Aquí os dejo amigos una nueva historia inventada sobre el Molino de Aceite del Marqués de Mondéjar en Talará, ambientada a principios del siglo XX. Una historia realista con un leve toque de leyenda, que homenajea a los jornaleros, la sabiduría popular y el olor inolvidable del aceite nuevo.
“El aceite claro”
Molino del Marqués – Talará, año 1912
Aquel invierno fue seco,
pero las aceitunas estaban gordas.
Verdes y negras, brillantes bajo el sol de diciembre.
Todo el pueblo de Talará bajaba a los olivares a varear,
a recoger el fruto en capazos,
y a llevarlo al Molino del Marqués de Mondéjar,
que rugía desde la madrugada.
El molino era un lugar sagrado.
Olía a hoja machacada, a fuego, a historia.
Las bestias daban vueltas al empiedro,
y los hombres sudaban sin hablar demasiado.
El aceite no se sacaba con prisa.
Ni con ruido.
Se sacaba con respeto.
Entre ellos trabajaba Ana, una muchacha del Barrio Bajo,
huérfana, con las manos ásperas y el alma firme.
Era de las pocas mujeres que entraban al molino.
Y todos decían que donde ella tocaba, el aceite salía más claro.
—“Tiene el don de la almazara,” murmuraban los viejos.
Pero Ana nunca hablaba de eso.
Solo se arremangaba y empujaba la pasta de aceituna hacia la prensa con movimientos precisos.
Sabía cuándo parar.
Cuándo girar.
Cuándo callar.
Un día, un señor de Granada vino a comprar aceite para su finca.
Quiso saber quién hacía aquel oro líquido tan brillante.
Le dijeron:
—“La muchacha.”
El hombre, con aire altivo, le ofreció marcharse con él, trabajar en la capital,
dirigir una fábrica moderna.
Ana le miró a los ojos y respondió:
—“Aquí el aceite no es negocio.
Es memoria.”
Y siguió trabajando.
El señor se marchó.
Pero dejó una moneda de plata sobre la piedra.
Desde entonces, cada año, cuando se iniciaba la molienda,
alguien colocaba una flor de romero junto a la prensa,
y una gota de aceite caía exactamente sobre la moneda.
Que nadie ha tocado jamás.
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