05 abril 2025

15. Resumen de mi vida desde que nací hasta los 47 años


15. Resumen de mi vida desde que nací hasta los 47 años

 

Me llamo Miguel Ángel Molina Palma. Nací el 10 de mayo de 1964 a las 10:10 de la mañana, en la Residencia Sanitaria Ruiz de Alda, en Granada. Mi padre, José, estaba en Francia trabajando en la remolacha cuando vine al mundo. Soy el segundo hijo de mis padres, después de mi hermano mayor, José Antonio. Viví mi infancia entre Melegís, El Padul y Restábal, en el corazón del Valle de Lecrín. Crecí en una casa de campo con corral, cuadra y pajares, donde criábamos gallinas, patos y mulos, y donde los días transcurrían entre juegos, tareas rurales y la compañía de mi familia.

 

Desde muy pequeño fui un niño observador, sensible, feliz y profundamente curioso. Con apenas once años escribí mi primer poema, "Trotacaminos", y supe que la poesía sería una vocación inseparable de mi vida. Era zurdo, soñador y amante del silencio interior. A los diez años, una fractura en el brazo izquierdo marcó mi infancia con una larga recuperación en la Clínica San Rafael.

 

Cursé mis primeros estudios en el Colegio Nacional San Sebastián de El Padul, luego en el colegio de Restábal, y más adelante los cursos de BUP en el Virgen de Gracia de Granada. Durante un tiempo, estuve en el Seminario Menor de San Cecilio, donde mi fe católica se fue perfilando junto a mi vocación literaria. Mis profesores, amigos como José Luís Prat Lupiáñez, y los libros, fueron faros en esos años.

 

Entre los 16 y 19 años viví una etapa de búsquedas intensas. En 1980 asistí a la Mariápolis en Salamanca. Intenté entrar en el Seminario Mayor, pero fui disuadido por el rector del Seminario Menor. Comencé a trabajar como botones y luego como ordenanza en la Caja Postal de Madrid, donde firmé contrato indefinido en 1983. Viví en pensiones, completé COU en el Instituto San Isidro, y comencé a publicar poemas en revistas como Mundo Botonil. Fueron años de vida bohemia, amistad, poesía y noches largas.

 

A los veinte, ya instalado en Madrid, viví una intensa vida cultural. Publiqué poemas como La suave brisa de los mares, Negación, o Verde corazón del Valle, y registré mi poemario "Viento de polvo y éter". Estudié arte dramático en Musi-Vox y después Artes Aplicadas. Participé en tertulias, viví una vida comprometida con lo social, la poesía, la música y la espiritualidad. Colaboré en Eco Norte y Área Norte.

 

A los 25 pedí excedencia en la Caja Postal. Durante esos años trabajé como monitor de natación, camarero, vendedor de libros con Plaza y Janés, recorriendo media España. Me trasladé a Granada y aprobé las oposiciones a Justicia. En 1992 empecé a trabajar como auxiliar en Huelva, donde viví una etapa profesional y literaria intensa, con tertulias como la del bar 1900.

En 1993 publiqué "Viento de polvo y éter", 500 ejemplares. En 1995 publiqué "Vida que ilumina Amor", 100 ejemplares y estuve implicado en la vida cultural onubense. Viajé al Balneario de Tolox, estudié, trabajé en la Junta Electoral y viví con intensidad afectiva y espiritual. En 1996, comencé la carrera de Derecho en la Universidad de Huelva. Practicaba deporte, asistía a congresos jurídicos y frecuentaba bares como Cochabamba y Escarlata.

 

En 1997 sufrí ansiedad laboral y estuve de baja. Alternaba Huelva y Melegís, colaboraba con la Asociación Alonso Sánchez y mantenía una relación con Ana de Valverde. En 1998-1999 obtuve plaza en Málaga, donde seguí escribiendo, publicando y participando en la vida cultural. Falleció mi abuelo Antonio Palma, y mi vida alternaba entre el arte, la introspección y la familia.

 

Entre 2000 y 2001 profundicé en la espiritualidad. Viajé a Italia, comencé a estudiar naturopatía y practiqué principios gnósticos. Me sumergí en la pintura, los sueños lúcidos y la simbología. En Venezuela conocí a Cecilia Chacón, con quien viví una relación a distancia. En 2002 organizaba talleres de risoterapia, una actividad que me marcó profundamente, combinando sanación emocional y gozo compartido.

