27 marzo 2025

Melegís, siglo IX antes de Cristo.


(Recreación histórica)

Por Miguel Angel Molina Palma

 

(El siglo IX a. C., uno de los períodos más antiguos que podemos imaginar en el entorno del Valle de Lecrín. Estamos en la Edad del Bronce Final o transición hacia la Edad del Hierro, una época en la que las comunidades humanas vivían en pequeños grupos semi-nómadas o en asentamientos muy sencillos. La escritura aún no existe, los metales se trabajan rudimentariamente, y la religión es puramente naturalista y espiritual, centrada en cuevas, piedras, el agua y los astros.

Aquí no hay pueblos como tal. Solo clanes familiares que siguen los ritmos del sol, del viento y del monte, y que han comenzado a levantar los primeros refugios permanentes en zonas fértiles).

“La raíz del relámpago”

Valle del Lecrín, año 849 a. C. – Edad del Bronce Final

La niña se llamaba Amaia, y sus pies descalzos conocían cada curva del arroyo. Vivía con su madre, su tío y tres ancianos en un refugio de piedra bajo una repisa natural, en la umbría de un barranco donde el agua nunca faltaba. Allí cazaban con lanzas de asta, recogían nueces y raíces, y encendían el fuego con esparto seco y chispas de sílex.

Amaia aún no hablaba como los mayores. Pero sabía escuchar. Sabía cuándo los pájaros cambiaban su canto, cuándo las nubes traían lluvia, y cuándo el agua hablaba en voz más baja que el viento.

Una noche, un relámpago cayó sobre un árbol seco en lo alto del monte. Al día siguiente, subieron todos hasta allí. El árbol humeaba. A su lado, una piedra rajada mostraba en su interior una veta brillante, hierro puro. El tío de Amaia tocó la piedra y murmuró palabras que nadie entendió.

—La montaña quiere hablar —dijo una anciana.

Ese día, recogieron la piedra y la llevaron al claro del río. Amaia, sin que nadie se lo pidiera, dibujó un círculo en la arena, colocó la piedra en el centro, y se quedó sentada frente a ella durante horas. No rezaba. Solo miraba.

A partir de entonces, cada vez que nacía un niño, los del clan tocaban esa piedra antes de decir el nombre. No sabían aún fundir el hierro, ni escribir lo que sentían, pero sabían que aquella piedra hablaba de algo nuevo.

Y aunque pasarían siglos hasta que alguien llamara a ese lugar Melegís, el eco del relámpago seguiría latiendo bajo cada raíz, cada fuego y cada palabra por inventar.


Ilustración:

El Valle de Lecrín en el siglo IX a. C., con Amaia sentada frente a la piedra del relámpago, en un entorno salvaje y sagrado.

 

 



 

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