(Recreación histórica)
(El siglo VIII a. C., una etapa aún más remota, donde el sur de la península ibérica vivía en la plenitud de la Edad del Hierro. Las comunidades que más tarde formarían la cultura íbera todavía estaban en proceso de configuración. En el litoral andaluz ya se detectaban primeros contactos con navegantes fenicios, pero en zonas más interiores como el futuro Valle de Lecrín, la vida era todavía muy tribal, oral y profundamente ligada al paisaje.
Las gentes vivían de la agricultura rudimentaria, la caza, la recolección y el pastoreo. Las creencias eran animistas, vinculadas a las montañas, las cuevas, los manantiales y los astros. No había escritura, ni metales trabajados con fineza, pero sí sabiduría transmitida de generación en generación).
“La montaña de los tres fuegos”
Valle de Lecrín, año
Los ancianos la llamaban simplemente “la montaña de los tres fuegos”. Allí, sobre un espolón de piedra que miraba al amanecer, se reunían las gentes del valle cuando el invierno terminaba. No eran un solo pueblo, sino varias familias nómadas que bajaban de los montes con sus cabras, sus pellejos de agua, sus niños descalzos y sus canciones antiguas.
Berna, una mujer de cabello oscuro como la obsidiana, era la portadora del fuego de su clan. Custodiaba una llama que no debía apagarse nunca. La encendían con piedras de sílex en lo alto de la montaña, y la repartían en antorchas a cada familia, como señal de que el nuevo ciclo había comenzado.
La montaña tenía tres piedras sagradas, colocadas en triángulo. Nadie sabía quién las había puesto allí. Algunos decían que los dioses de antes. Otros, que fue el trueno. Entre ellas, se encendía un fuego. No se hablaba. Solo se cantaba.
Berna sabía interpretar los sueños, curar con ceniza, y escuchar el sonido de la tierra cuando llovía. Aquel año, llevó a su hijo por primera vez a la ceremonia. Le enseñó a poner la palma sobre la piedra caliente y a oler el humo sin temerlo. El niño no dijo palabra, pero al terminar la noche, recogió una ramita del fuego y la guardó en su zurrón. La llevaría hasta su cueva, para encender la lumbre de su casa.
Desde el otro lado del valle, hombres con brazaletes de cobre y acento desconocido observaban desde la distancia. No sabían qué era esa reunión. No entendían la música. Pero anotaron en su memoria aquel triángulo de fuego que ardía sin voz.
Y así, en la penumbra de la historia, el Valle de Lecrín empezaba a contarse a sí mismo, aún sin letras, pero con fuego, piedra y silencio.
Ilustración:
El Valle de Lecrín en el siglo VIII a. C., con Berna guiando la ceremonia ancestral en la Montaña de los Tres Fuegos. Un momento sagrado, íntimo y lleno de raíces.

No hay comentarios:
Publicar un comentario