27 marzo 2025

Cuentos y Leyendas de Acequias



La piedra que brillaba solo una vez

 

Había una piedra junto al camino viejo, donde los senderistas a veces descansaban y los pastores solían pasar sin detenerse.

Era una piedra redonda, chata, de esas que no llaman la atención.

Pero tenía algo extraño: nadie la tocaba dos veces.

Porque quien la tocaba una vez, decía que brillaba.

Una luz suave, como si por dentro guardara una vela antigua encendida.

El primero en hablar de ella fue un niño llamado Elías.

Volvía del campo con su abuelo, se agachó a atarse el zapato, apoyó la mano sobre la piedra… y vio cómo una luz dorada se encendía bajo sus dedos.

Duró solo un segundo.

Pero lo suficiente como para que, al levantarse, recordara el nombre de su madre, que había muerto cuando él era bebé.

No lo contó enseguida.

Esperó años.

Hasta que otra niña, llamada Clara, la tocó al tropezar y, al volver a casa, dijo que había recordado un sueño que nunca supo que había tenido.

El misterio creció.

Algunos fueron a buscar la piedra a propósito.

Pero no pasaba nada.

Porque la piedra no responde a la curiosidad, ni al deseo, ni a la prisa.

Solo se ilumina una vez por persona.

Y solo cuando uno necesita recordar algo que no sabía que había olvidado.

Hay quien vuelve cada año esperando que vuelva a brillar.

Pero nunca lo hace dos veces.

Porque lo mágico no está en lo que se repite,

sino en lo que sucede una sola vez en la vida…

y se queda contigo para siempre.

 

 

 

El horno que encendía solo (Acequias)

 

En una calleja estrecha del barrio bajo de Acequias, donde las buganvillas asoman por encima de las tapias y el agua de la acequia corre bajita entre piedras, hay un horno moruno, viejo y agrietado, que hace años dejó de usarse.

Ya nadie amasa en él.

Las mujeres mayores dejaron de bajar con sus espuertas de masa.

Y las niñas ya no se sentaban en la puerta esperando la primera torta caliente.

Pero el horno sigue allí.

Y no ha olvidado.

Cuentan que una vez al año, sin que nadie lo vea, se enciende solo.

Ocurre una noche concreta: la víspera de San Antón.

Los vecinos no lo anuncian.

No hay cartel, ni misa, ni procesión.

Solo una certeza: al pasar por allí esa noche, el aire huele a pan recién hecho.

Una vecina lo vio una vez.

Se llamaba Matilde, y regresaba de cuidar a una tía enferma. Era ya de madrugada, y al doblar la esquina, vio humo suave saliendo de la chimenea del horno.

Pensó que alguien lo habría encendido… pero al asomarse, no había nadie.

Solo el horno encendido, rojo por dentro, con un pan pequeño sobre la piedra.

Matilde no tocó nada.

Solo miró.

Y antes de marcharse, escuchó algo que aún recuerda:

“Gracias por volver.”

Desde entonces, Matilde baja cada año esa noche y deja una masa envuelta en paño, junto a la puerta.

Y por la mañana, cuando vuelve, el pan está hecho.

Y siempre sabe igual:

a infancia,

a pueblo,

a abrazo.

 

 

 

El secreto del horno (Acequias)

 

Sergio tenía nueve años y una curiosidad más grande que su mochila.

Vivía cerca del horno viejo, el que ya nadie usaba, pero que, según decía su abuela, “a veces aún respira.”

Sergio se reía. ¿Cómo iba a respirar un horno?

Pero un día, al volver a casa tarde, se fijó en algo raro:

el horno tenía una luz anaranjada por dentro,

y una cosa más extraña aún:

olía a pan.

No a pan cualquiera.

A pan como el de las fiestas de antes.

Pan con anís, con aceite…

pan con memoria.

Esperó unos segundos. Miró alrededor.

No había nadie.

Se acercó muy despacio…

Y justo cuando iba a tocar la puerta del horno, ésta se abrió sola.

Dentro no había leña, ni fuego.

Pero sí una piedra caliente, y sobre ella… un pan redondo, dorado, perfecto.

Sergio no lo tocó. Solo lo miró.

Y entonces escuchó una voz. No fuerte. No temible. Una voz suave, como de mujer mayor.

—“Si lo pruebas… sabrás. Pero tendrás que guardar el secreto.”

Sergio se quedó helado.

