27 marzo 2025

Melegís, en el siglo VI antes de Cristo.

 

(Recreación histórica)

Por Miguel Angel Molina Palma

 

(El siglo VI a. C., una época en la que la cultura íbera se está consolidando en el sureste peninsular. Los pueblos indígenas del sur, como los que habitaban el Valle de Lecrín, ya cultivan la tierra en terrazas, dominan la metalurgia del bronce y el hierro, y tienen una organización social jerárquica con caciques, artesanos y campesinos. Es también el tiempo en que comienzan contactos comerciales con fenicios y griegos desde la costa.

En este siglo, el territorio que después será Melegís seguramente estaba salpicado de poblados rurales, santuarios naturales, terrazas de cultivo, hornos de cerámica, y caminos que comunicaban con el mar. Aún sin escritura, pero con símbolos, rituales y saber antiguo, la vida se tejía entre el monte y el agua).

“La canción de los montes”

Valle del Lecrín, año 587 a. C. – Albores de la cultura íbera

La mujer se llamaba Tarna, y su voz tenía el poder de hacer callar al viento. Decían que era guardiana de los montes bajos, y vivía en una cabaña de piedra y barro junto a una fuente rodeada de espinos. Tarna no tenía tribu propia, pero todos los clanes del valle la respetaban. Sabía curar con raíces, leer señales en las piedras, y tallar símbolos en la madera.

El valle aún no era un pueblo, sino una red de familias dispersas, con bancales de cebada y lino, pastores que bajaban con sus cabras desde las alturas, y alfareros que cocían sus piezas en hornos de barro. Los hombres forjaban herramientas de hierro, las mujeres hilaban en los umbrales de las casas, y los niños aprendían los nombres de los árboles antes que los de los dioses.

Cada año, en el primer plenilunio de la primavera, los habitantes del valle subían a una loma sagrada, donde se reunían para cantar, intercambiar semillas y elegir al mensajero del ciclo nuevo. Esa vez, fue Tarna quien llevó la canción.

Su canto hablaba del origen del agua, del trueno escondido en la piedra, y del fuego que nunca muere si lo guarda un corazón honesto. Mientras cantaba, los ancianos lloraban, los niños reían, y el viento soplaba hacia la vega.

Después, se encendió un fuego nuevo, y con él, cada familia encendió una antorcha y volvió a su parte del valle. El eco del canto quedó flotando entre los barrancos, como una raíz invisible que unía a todos sin necesidad de muros ni reyes.

Aquel año, brotó una flor azul junto a la fuente de Tarna, y nadie la había visto antes. Desde entonces, se dijo que esa flor era el alma del valle.

Y aunque aún no existían ni nombres ni fronteras, en el corazón del monte ya se gestaba Melegís, como un latido profundo en la garganta de la tierra.

 

Ilustración:

El Valle de Lecrín en el siglo VI a. C., con Tarna entonando su canto al amanecer en la ceremonia del plenilunio. Una escena ancestral de unión con la tierra, las semillas y el misterio.




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