AÑOS 50 y 60, oficios ambulantes en El Valle
El sol apenas despuntaba sobre las sierras que rodean El Valle cuando el silbido agudo del afilador rompía el silencio de la mañana. Era Manolo, un hombre flaco y curtido, pedaleando su bicicleta con la piedra redonda girando al ritmo de sus piernas. “¡Afilo cuchillos, navajas, tijeras!” gritaba, y las mujeres, con delantales aún húmedos de fregar los platos, salían a la puerta con sus herramientas gastadas. En la plaza, los niños lo rodeaban, fascinados por las chispas que saltaban de la piedra. “Cuidado, pequeño, que esto corta más que el hambre”, bromeaba Manolo, guiñando un ojo.
A pocos pasos, en la calleja de las eras, se oía el grito ronco del pellejero. “¡Compro chotos y pellejos de cabra!” pregonaba Vílchez, el de Alhendín, con su carro tirado por un burro viejo. Las abuelas, siempre atentas, lo llamaban para negociar alguna piel curtida a cambio de unas monedas. “Este pellejo está más seco que mi suegra”, decía Vílchez, arrancando risas mientras cargaba su mercancía. Los críos, curiosos, lo seguían hasta el final del pueblo, esperando que contara alguna historia de sus viajes.
No lejos, el lañero montaba su pequeño puesto bajo un olivo. “¡Arreglo ollas, cacerolas, lebrillos!” proclamaba, con su voz cascada por el polvo y el calor. Con un hornillo improvisado, fundía estaño para tapar los agujeros de las cacerolas que las familias se negaban a desechar. “Esto aguanta más que un matrimonio”, decía mientras soldaba una fuente con lañas y cal. Las mujeres, agradecidas, le ofrecían un vaso de vino o un trozo de pan con aceite. A veces, con latas vacías de miel, fabricaba jarros con asas que las vecinas usaban para sacar agua de la fuente.
Mientras tanto, por el callejón de la iglesia, aparecía el vendedor de telas, con su hato al hombro, cargado de retales de colores. “¡Telas finas, pa’ vestidos y cortinas!” gritaba, tentando a las jóvenes que soñaban con un traje nuevo para la romería. Las madres, más prácticas, regateaban por un trozo de tela para remendar los pantalones de los niños. “Este retal es de Málaga, puro lujo”, aseguraba el vendedor, aunque todos sabían que venía de un almacén en Granada.
De pronto, un grito peculiar resonaba desde la esquina: “¡Compro máquinas y pistolos viejos!” Era el tío de los cacharros viejos, un hombre de bigote torcido que ofrecía platos y farolillos a cambio de herramientas oxidadas. Las mujeres, con ojo crítico, inspeccionaban los cacharros que traía. “Esto se enmohece antes de colgarlo en la chimenea”, se quejaba doña Carmen, pero aún así cambiaba un pistolo viejo por un platillo decorativo. Los niños, encantados, jugaban con los cacharros descartados hasta que sus madres los llamaban a gritos.
Al mediodía, un murmullo recorría las casas: “¡Que viene el tío de la luz!” El cobrador de la luz, con su libreta bajo el brazo, era temido por todas. Las mujeres, al verlo doblar la esquina, cerraban las puertas y bajaban la voz. “Esconde las perras, que este no espera”, susurraban. Pero el cobrador, con paciencia de santo, golpeaba cada puerta hasta que alguien pagaba el recibo de la “perilla” que iluminaba las noches de las casas más pudientes.
Por la tarde, el sillero hacía su entrada, con un hatillo de anea y herramientas. “¡Arreglo sillas y mecedoras!” gritaba, y las abuelas lo llamaban para remendar los culos de las sillas que crujían bajo el peso de los años. Sentado en un taburete, trenzaba la anea con dedos rápidos, contando chismes del pueblo vecino mientras las vecinas lo escuchaban, medio hipnotizadas por su destreza.
De vez en cuando, un indigente aparecía en silencio, con un saco al hombro, pidiendo un mendrugo de pan o un poco de agua. Las mujeres, con el corazón blando, le daban algo de comer y lo despedían con un “vaya con Dios”. No preguntaban mucho; sabían que la vida en el campo no era fácil para nadie.
Al caer la tarde, los leñadores regresaban de las sierras, con sus mulas cargadas de haces de leña. El olor a madera cortada llenaba las calles, y las familias se apuraban a comprar para el brasero o la chimenea. “Esta leña arde hasta el amanecer”, prometían, aunque todos sabían que había que avivar el fuego con maña.
Y, como cada viernes, el semanero llegaba al atardecer, con su carro lleno de baratijas, ropa y novelas de entregas que las jóvenes devoraban en secreto. “¡Traigo de todo, hasta la luna si me la piden!” bromeaba. Las mujeres salían con huevos, gallinas o un poco de aceite para cambiar por una falda, un peine o un fascículo de “Corín Tellado”. Los niños, mientras, rebuscaban entre las chucherías, soñando con un juguete que nunca llegaba.
Cuando el sol se ponía tras las montañas, los pregones se apagaban y El Valle quedaba en calma. Pero los ecos de aquellos oficios ambulantes seguían resonando en las memorias de los vecinos. Eran tiempos duros, de hacer durar lo que se tenía, de trueques y de historias contadas al calor de una lumbre. Y aunque muchos de esos oficios se desvanecieron con los años, sus voces, sus silbidos y sus promesas siguen vivas en el recuerdo de quienes, como tú, los llevan grabados en el corazón.
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