—“¿Saber qué?”

La voz no respondió. Solo dijo:

—“Decide.”

El niño miró el pan.

Olía a gloria.

Y, con cuidado, arrancó un pedacito.

Lo metió en la boca.

Y entonces lo sintió todo.

Sintió las manos de su abuela amasando,

la risa de su madre cuando era niña,

el horno lleno de vecinas hablando mientras esperaban sus tortas,

los juegos en la placeta mientras salía el pan…

Sintió el pueblo entero, como si viviera dentro de él.

Cuando abrió los ojos, el pan ya no estaba.

La piedra, fría.

Y la puerta, cerrada.

Desde entonces, Sergio no volvió a contarle a nadie lo que pasó.

Pero cada víspera de San Antón, baja al horno con un cuenco de masa que él mismo prepara.

No espera nada.

Solo lo deja allí.

Y por la mañana, lo recoge.

Y el pan, aunque no lleva firma, siempre le sabe igual:

a secreto,

a historia,

a hogar.

 

 

El secreto del horno

 

(Versión poética – Acequias)

 

Sergio era un niño curioso,

con alma de viento y zurrón,

que vivía cerca del horno

que dormía sin leña ni voz.

Decían que en ciertas noches,

cuando el cielo se pone en gris,

el horno encendía su entraña

y el aire olía a anís.

Una tarde de enero helada,

vio brillar la puerta de atrás,

y al acercarse sin miedo,

el horno lo quiso mirar.

Dentro, ni fuego ni humo,

pero sí piedra y calor,

y en el centro, un pan redondo

que parecía hecho de sol.

Entonces oyó una voz vieja,

que olía a harina y a flor:

—“Si pruebas, sabrás el secreto…

pero no digas quién soy.”

Sergio arrancó una migaja,

la metió despacio en su ser,

y al morderla, vio a su abuela

amasando al amanecer.

Vio risas, tortas, canciones,

vecinas junto al albor,

y a un pueblo entero latiendo

dentro del horno mayor.

Al abrir los ojos, callado,

ya no había pan ni color.

Solo un niño que sabía

guardar en silencio el amor.

Desde entonces, cada año,

baja al horno con fervor,

deja masa envuelta en trapo

y no espera explicación.

Porque el pan que al alba encuentra

no lleva firma ni autor…

pero huele a infancia y fuego,

y sabe a eterno calor.

 

 

 

 

Luna y el molino que soñaba (Acequias)

 

Había un molino viejo, al final del pueblo, cubierto de hiedra y con la puerta torcida.

Ya no molía. Ya no sonaba.

Solo estaba allí, como un abuelo dormido.

Luna pasaba muchas veces junto a él, pero nunca se había atrevido a entrar.

Hasta que un día, después de una tormenta, notó que la puerta estaba entreabierta… y dentro, algo chispeaba.

No era luz.

No era fuego.

Era como el reflejo de un recuerdo.

Entró despacito, con su flauta en la mano, y entonces lo sintió:

el molino estaba soñando.

No había nadie más, pero el aire olía a harina, a pan caliente y a agua corriendo.

Las aspas, rotas desde hacía años, se movían muy despacio, como si aún giraran en otro mundo.

Luna no dijo nada. Solo se sentó sobre un saco de esparto, cerró los ojos, y empezó a tocar una melodía dulce, de esas que parecen hechas con las manos mojadas.

Y entonces ocurrió.

Una voz vieja, rasposa, suave, salió del fondo del molino.

—“Esa canción… me la tocó un niño hace muchos años, cuando aún giraba de verdad.”

Luna abrió los ojos, pero no vio a nadie.

—“¿Eres tú el molino?”, preguntó sin miedo.

—“Sí. Y tú… tú me has despertado.”

El molino no quería volver a trabajar.

Solo quería recordar.

Y no olvidar que, una vez, también tuvo alma.

Que dentro de él se reía, se cantaba, se amasaba esperanza.

Luna entendió.

Volvió muchos días más.

A veces tocaba.

Otras, solo se sentaba y le hablaba de su día.

Y desde entonces, cuando alguien pasa junto al molino, cree oír algo entre las piedras…

Un giro.

Una risa.

O una niña silbando con los ojos cerrados.