 

Entre 2003 y 2007 viví una etapa marcada por emociones intensas, búsquedas amorosas y crecimiento interior. Tuve relaciones con Celsa, celebré fiestas, asistí a bodas, sufrí pérdidas emocionales, y cuidé de mi salud física y mental. Participé en exposiciones como “Entre agua, azahares y naranjos” y doné más de 70 libros a la Biblioteca de Melegís. Practiqué sevillanas, retomé la pintura al óleo, viví el fallecimiento del Papa Juan Pablo II, y sentí intensamente los altibajos del alma.

 

A los 47 años viví mi conversión espiritual. Dejé la fe católica un poco al lado, para hacerme cristiano evangélico. Comencé a asistir a la Iglesia Nueva Generación, donde ejercí como ujier. Viví experiencias espirituales profundas: visiones, sanaciones, revelaciones y el bautismo del Espíritu Santo. Sentí la unción de Dios sobre mí, vi como las enfermedades se rompían durante la adoración, y comencé a hablar en lenguas. Aunque atravesé enfermedades físicas, ansiedad y soledad, me sentí fortalecido en la fe. Empecé a entender el sentido del dolor y el poder del perdón, de una forma diferente a como lo había visto en el catolicismo.

Reconocí las traiciones sufridas, los ataques espirituales y las tentaciones, pero también la presencia viva del Espíritu Santo en mi vida. Declaré mi fidelidad al Señor y afirmé que el único pacto que reconozco es el de la sangre de Jesucristo.

Mi vida, desde aquel niño que escribía poemas en Melegís hasta el hombre espiritual que soy hoy, ha sido un viaje de búsqueda, luz, palabra, lucha y fe.

Continuará... algún día.



 

14. MI CONVERSIÓN Y EL DESPERTAR DEL ESPÍRITU



14. MI CONVERSIÓN Y EL DESPERTAR DEL ESPÍRITU

(A los 47 años)

 

A mis 47 años, mi vida cambió de raíz. Hasta entonces, había sido católico, creyente desde siempre, pero algo dentro de mí ansiaba un encuentro más íntimo, más real con el Creador. Y fue entonces cuando conocí al Señor de una forma nueva, poderosa, luminosa. Me convertí al cristianismo evangélico, y encontré en la Iglesia Nueva Generación un lugar de renacimiento.

 

Mi conversión no fue un acto súbito, sino un proceso: un despertar. Recuerdo con claridad aquel culto en el que me presenté como ujier por primera vez, el 3 de diciembre de 2010. Ya me sentía parte del Cuerpo de Cristo, pero fue ese gesto humilde, de servicio, el que empezó a sellar mi nuevo caminar. Me sentía en paz, aunque todavía arrastraba enfermedades, angustias, heridas viejas que no se curan con medicamentos, sino con la unción de lo Alto.

 

Había tenido una experiencia meses antes —subí al Tercer Cielo— y allí comprendí cosas que mis sentidos humanos no podían explicar. Al regresar de aquel estado, bajé con una sonrisa forzada, como diciendo: “¿Qué viene ahora, Señor?” Y lo que vino fueron procesos, pruebas, tribulaciones, sí… pero también milagros. Entendí que la tribulación no es castigo, sino edificación. Que lo que el mundo llama sufrimiento, Dios lo transforma en testimonio.

 

Mi salud se quebró durante ese invierno. Bronquitis, ansiedad, faringitis, parestesias en la pierna derecha, debilidad muscular… sentía que mi cuerpo se apagaba por dentro. No podía casi moverme ni cocinar, necesitaba ayuda para lo más básico. Pero no estaba solo. Dios estaba conmigo. Y me enseñaba que muchas enfermedades no vienen solo del cuerpo, sino del alma, del espíritu.

 

El 4 de marzo de 2011 sentí por primera vez la sanación espiritual como algo físico. Fue durante la ministración en la Iglesia. Me tocó una mano invisible, y mi pierna derecha se durmió completamente —desde la cabeza hasta el pie—. Era como si una corriente eléctrica me liberara de un mal enquistado. A los tres días, ya no tenía dolor. ¿Casualidad? No. Era Dios, tocándome.

