle de Lecrín)

Segunda parte de “El pastor que oyó llorar la acequia”

 

Antonio, el pastor, ya no subía al monte.

Sus cabras andaban en manos de otro, y su zurrón colgaba en la pared de la cocina como un recuerdo torcido.

Pero su bastón de olivo, gastado por los años, lo guardaba su nieto, un niño de mirada tranquila que se llamaba Mateo.

Mateo lo escuchaba todo.

No hablaba mucho, pero tenía buen oído.

Cuando su abuelo murió, encontró en una alforja vieja una carta doblada, y en ella, solo una frase:

“Si quieres entender el agua…

no la mires.

Escúchala.”

No entendió nada al principio.

Pero algo dentro de él le pedía que probara.

Así que una tarde de abril, con los almendros en flor, bajó solo a la acequia donde su abuelo se agachaba a escuchar.

El agua bajaba floja, pero aún estaba viva.

Mateo se sentó.

Dejó el bastón a un lado.

Y apoyó su oreja, igual que había hecho Antonio.

No oyó palabras.

Pero sí un ritmo.

Un temblor.

Un quejido suave, como cuando alguien quiere hablar, pero no se atreve.

Y entonces lo comprendió.

La acequia no solo daba agua.

Daba aviso.

Daba historia.

Daba verdad.

Volvió al día siguiente.

Y al otro.

Y al otro.

Un día bajó con su clase del colegio y les dijo, sin levantar la voz:

—“Aquí escuchaba mi abuelo. No con los oídos, sino con el alma.”

Los niños rieron al principio.

Pero una de ellas, llamada Luna, se agachó, tocó el agua… y se quedó callada.

Y poco a poco, los demás también.

Desde ese día, cada cierto tiempo, un grupo de niños baja a esa acequia, no a hacer fotos,

sino a escuchar.

Y el agua, aunque venga poca, fluye con más fuerza.

Porque sabe que alguien la ha entendido.

Y eso basta.

Ilustración:

Mateo con los niños junto a la acequia, en el instante mágico en que aprenden a escuchar el alma del agua. El bastón de su abuelo, la luz suave, la presencia de Luna… todo respira respeto y esperanza.

 

 

 

 


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