 

 

La leyenda del agua que no duerme en Acequias

 

En Acequias, el agua lo es todo. Baja limpia desde Sierra Nevada, salta entre peñascos, se reparte por acequias antiguas que serpentean entre almendros y cañaverales. Dicen que aquí el agua no solo riega la tierra: también escucha, recuerda, y protege.

Cuenta una vieja historia que, hace siglos, cuando los moriscos aún vivían en el pueblo, un anciano maestro de obra construyó una acequia secreta, una canalización diminuta que pasaba por debajo del pueblo y solo daba agua a quienes la trataban con respeto. La llamaban “el hilo del alba”, porque solo corría antes de que saliera el sol, y se decía que el que bebía de ella tenía un año de buena salud y sueños tranquilos.

Pasaron los años, las casas crecieron, los campos cambiaron, pero el agua seguía apareciendo misteriosamente en ciertos lugares al amanecer, como si aún fluyera por caminos ocultos. Nadie sabía de dónde venía, ni a dónde iba.

Una vez, en una época de sequía, los vecinos se reunieron para pedir agua al cielo. Esa noche, una mujer mayor dejó un cuenco junto a la fuente de la plaza, con una ramita de romero dentro, y dijo:

“Si el agua no duerme, vendrá.”

Al día siguiente, el cuenco estaba lleno. No llovió en el valle, pero los campos de Acequias reverdecieron antes que en ningún otro pueblo.

Desde entonces, cada vez que llega el Día de la Cruz, algunos vecinos dejan discretamente una ramita de romero o una flor en las fuentes del pueblo, en señal de gratitud a ese agua que, según dicen, nunca duerme... y nunca olvida.

 

 

 

Luna y la acequia que cantaba (Acequias)

 

Una tarde de verano, cuando el sol bajaba lento por las lomas de Acequias y las golondrinas surcaban el cielo como letras en movimiento, Luna bajó con su flauta hasta la acequia.

No era una acequia grande, ni caudalosa.

Era estrecha, modesta, y cruzaba entre zarzas y piedras suaves, bajando desde los bancales hasta perderse entre huertos.

Luna la conocía bien. A veces metía los pies en el agua, otras dibujaba con un palito sobre la tierra húmeda.

Pero ese día, la acequia estaba distinta.

Sonaba.

Cantaba.

Como si tarareara algo.

Al principio creyó que era el viento. Luego, que sería una rana. Pero no.

El agua, al chocar con una piedra curva, emitía una melodía suave… como si alguien silbara desde muy lejos.

Y, de algún modo extraño, la melodía se parecía a la que ella había tocado al árbol unos días antes.

Se quedó en silencio. Escuchó.

Y entonces, hizo algo que nunca había hecho: empezó a responder con la flauta.

Una nota. Otra.

Y la acequia, al moverse, cambiaba su sonido para acompañarla.

Así pasó la tarde.

Una niña, una acequia, y un diálogo de música antigua y agua nueva.

Cuando la noche llegó, Luna no quiso marcharse sin despedirse.

—“Gracias por tocar conmigo.”

Y la acequia, en ese momento, soltó una burbuja grande, redonda…

que estalló con un sonido claro.

Como una risa de agua.

Desde entonces, los vecinos dicen que, cuando la acequia suena diferente, es porque Luna ha bajado a tocarle algo nuevo.

Y aunque nadie ha visto nada especial, todos lo notan:

Las flores crecen mejor.

Las naranjas brillan más.

Y el pueblo, por alguna razón, respira distinto.

 

 

 

El candil de las Cruces (Acequias)

 

Cada mes de mayo, Acequias celebra el Día de la Cruz, adornando rincones con flores, colchas bordadas y mantones. Pero hay una cruz que no se ve todos los años. Solo cuando ella quiere.

Se le conoce como la Cruz del Candil, y está en lo alto del monte, entre encinas y tomillos.

No está hecha de hierro ni de madera. Es de luz.

Y flota.

La primera vez que se vio fue hace mucho, cuando un niño del pueblo, llamado Pedro, se perdió al recoger romero con su abuelo. Cayó la noche, y el frío apretaba. El abuelo lo buscaba gritando por los barrancos, sin respuesta.

Pedro, asustado, se abrazó a una piedra y lloró.

Entonces, vio un resplandor entre los árboles: un pequeño candil flotando, como si alguien lo llevara en el aire.

El niño lo siguió, paso a paso, entre lentiscos. Y cuando el candil se detuvo, brilló tan fuerte que dibujó una cruz de luz en el aire.