 

Mis visiones se hicieron más frecuentes. Durante la adoración del 3 de abril, vi cómo las enfermedades se desquebrajaban, literalmente. Vi cómo la bronquitis, la faringitis, la angustia… todo se rompía, se desprendía de mí como una piel vieja. Crecí en espíritu y las dolencias quedaron pequeñas. Supe entonces que mi cuerpo estaba siendo transformado por la unción.

 

El 29 de mayo recibí el bautismo de lenguas. Mi alma vibraba. No sabía explicarlo con palabras humanas. Era como si el Espíritu Santo hablara a través de mí, como si el cielo se abriera dentro de mi boca. Sentí una presencia intensa, blanca, envolvente. Me vi vestido con una túnica blanca, como tantas veces en mis visiones. Supe que, a pesar de mis errores, la paciencia con la que había soportado enfermedad y soledad era el receptáculo donde Dios derramaba su poder.

 

No todo era fácil. Fui traicionado por personas en las que confiaba. No todas por maldad, algunas por miedo, por ignorancia. Pero entendí que la traición no nace del hombre, sino de espíritus que se rebelan contra el plan de Dios. Por eso, perdoné. A todos. Porque el perdón es el arma más poderosa contra el enemigo.

 

Declaré que no aceptaba más pactos que la sangre de Cristo. Ninguna institución ni autoridad humana tenía poder sobre mi alma. Solo Dios. Y bajo su autoridad, toda rodilla se dobla. Empecé a escribir mis revelaciones, mis visiones, mis batallas. Descubrí que cuando escribía, me sanaba. Que poner por escrito lo que el Espíritu me mostraba era ordenar la luz. Era darle forma al río que hablaba dentro de mí.

 

Aquel año fue un tiempo de purificación, de lucha y renacimiento. Tuve que vaciarme de lo viejo para ser lleno del Espíritu. Comprendí que la unción no depende de cuán perfectos seamos, sino de cuánto resistimos por amor, de cuánto perseveramos en medio del valle. Y aunque a veces me sentía sin fuerzas, repetía una frase que me daba alivio: “Yo tengo paz y reposo en mi conciencia, y ante Dios.”

 

Y así sigo. Porque no fui yo quien eligió el camino. Fue Dios quien me escogió, y si Él me quiere usar, no puedo resistirme. Soy vaso de barro, sí… pero lleno de Su gloria. Y sé que lo mejor aún está por venir.

 

 

13. Una flor que se abre al sol (39 a 43 años)


13. Una flor que se abre al sol (39 a 43 años)

 

A mis 39 años, sentí que algo dentro de mí pedía silencio y orden. Había acumulado mucho conocimiento, libros, vivencias... y supe que había llegado el momento de cribar, de quedarme con lo esencial, como quien guarda sólo los pétalos más perfumados de una flor marchita. Ya no era tiempo de siembra, sino de cosecha. Una cosecha íntima, emocional, y también espiritual.

 

Aquel verano escribí a Belén. Era una carta que me brotó del alma como una oración. Desde el instante en que la vi, sentí una mezcla de luz, temblor y poesía. Su presencia me elevaba, me calmaba, me hacía mejor. Con Belén descubrí que podía aún enamorarme como un muchacho, con el corazón latiendo en las manos. Pero también supe que el amor no siempre se posa donde uno quiere, sino donde le place. Y supe esperar.

 

Mientras tanto, en Málaga continuaba mi camino con la risoterapia. Las sesiones eran un soplo de aire fresco, una medicina del alma que no sólo compartía con otros, sino que me devolvía a mí mismo. Reír sin motivo, sin vergüenza, como un niño, era para mí una forma de comunión con la vida. En cada carcajada se iba la tristeza, el peso del pasado, los miedos. Riendo sentí que Dios también sonreía.

 

Ese año también doné muchos de mis libros a la Biblioteca de Melegís. Fue un acto cargado de sentido. Los libros han sido mis mejores compañeros de viaje, pero entendí que debían seguir su camino, volar a otras manos, abrir otras mentes. Yo me quedaba con sus huellas, no con su peso.

 

Viví, como todos, la conmoción del 11M, con un dolor hondo, como si la fragilidad de todo nos despertara de golpe. En mi diario escribí que no quería pasar más hambre ni más sed… y no me refería al pan ni al agua. Era el hambre de abrazos, la sed de compartir la vida con una mujer. La soledad era una casa demasiado grande para un solo corazón.

