(Recreación histórica)
(El siglo VII a. C., un periodo en el que el sureste de la península —incluido el actual Valle de Lecrín— vivía los albores de lo que más tarde llamaremos cultura íbera. Todavía no existe un sistema de escritura consolidado, pero las comunidades ya muestran una clara organización social, con vínculos tribales, costumbres rituales, y un profundo conocimiento del medio natural.
Es un tiempo anterior al contacto con fenicios y cartagineses, pero ya hay intercambio entre clanes, uso del hierro en herramientas, y una fuerte espiritualidad ligada a los elementos).
“La senda de los silencios”
Valle del Lecrín, año
En lo profundo de un valle sin nombre, vivía Aro, un joven pastor de mirada inquieta. Su gente —una tribu dispersa entre montes y barrancos— no tenía escritura, ni templos, ni estandartes, pero sí algo más fuerte: memoria compartida. Cada canción, cada piedra colocada junto a una acequia, cada marca en un árbol hablaba del paso de quienes vinieron antes.
Aro creció entre las cuevas y las encinas, guiando cabras por senderos invisibles, escuchando los relatos que su abuela recitaba al anochecer. Le hablaban de las bestias del fondo del monte, de los primeros hombres que nacieron del barro y de las flores que solo abrían con la luna llena.
La gente de su clan vivía en chozas de barro y ramas, cultivaban cebada y recolectaban miel salvaje. No sabían del mar, ni de imperios. Pero sabían leer los cielos, prever las lluvias, y hablar con las piedras.
Cada primavera, Aro hacía la misma ruta: desde el claro junto al río hasta una pequeña cueva en la ladera norte, donde dejaba una ofrenda —pan seco, un puñado de bellotas y un trozo de lana— en honor al “Espíritu del Silencio”, una figura grabada en la roca, apenas visible al amanecer.
Un año, mientras realizaba ese rito, encontró junto a la entrada una piedra distinta, pulida y con una marca de otro pueblo. No era de allí. La llevó al consejo de los mayores, y allí entendieron: otros pueblos se movían más allá del monte. El mundo era más grande. Pero no por ello menos sagrado.
Esa noche, Aro no durmió. Subió al risco más alto del valle y miró en todas direcciones. No vio ciudades, ni puertos, ni ejércitos. Pero vio las huellas invisibles de su pueblo: la forma de los campos, el curso de las aguas, los senderos marcados solo por el paso humano.
Y en su pecho entendió que la historia no empieza con los nombres, sino con los pasos.
Ilustración:
El Valle de Lecrín en el siglo VII a. C., con Aro caminando hacia la cueva sagrada en la calma ancestral del amanecer.
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