Justo entonces, su abuelo apareció al otro lado del claro.

Ambos dijeron lo mismo al verse:

—“¡Te ha traído la cruz!”

Desde aquel día, la Cruz del Candil aparece solo en mayo, y solo cuando alguien está triste o perdido en lo alto del monte.

Una mujer viuda que no encontraba consuelo, la vio al amanecer y bajó del cerro sonriendo.

Un joven que no sabía si marcharse del pueblo, la siguió, y al llegar a casa, sabía que debía quedarse.

Los mayores dicen que la cruz no lleva clavos.

Ni corona.

Ni pena.

Solo luz y dirección.

Y si algún año alguien sube al monte con fe en el corazón y flor en la mano, puede que el candil vuelva a encenderse.

Y le diga, sin palabras, que todo va a estar bien.

Con mucho gusto. Aquí tienes la versión en verso de “La Cruz del Candil”, una leyenda de Acequias tejida con luz, monte y esperanza. Está pensada para recitarse el Día de la Cruz o en una noche de cuentos junto al fuego.

FIN.

 

 

La Cruz del Candil

(Verso popular – Acequias)

 

En lo alto de Acequias, callado,

donde el monte se esconde al andar,

hay un claro entre piedras y encinas

donde a veces se deja mirar.

No es ermita, ni altar, ni retablo,

ni madera que el hombre talló.

Es un brillo que flota en la noche...

una cruz que la luna encendió.

Dicen que un niño la vio una tarde

cuando el sol ya empezaba a caer,

y perdido en la sierra del miedo,

fue la luz quien le vino a traer.

Un candil pequeñito en el aire,

sin mecha, sin mano, sin voz,

iba abriendo veredas de sombra

hasta que el niño encontró al abuelo y a Dios.

Desde entonces, en mayo, algunos

suben monte arriba sin plan,

porque dicen que si hay pena dentro,

la cruz del candil se les va a mostrar.

No hay clavos, ni espinas, ni sangre,

ni castigo, ni gesto de fin...

Es la cruz del consuelo y del paso,

la que dice: “Ya puedes seguir.”

Así que si un año estás triste

y tus pasos se quiebran al sol,

súbete a los montes de Acequias...

y quizás te la muestre el candil del amor.

 

 

 

La Cruz del Candil (II) — El regreso de Pedro

 

Habían pasado muchos años desde aquella noche en que Pedro, siendo solo un niño, se perdió en los montes de Acequias y una luz misteriosa —un candil sin llama— lo guió de vuelta hasta su abuelo.

Creció con la historia guardada en el pecho, como un secreto sagrado. Nunca la contó entera, solo dejaba caer algún detalle cuando alguien hablaba de milagros o de señales. Algunos lo tomaban a broma. Otros lo miraban con respeto.

Pedro se hizo hombre. Aprendió a trabajar la tierra, a subir y bajar los montes sin perderse. Pero nunca olvidó aquella cruz de luz flotando en mitad del claro, ni la paz que le dio cuando más la necesitaba.

Una tarde de primavera, ya siendo mayor, Pedro estaba en la plaza del pueblo cuando vio a un niño sollozando junto al pilar. Tenía el rostro sucio, los ojos rojos y las manos temblando.

—“¿Qué te pasa?” —le preguntó Pedro con voz suave.

—“Se me ha perdido el perro en el monte… y mi madre se va a enfadar… y… no sé volver al sitio…”

Pedro lo miró. Y, sin pensarlo dos veces, le ofreció la mano.

—“Vamos a buscarlo. Quizá hoy la cruz vuelva a encenderse.”

El niño lo siguió sin preguntar. Subieron por la vereda entre romeros, juncos y piedras grises. El aire estaba limpio, y el cielo comenzaba a teñirse de naranja.

Y entonces, justo al borde del claro, el candil apareció.

Flotaba bajo, como si reconociera a Pedro.

Y esta vez no solo brillaba: dibujó con su luz la misma cruz luminosa de años atrás.

El niño se quedó boquiabierto, y en ese momento, se oyó un ladrido entre los arbustos. El perro corrió hacia ellos como si también hubiese sido guiado por la luz.

Pedro sonrió.

El niño abrazó al perro.

Y el candil se apagó con suavidad, como diciendo: “Ya está.”

Al bajar de nuevo al pueblo, el niño no decía nada. Solo apretaba fuerte la mano de Pedro.

