(Recreación histórica)
(Siglo II, en pleno apogeo del Imperio Romano, bajo emperadores como Trajano, Adriano o Marco Aurelio. Esta es una época de estabilidad y esplendor. En Hispania, especialmente en el sur, abundaban las villas agrícolas romanizadas, organizadas con esclavos, libertos y campesinos libres, muchas de ellas productoras de aceite, vino y cereales que abastecían a todo el Imperio.
El Valle de Lecrín en este tiempo habría estado surcado por caminos secundarios que conectaban con la vía Augusta, y poblado de explotaciones rurales prósperas, algunas con termas privadas, mosaicos, y estructuras de almacenaje. Es probable que el entorno donde nacería Melegís albergara alguna de estas villas rústicas).
“La promesa del surco”
Valle del Lecrín, año 129 d.C. – Bajo el Imperio de Adriano
Lucius Domitius Corvus era hijo de una familia de colonos romanos establecidos décadas atrás en la Bética. Su villa —llamada Fundus Domitia— se extendía sobre una suave ladera junto a un pequeño manantial. Tenía una casa de planta cuadrada con patio central, un almacén de ánforas, una torcularia para prensar aceitunas, y una pequeña piscina termal alimentada por el agua de la acequia.
La vida en su finca era ordenada y ritual. Cada mañana, Lucius recorría los campos a caballo, revisando los bancales de vides, trigo y olivos, el estado del rebaño, y el trabajo de sus siervos. En la villa vivían una treintena de personas: esclavos nacidos en la propiedad, libertos que cuidaban las cuentas, jornaleros de la zona y su hermana, Aurelia, que se ocupaba de la casa, el telar, y el pequeño altar familiar.
En los días de fiesta, sacrificaban un cordero en honor a Ceres, diosa de la tierra, y repartían pan entre los trabajadores. Lucius creía en los dioses, pero también en la disciplina y el orden. En su escritorio, junto a un busto de Trajano, guardaba una tablilla de cera donde anotaba cosechas, lluvias y nacimientos.
Una vez al mes, un correo imperial llegaba desde Ilíberis con noticias del Imperio: campañas en Dacia, obras en Roma, tratados con pueblos del norte. Pero aquello parecía lejano. En el valle, lo único que importaba era la tierra bajo los pies, la humedad en las hojas, y que el aceite fuera claro y sin impurezas.
Aurelia, en cambio, empezaba a hacerse preguntas. Había oído hablar de una nueva secta que no ofrecía sacrificios, que hablaba de un único dios y del valor del perdón. Leía con atención algunos papiros traídos de Malaca, y escondía una tablilla con un pez grabado, símbolo secreto que aún no se atrevía a mostrar.
Una tarde, tras la vendimia, Lucius subió con ella a una roca desde donde se dominaba todo el valle.
—¿Qué ves? —le preguntó.
—Un jardín —respondió Aurelia—. Pero con raíces que aún no conocemos.
Lucius no entendió, pero sonrió. Porque mientras el Imperio seguía su curso, en esa tierra del sur, una familia mantenía el pulso de la vida: el vino, el pan, el agua y el silencio.
Ilustración:
Melegís en el siglo II, con la villa romana en plena actividad, Lucius montado a caballo y Aurelia observando desde el patio, en un valle fértil y ordenado.

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