 

A los 40 años retomé algunas prácticas naturales —la urinoterapia, los enemas de café— buscando equilibrio entre cuerpo y espíritu. Vi la vida como un entrenamiento: correr para complacer a Dios, transmutar el dolor en risa, el miedo en belleza. Me reconocía en los personajes de Carros de Fuego: corredores con distintas motivaciones, pero con alas en los pies. También yo tenía mi fe y mi impulso. Corría hacia una versión más luminosa de mí mismo.

 

En diciembre de 2004, nevó en Melegís. Como si el cielo me regalara un paisaje de infancia. Fue hermoso ver los tejados, las acequias y los olivos cubiertos por la nieve, como una bendición.

 

Ya en 2005, murió Juan Pablo II y también la Rondana de Melegís, aquella mujer entrañable que tantos recordaban con cariño. Ese año se casaron varios amigos y yo sentía cómo el mundo giraba y las vidas se emparejaban, mientras yo seguía preguntándome dónde estaría esa compañera para mí.

A los 43, mi cuerpo me habló más claro. Tuve faringitis, subidas de tensión, ansiedad por la dieta, cambios hormonales y emocionales. Me refugié en mis clases de sevillanas, en pintar al óleo y en algunas escapadas con amigos

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Con Celsa viví un romance que parecía tener promesas. Ella era Paraguaya. Viajamos, compartimos, pero algo se quebró y, en diciembre de 2007, la relación terminó. Sentí el corazón cansado, pero también más sabio. No guardé rencor. Sólo gratitud por lo vivido.

 

Así fueron mis años entre los 39 y 43. Un tiempo de mirar dentro, de reír para curar, de amar con esperanza, de cerrar ciclos y abrir ventanas. Y, sobre todo, de confiar —una y otra vez— en que lo mejor estaba por venir.

 


 

12. Mi vida a los 38 años


12. Mi vida a los 38 años

 

Tenía 38 años y sentía que estaba justo en medio del puente: no en el inicio de la vida, pero tampoco aún al otro lado. Vivía en Málaga, en una etapa de búsqueda profunda, en la que el cuerpo, la mente, el alma y el corazón reclamaban armonía y sentido. Me movía entre el trabajo en la Administración de Justicia, la espiritualidad, la amistad, la risoterapia y el deseo de una vida plena, sin renunciar a mis anhelos más íntimos.

 

Aquel año estudiaba quiromasaje. Me entusiasmaba todo lo que tuviera que ver con el cuerpo y la sanación, quizá porque intuía que parte de mis heridas más hondas también necesitaban ser masajeadas desde dentro. A finales de junio me examiné. Me preparé con disciplina y entrega, como todo lo que hago cuando siento que forma parte de mi camino. Paralelamente, comencé a dirigir talleres de risoterapia. Aquello fue como plantar un jardín de alegría en medio del ruido del mundo. En la Cafetería de Los Delfines, cada jueves, formábamos un pequeño círculo de almas deseosas de reír y sanar. Las sesiones se multiplicaron y el grupo fue creciendo. La risa nos conectaba con lo esencial, con el niño interior, con la vida más allá de las máscaras.

 

No fue solo un año de trabajo. También hubo muchos momentos compartidos: paseos por la feria de Málaga, conciertos, tapas con amigos en El Pimpi, risas infinitas en el Parque Ocón, charlas nocturnas, planes improvisados, helados, rebujitos y sevillanas. Me sentí muy acompañado, aunque dentro de mí seguía latiendo una pregunta: ¿Dónde está la mujer con la que compartir no sólo lo festivo, sino también lo cotidiano, lo íntimo y lo verdadero?

 

Y ahí estaba Cecilia. Desde Venezuela, su voz llegaba como un río cálido por el correo electrónico. Una mujer luminosa, inteligente, apasionada, con sentido del humor y valentía. Me hablaba de sus días, de sus estudios de química, de sus cursos de inglés, de su vida entre sueños y carencias. Me enviaba besototes y palabras llenas de ternura. Yo también le escribía, y entre líneas viajaban la esperanza, el deseo, las dudas, las ganas de unir dos vidas separadas por un océano. A veces pensaba que sí, que podíamos estar juntos. Otras, la distancia, la diferencia de contextos, la economía o mis propios miedos me hacían dudar. Pero nunca dejé de sentir que había algo genuino entre nosotros. Su voz se me quedó dentro.

