(Recreación histórica)
(El siglo V, un tiempo de transición profunda y fragilidad. El Imperio Romano de Occidente se desmorona, y en Hispania comienzan a asentarse pueblos germánicos como los suevos, vándalos, alanos, y más tarde los visigodos, aunque en estas primeras décadas su presencia aún es inestable.
En el Valle de Lecrín —como en muchas zonas rurales del sur de Hispania— la romanización aún está muy presente: infraestructuras, villas agrícolas, costumbres, lengua y religión - el cristianismo ya se había extendido-, pero el poder central desaparece y las comunidades rurales quedan a su suerte, replegadas sobre sí mismas. En este contexto, Melegís aún no existe como pueblo, pero quizás sobrevive alguna villa rural romana, con algunos colonos que resisten, cultivan y se adaptan al nuevo mundo que llega sin avisar).
“La villa del fin del imperio”
Valle del Lecrín, año 463 – últimos años del Imperio Romano de Occidente
La llamaban Villa Licina, aunque ya casi nadie recordaba por qué. Algunos decían que fue de un tribuno romano, otros que de una viuda rica. La verdad es que lo único que quedaba en pie eran dos habitaciones con mosaico roto, un horno semicircular y una cisterna de piedra. Pero Aurelius, el nieto del último administrador romano de la villa, seguía allí, arando la tierra con un buey flaco, esperando que Roma volviera.
Tenía 37 años, hablaba un latín sencillo mezclado con palabras bárbaras, y cada noche encendía una lámpara de aceite junto a una piedra donde su abuela solía rezar. Vivía con su hermana, dos niños, y un par de criados libres que se quedaron cuando los soldados desaparecieron.
Desde hacía años, ya no llegaban cartas, ni recaudadores, ni órdenes desde Cartago Nova. Los caminos estaban abandonados, las ciudades llenas de miedo. Había rumores de saqueos, de bárbaros del norte, de ciudades arrasadas. Pero en el valle, lo único que importaba era que el agua siguiera bajando por el canal, que los olivos no enfermaran, y que los animales no se perdieran por la noche.
Aurelius mantenía en su poder un códice de agricultura en latín, escrito por su abuelo, con dibujos de árboles frutales y técnicas de injerto. Lo consultaba como un libro sagrado. Cada año, lo abría antes de la siembra y lo cerraba después de la cosecha.
El cristianismo era ya común, aunque aún se mezclaba con antiguas costumbres romanas: se encendían velas por los difuntos, se bendecía el pan antes de hornearlo, se usaban amuletos de laurel y higos secos contra las enfermedades. Las mujeres rezaban a la Virgen, pero también colgaban espigas en las puertas para ahuyentar el mal de ojo.
Un día llegó al valle un joven de aspecto extraño: cabello rubio, palabras duras, una cruz de hierro colgada al pecho. Venía de tierras del norte, con un grupo de guerreros visigodos, y buscaba paso hacia la costa. Aurelius le ofreció pan y agua. El joven, sorprendido, dejó una bolsa con semillas nuevas a cambio. No hubo sangre. Solo un cruce de caminos.
Aurelius no sabía que Roma ya había caído. No necesitaba saberlo. Porque en su valle, la vida seguía fluyendo, como el agua, como el tiempo.
Y aunque la villa seguiría cayendo piedra a piedra, la tierra no olvidaría su nombre.
Ilustración:
Melegís en el siglo V, con Aurelius trabajando la tierra junto a los restos de la antigua villa romana, en un valle que resiste entre ruinas y esperanza.
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