28 marzo 2025

“Un día entero en Talará”


La vida antigua en Talará, tal como pudo vivirse en el pasado: sin fechas exactas, pero entre mulas, cántaros, aceite y campanas. Es un homenaje a las generaciones que habitaron el pueblo cuando todo se hacía con las manos y el tiempo se medía por las estaciones y los sonidos del día.

 

 

“Un día entero en Talará”

Tiempos antiguos

 

El día empezaba con el canto del gallo y el repique de la campana de la iglesia.

Antes del primer rayo de sol, las mujeres ya estaban encendiendo la lumbre.

Café de cebada, pan del día anterior, y un trozo de tocino colgado en la alacena.

La casa olía a humo, a jabón casero y a romero seco.

Los hombres se calzaban las alpargatas, cargaban el mulo y bajaban al campo.

Unos iban a los olivos, otros a las parras o al molino.

Las manos curtidas de tanto arar, de tanto cosechar.

Nadie decía “me voy a trabajar”.

Simplemente, salían.

Porque el trabajo era la vida.

Los niños bajaban la cuesta hasta la escuela con sus pizarras de madera.

El maestro llegaba andando desde otro pueblo.

Daba clases con paciencia,

y cuando algún chiquillo no sabía leer, le mandaba escribir su nombre diez veces en la tierra.

A media mañana, el pueblo quedaba en silencio.

Sólo se oía el goteo de la fuente,

el chirrido de las carretas

y algún ladrido al fondo.

Las mujeres bajaban al lavadero con cántaros a la cabeza,

se sentaban en la piedra

y mientras restregaban la ropa,

cantaban coplas,

compartían recetas

y se pasaban noticias:

—“El hijo de la Petra se va a la mili.”

—“Dicen que han visto al lobo en la loma.”

—“La luna nueva trae agua.”

A mediodía, todos volvían.

Se comía en familia, a la sombra, con lo que había.

Puchero, migas, habichuelas.

Después, siesta.

Sagrada.

Ni un alma por las calles.

Por la tarde, los mayores iban a la era, a apilar leña, a remendar herramientas.

Los niños jugaban en la plaza con un aro o una pelota hecha de trapo.

Y al caer la noche, el pueblo se llenaba de luz dorada,

de braseros encendidos,

y de charlas en la puerta.

Las estrellas salían puntuales.

Y alguien, siempre alguien, decía:

—“Qué silencio más bonito hace aquí.”

 

 


 

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