 

Fue un año de descubrimientos internos. En octubre escribí, con total honestidad, sobre el mayor escollo de mi vida: la relación con las mujeres y el autoengaño de refugiarme en lo fácil. Ese día, al volver del Muelle de Heredia, me di cuenta de que había cambiado. De que ya no necesitaba seguir por el camino que me dañaba. Empecé a escribir mis propias reglas para amar, para seducir con alma, para construir vínculos reales y sanos. Comprendí que la sabiduría no consiste en saber muchas cosas, sino en actuar de acuerdo a lo que uno cree. Decidí dejar de herirme. Y eso, aunque suene pequeño, fue inmenso.

 

También viví el dolor de ver enfermar a mi amigo César. Acompañarlo en su ingreso hospitalario, escribirle palabras de aliento, recordar nuestros paseos, nuestras carcajadas, su risa matinal y nuestras conversaciones interminables, me reafirmó en algo: los verdaderos amigos dejan huella en el alma. A César le debo parte de lo mejor que viví ese año. Y a todos los que me acompañaron: en los talleres, en las verbenas, en el campo, en el café o en las noches de confidencias.

 

En septiembre tomé posesión en el Juzgado de lo Social nº 6, dejando atrás el Penal nº 7, donde viví momentos de mucha presión, asuntos mediáticos y responsabilidad. Aquella mudanza supuso un pequeño respiro. También aprobé el carné de conducir después de algún tropiezo, me impliqué en cursos de nutrición y espiritualidad, participé en televisión, y seguí escribiendo, reflexionando y soñando con una vida más libre, más sabia y más feliz.

 

Soñaba con abundancia, no sólo material, sino vital. Con prosperidad entendida como plenitud, como equilibrio, como expansión del ser. A veces repetía fórmulas, afirmaciones, meditaciones... Creía —y sigo creyendo— que la mente tiene un poder creador inmenso. Que somos hijos del Universo y que el amor, la belleza y la risa están ahí para ser compartidos.

A los 38 años, me sentía más consciente de mí mismo que nunca. Había empezado a soltar las cargas innecesarias. Me estaba limpiando por dentro. Me preparaba para vivir con menos miedo, con más autenticidad, con más amor.

 

Y aunque no todo estaba resuelto —ni en el corazón, ni en la economía, ni en el alma—, sabía que estaba caminando hacia algo grande. Porque lo intuía. Porque lo sentía. Porque estaba dispuesto.

 

 

La risoterapia

 

Nunca imaginé que la risa me cambiaría tanto la vida. Y sin embargo, a los 38 años, me encontraba rodeado de gente tumbada en el suelo, riendo a carcajadas, haciendo el sonido de un elefante o representando el espejo de la risa… y sintiendo que aquello tenía más sentido que muchos discursos serios que había escuchado en mi vida. Fue una de las cosas más hermosas que inicié ese año: el Taller de Risoterapia en la Cafetería Los Delfines, cada jueves a las diez de la noche.

 

Todo empezó tímidamente, con apenas cinco personas en la primera sesión. Pero la semilla germinó. Muy pronto éramos veinte, luego más. Venían enfermeras, profesores, amigos del grupo de Carlos, vecinos de La Malagueta, buscadores de vida. Yo dirigía el taller con alegría y entrega. Había leído mucho, me había formado y creía firmemente en que el cuerpo, cuando ríe, suelta los nudos del alma. Y no era sólo teoría: lo veíamos allí, cada noche, cuando la gente salía con los ojos brillantes, como si les hubiéramos dado un baño de luz por dentro.

 

Nos reíamos como indios, hacíamos olas de risa, jugábamos a interpretar animales, instrumentos, cantábamos himnos absurdos —como el de los patos y el trigo— y nos tirábamos al suelo a reír y luego a relajarnos, mientras yo guiaba la meditación del sol que recorre el cuerpo o la del globo que se infla y flota. Me sentía útil. Me sentía canal. Me sentía vivo.

