(Recreación histórica)
(Siglo IV, cuando Hispania aún formaba parte del Imperio Romano, aunque ya empezaban a sentirse los signos de decadencia. En este momento, el cristianismo comienza a extenderse oficialmente, aunque muchas zonas rurales aún combinaban creencias tradicionales romanas con nuevos cultos. El Valle de Lecrín, como otras zonas agrícolas del sur, probablemente estaba salpicado de villas rurales romanas, con pequeños grupos de campesinos, colonos o siervos que trabajaban las tierras para terratenientes que vivían en ciudades como Ilíberis (Granada) o Malaca (Málaga).
“El vino y la cruz”
Valle del Lecrín, año 364 – Bajo Imperio Romano de Occidente
Su nombre era Faustinus, hijo de un veterano de las legiones que había sido premiado con tierras en el sur por sus años de servicio en la frontera del Danubio. La villa en la que vivía no era grande ni lujosa, pero tenía lo necesario: un mosaico ya desgastado, un baño que casi no usaban, y una pequeña bodega en la parte baja, donde se conservaban ánforas de vino y aceite.
Faustinus no conocía Roma. Pero vivía como romano. Hablaba latín, llevaba túnica corta de lino, y cada mañana, antes de bajar a los campos, saludaba al busto de su padre que reposaba junto al lararium familiar.
Cultivaba vid, trigo y olivos, y criaba ovejas y gallinas. Tenía dos esclavos —libertos en práctica— que dormían en una cabaña al lado del campo. Su hermana, Julia, era una de las primeras en el valle que rezaba en secreto a un dios crucificado, siguiendo los rumores que llegaban desde Cartago y Córdoba, donde el cristianismo comenzaba a hacerse oficial.
—El imperio está cambiando —le decía ella una noche, mientras encendía una lámpara de aceite junto a un símbolo dibujado con ceniza.
—Todo cambia —respondía Faustinus—. Pero el agua sigue bajando, y el trigo sigue creciendo.
En efecto, el paisaje seguía siendo fértil. Las acequias, herencia de tiempos aún más antiguos, llevaban el agua con precisión a los campos. Los caminos estaban en mal estado, pero aún pasaban por allí mercaderes con sal, telas o ánforas del sur.
La villa estaba aislada, pero no olvidada. Una vez al mes, llegaba un recaudador imperial a pedir tributo. Faustinus pagaba con vino y aceite. También ofrecía hospitalidad, como dictaba la costumbre romana. Una tarde, uno de esos recaudadores le dejó un pergamino con noticias:
“En Roma gobierna Valentiniano. El cristianismo será la fe del Imperio. Prepárate.”
Faustinus no se opuso. Sabía que los dioses cambiaban con los siglos, pero la tierra no se rendía tan fácilmente. Enterró las estatuillas de Lares en una caja de madera, junto a una moneda con el rostro del emperador.
Cuando murió, años después, su hermana lo enterró junto al olivo más viejo, con una cruz tallada en una piedra. Nadie volvió a habitar esa villa con regularidad, pero algunos muros aguantaron siglos, y bajo ellos germinaron nuevas semillas.
Y en la tierra fértil del valle —donde más tarde se llamaría Melegís— aún quedaban las raíces de Faustinus y su mundo: vino, trigo, silencio… y una cruz.
Ilustración:
Melegís en el siglo IV, con Faustinus cuidando su villa rural, entre el mundo romano que se apaga y el cristiano que comienza.
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