Y esa noche, mientras cenaban en su casa, le dijo a su madre:

—“Hoy me ha guiado una cruz que no estaba allí… pero que brillaba como si supiera mi nombre.”

Desde entonces, ese niño —como Pedro en su día— guarda la historia.

Y también guarda la promesa de que, algún día, cuando alguien se pierda,

él sabrá por dónde subir.

FIN.

 

 

La Cruz del Candil (II) — El regreso de Pedro

(Verso – Segunda parte)

 

Pasaron los años de brisa,

de aceituna, mosto y dolor,

y aquel niño que halló la vereda

se hizo hombre, pastor y cantor.

Pedro, que un día siguiera

una luz entre el tomillo y el laurel,

guardó en su alma la historia

como quien guarda miel.

Pero un día, en la plaza del pueblo,

vio a un niño llorando en redondo.

Se había perdido su perro,

y decía que no lo hallaba el mundo.

Pedro lo miró con ternura,

le dio agua, y al fin dijo así:

—“Ven conmigo al monte, muchacho…

Quizá nos guíe la cruz del candil.”

Subieron entre zarzas y piedras,

el mayor delante, firme y fiel,

y el pequeño pisando sus huellas

con un nudo en la tripa y la piel.

Y cuando el sol se escondía,

y la brisa hablaba en la flor,

el candil, como en otros tiempos,

encendió su temblor.

Y esta vez no fue solo un reflejo.

Fue una cruz que tembló de verdad,

y el perro ladró desde el fondo

de un romeral sin maldad.

El niño abrazó a su amigo,

y Pedro miró al cielo sin voz.

Sabía que aquel era el regalo

por no olvidar la luz ni a Dios.

Y bajaron callados al pueblo,

con los ojos brillando sin fin…

Y el niño juró que algún día,

volvería a buscar el candil.

 

 

La Cruz del Candil (III) — El guardián invisible

 

Samuel ya era un hombre cuando volvió al claro de los montes de Acequias.

Había pasado mucho tiempo desde que, siendo niño, Pedro le tomó de la mano y lo llevó en busca del perro perdido.

Aquel día, el candil apareció.

La cruz brilló.

Y su vida cambió.

Desde entonces, Samuel guardó aquella imagen en su interior como quien guarda un tesoro que no debe tocarse con palabras. Nadie volvió a hablarle de la cruz, ni del candil. Tampoco Pedro. Pero no hizo falta.

Samuel creció con un respeto profundo hacia el monte, la luz, y los silencios que lo envuelven.

Cada mayo, cuando llegaba el Día de la Cruz, subía solo hasta el claro, dejaba una flor en una piedra, y bajaba sin decir nada a nadie.

Y así fue… hasta que llegó una niña.

Se llamaba Lía. Tenía unos ocho años, pelo enredado y la mirada torpe de quien lleva algo muy grande por dentro.

Samuel la encontró sentada sola cerca del pilar, con los ojos clavados en el suelo.

—“¿Te pasa algo?” —le preguntó, recordando sin querer la voz de Pedro, muchos años atrás.

Ella no respondió. Solo dijo:

—“Quiero ir a un sitio… pero no sé cuál. Solo sé que está en el monte.”

Samuel entendió todo sin preguntar.

Cogió su bastón, su cantimplora, y le hizo un gesto con la cabeza.

—“Entonces vamos.”

Subieron en silencio. Lía no se quejaba. Solo miraba las ramas, el cielo, las piedras.

Cuando llegaron al claro, el sol empezaba a caer.

Y entonces ocurrió: la luz del candil.

Pequeña. Suave. Redonda.

Flotando unos metros delante de ellos.

Lía la vio. Sus ojos brillaron. Dio un paso. Otro.

Y justo cuando llegó al centro del claro, la cruz de luz se formó en el aire, brillante y callada.

La niña se quedó allí un instante, como si el mundo se hubiese detenido.

Luego, sin decir nada, se volvió hacia Samuel y lo abrazó.

—“Ya sé por qué tenía que venir,” susurró.

Al bajar al pueblo, la niña ya no era la misma. Caminaba recto. Con paz.

Samuel, en cambio, se quedó en lo alto un poco más.

Miró al claro. Al cielo.

Y por primera vez, habló en voz baja, como quien entrega una promesa:

—“Gracias, Pedro.

Gracias, cruz.

Ya le toca a ella ahora.”

 

 

 


 

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