 

Recuerdo especialmente la sesión en la que leímos el texto que escribí para mi amigo César, cuando cayó enfermo. Fue un momento de profunda emoción. Risa y llanto no estaban tan lejos; ambas eran hermanas del alma, formas de liberar, de sanar, de abrazar lo vivido. César había sido una inspiración para este camino, un compañero de carcajadas sinceras, de madrugadas de churros y de apoyo mutuo. Su presencia flotaba en el aire, incluso cuando no estaba.

 

En aquellos encuentros no sólo sanaban otros, sanaba yo también. Reía con ellos, sudaba, me olvidaba del juicio, de la vergüenza, del peso del mundo. En esos talleres fui más yo que nunca. Dejé salir al niño, al soñador, al actor, al poeta, al que cree en la belleza de lo simple. Me convertí en Miguel Ángel sin coraza. Y desde ahí, muchas cosas empezaron a recolocarse dentro de mí.

 

La risoterapia fue mi medicina, mi contribución, mi forma de decirle al mundo: “Todavía hay esperanza. Todavía podemos reír, a pesar de todo.”




 

11. Miguel Ángel Molina Palma a los 37 años


11. Miguel Ángel Molina Palma a los 37 años

(Relato de vida en 2001–2002)

 

A los 37 años, Miguel Ángel Molina Palma vivía en Málaga, inmerso en una vida rica en contrastes, crecimiento personal y búsqueda interior. Combinaba su trabajo en la Administración de Justicia con sus estudios en Naturopatía y Quiromasaje, que realizaba por las tardes en Acena, persiguiendo con pasión una vida más alineada con lo natural, lo espiritual y lo humano. Su agenda estaba llena de clases, prácticas de masaje, viajes, reflexiones, sueños, actividades culturales… y también, de una historia de amor que marcaría profundamente aquel año.

 

En agosto de 2001, Miguel Ángel emprendió un viaje a Venezuela, una travesía transformadora que lo llevó desde Caracas hasta las montañas del Táchira, cruzando valles y pueblos pequeños. Fue allí, en un rincón místico y sereno de ese país, donde conoció a Cecilia Chacón, una joven química apasionada por la electroquímica, de voz dulce y espíritu firme. Entre rituales del Lumen de Lumine, excursiones por los Andes y charlas sobre ciencia, fe y alma, nació un vínculo intenso, casi inesperado, que con el tiempo creció más allá de la distancia.

 

Al regresar a Málaga, su vida cotidiana recobró el ritmo habitual: prácticas, clases, estudios, encuentros esporádicos con amigos, salidas a los bares del centro y excursiones a la Axarquía. Pero algo había cambiado. Cecilia seguía presente, y su presencia se filtraba por la pantalla del ordenador, en cada correo que llegaba desde el otro lado del Atlántico. Palabras sinceras, esperanzadas, a veces dolidas, otras llenas de ternura y deseo. Cecilia abría su alma, compartía su lucha en el laboratorio, sus miedos ante la situación política del país, sus conflictos familiares, pero también su esperanza de construir una vida a su lado.

 

Miguel Ángel, por su parte, respondía con profundidad, claridad y sensibilidad. Le ofrecía su verdad: un piso modesto, un estilo de vida sencillo, mucho trabajo, pero también un corazón abierto y una propuesta de futuro. Le escribió con franqueza sobre cómo vivía, qué podía ofrecerle, y cómo podrían verse en Portugal o incluso vivir juntos en Málaga, si ella decidía dar el paso.

 

Mientras tanto, su vida interior seguía evolucionando. Seguía luchando contra sus sombras, su deseo de ser comprendido y amado, su necesidad de vencer el miedo a la soledad y a las emociones no expresadas. Cecilia, con su entrega, su afecto profundo, su inquietud por saber si podía contar con él, ponía sobre la mesa cuestiones de gran calado: ¿Era amor lo que sentían? ¿Estaban dispuestos a luchar contra la distancia y por una vida compartida?

Miguel Ángel sentía que estaba ante una encrucijada: el amor verdadero llamaba a su puerta, y con él la posibilidad de una vida nueva. Cecilia le escribía con el corazón en la mano: “No me voy a permitir perderte”, “Yo también tengo mis temores… pero quiero estar contigo”. Y al mismo tiempo le hablaba de sus aspiraciones: llevarse a su madre, seguir su carrera, buscar el doctorado… un futuro lleno de planes que, si él aceptaba, sería también suyo.

 

Fue un año de correspondencia intensa, de mensajes llenos de poesía, de luchas cotidianas, de sueños compartidos y de muchas preguntas abiertas. Miguel Ángel comprendía que no era fácil para Cecilia dar el salto. Venezuela vivía una situación crítica, con paros, protestas y un golpe de Estado. Pero ella seguía escribiéndole, haciéndole partícipe de cada logro académico, de cada tropiezo emocional, de cada avance en su tesis.

Y así, entre clases de masaje, paseos por el río, lecturas de espiritualidad, cenas familiares y madrugadas escribiendo, Miguel Ángel vivió uno de los años más intensos de su vida. El amor cruzaba el océano y se mantenía vivo a través de palabras, canciones, recuerdos, deseos no cumplidos y promesas por definir.

 

A los 37 años, Miguel Ángel vivía con el alma abierta, dispuesto a entregarse, pero también consciente de sus propios ritmos, de sus necesidades de calma y reflexión. Aprendía a no huir del amor ni de sí mismo. Y aunque no sabía cómo acabaría aquella historia con Cecilia, sabía que, en el fondo, algo muy profundo y hermoso se había despertado en él. Y eso, fuera cual fuera el desenlace, ya era un regalo inmenso.

 


 

10. Miguel Ángel a los 36 años


10. Miguel Ángel a los 36 años

 

A los 36 años, Miguel Ángel Molina Palma vivía en Málaga, en una etapa vital marcada por la exploración interior, el crecimiento espiritual y la búsqueda del equilibrio entre cuerpo, mente y emociones. Atrás quedaban las noches en Huelva, las tertulias del Bar 1900, el trajín de los juzgados saturados de trabajo y las emociones vertiginosas de los treinta y pocos. Ahora el ritmo era otro: más introspectivo, más simbólico, más sanador.

 

En el verano del 2000, Miguel Ángel se dejaba sorprender por el mundo. Celebró el cumpleaños de Belén de Milarepa en el Peñón del Cuervo, compartiendo la noche malagueña con gente nueva como Piter, Silvia, Isa o Eduardo. Días después emprendió un viaje inolvidable a Italia, seguido de una expedición por tierras del norte: León, Gijón, Oviedo, Covadonga, Santander, Santillana del Mar, los Picos de Europa… Fue un peregrino del alma que, al cruzar la Puerta del Perdón en Santo Toribio de Liébana, sintió que se abría otra puerta: la del Jubileo interior.

 

Pero también fue un año de lucha consigo mismo. En su diario reflexionaba con honestidad sobre sus bloqueos emocionales, su dificultad para establecer vínculos afectivos profundos, sus miedos, su necesidad de comunicación. Reconocía cómo su infancia y su relación con su madre habían dejado huellas que aún dolían. Comprendía que su búsqueda de prestigio había sido muchas veces un disfraz de su necesidad de amor, y se esforzaba por dejar de ser un espectador para convertirse en un actor de su vida emocional. En palabras suyas: "La no comunicación, la mirada silenciosa y la actitud de espectador me perjudican seriamente."

 

El sueño y el símbolo se convirtieron en guías. A través de sus sueños —intensos, oníricos, muchas veces arquetípicos— iba explorando las fuerzas que habitaban su interior: la culpa, la redención, la energía sexual, la transformación. En uno, se veía a sí mismo dentro de un huevo, protegido por una membrana, a punto de nacer de nuevo. En otro, una pantera negra se convertía en símbolo de su ser más profundo. Soñaba con ovnis, con naves, con seres de otros planos. Soñaba que transportaba una cruz blanca, como si él mismo portara su historia, su carga, su misión.

 

En paralelo, Miguel Ángel continuaba trabajando en el Juzgado de lo Penal nº 7 de Málaga, donde la sobrecarga laboral provocada por la falta de personal lo llevó a redactar un alegato encendido y firme dirigido al sindicato. Defendía su derecho al descanso, a la dignidad en el trabajo y a que su tiempo libre no se viera pisoteado por la inercia de una administración ciega.

 

En esa misma etapa, se intensificó su interés por las terapias naturales, la alimentación consciente y el poder sanador de las plantas. Empezó a preparar sus propias hierbas suecas, tinturas de celidonia y zumos de limón. Se inició en la numerología, estudió la simbología gnóstica, y llegó a una conclusión clara: la vida espiritual no puede separarse de la vida cotidiana, ni la mente del cuerpo. “Las emociones son un arte y se sostienen en un caballete”, escribió. Pintaba con palabras, pero también con visiones. Y buscaba sanar no sólo su cuerpo o su historia, sino un linaje, una humanidad interior herida que quería ver florecer.

 

Así, en abril de 2001, tomó una decisión importante: matricularse en el master de Naturopatía en ACENA. Fue su forma de formalizar un camino que ya venía andando con intuición, pasión y sensibilidad. Miguel Ángel, el poeta, el buscador, el soñador, entraba en una nueva etapa con 36 años: la del hombre que bebe de su propia cisterna. La del hombre que no sólo quiere sanar, sino también sanar a otros.

 


 

9. Entre Huelva, Melegís y Málaga (Relato de vida con 34 y 35 años)


9. Entre Huelva, Melegís y Málaga (Relato de vida con 34 y 35 años)

Por Miguel Ángel Molina Palma

 

A los treinta y cuatro años sentí que el tiempo caminaba conmigo, a ratos como un aliado, a ratos como un espejo que me desafiaba. El 15 de mayo de 1998 murió Frank Sinatra. Y quizás fue una señal: se despedía una voz que marcó épocas, mientras yo seguía buscando la mía. Me seguía cuestionando desde dentro, alzando la voz —a veces en forma de verso, otras en cartas que no llegaban a entregarse, como aquella a Paloma Contreras, donde puse mi alma entera sin esperar nada, sólo por el impulso de la ternura.

 

En Huelva, escribía con frecuencia. Mis poemas se abrían como ventanas hacia la justicia, el amor, la memoria. Como en aquel soneto a la Fe Descubridora, o el tributo a Alejandro Herrero, arquitecto de paisajes humanos. Era mi forma de resistir la banalidad, de oponer belleza a la aspereza del mundo. La poesía era mi refugio y mi lanza. Escribía desde el pecho, desde los nervios, desde la necesidad de tocar lo intangible.

 

En Córdoba, entre guitarras y jardines, descubrí el poder transformador del arte en directo. Viajé también a Salvaterra de Miño para una boda; me reencontré con mi madre en clínicas, mercados, paseos. Empecé a entender que el amor también era cuidar, acompañar, mirar a los ojos.

 

Ese año, escribí "El Valle", un poema que todavía siento palpitando entre las raíces de los naranjos de Melegís. En cada verso puse la memoria de los labradores, el rumor de las acequias, la humildad fértil del campo. También nació "A la chica de la radio", otro canto a lo invisible: a una voz que despertaba emociones dormidas.

 

Pasé horas con libros, películas, tertulias, caminatas por la playa con amigos como Carlos, noches de reflexión, de soledad, de conexión. Participé en la Asociación Alonso Sánchez, escribí en diarios, defendí la cultura, reclamé justicia para el alma de la Universidad. El 13 de abril de 1999 murió mi abuelo Antonio Palma, a los 94 años, y lo sentí como el cierre de un ciclo ancestral.

 

Y entonces, el cambio: en julio de 1999, se me concedió el traslado al Juzgado de lo Penal nº 7 de Málaga. Me despidieron en Huelva y tomé posesión en el Paseo de Reding. A mis 35 años me reencontré con la posibilidad de comenzar de nuevo. Conocí la ciudad, probé por primera vez el gazpachuelo, me dediqué con más atención a la cocina, al modelado, al teatro, a los paseos. Anoté incluso la receta de las migas. Buscaba con intensidad la armonía en lo cotidiano.

 

Málaga me ofrecía otras luces y otras sombras. Hubo noches de insomnio, tensión acumulada, búsquedas internas. Dejé excitantes, cuidé mi alimentación, acudí al psicólogo. Empecé el año 2000 reflexionando sobre mis pasiones y lo que amaba: escribir, cocinar, bailar, contemplar, crear.

 

Me gustaba ver la lluvia tras los cristales. Escuchar Enya. Bailar en los bares y leer a Miguel Hernández o Gloria Fuertes. Vivir con la atención del que quiere exprimirle sentido a todo. Y en medio de todo eso, estaba yo: con mis poemas, con mis dudas, con mis pasos entre Melegís y Málaga, con el alma abierta y la mirada hacia dentro y hacia el futuro.