(Recreación histórica)
(El siglo VI, en plena época visigoda, antes de que Hispania se unificara bajo el poder de los reyes de Toledo. En este momento, el Imperio Romano ya ha caído en occidente, pero su huella aún se siente en la arquitectura, el lenguaje y ciertas costumbres rurales. En el Valle de Lecrín, no existía aún ningún pueblo como tal, pero es muy probable que hubiera pequeñas comunidades dispersas, algunas en antiguos asentamientos romanos reaprovechados.
En esta época, la vida giraba en torno a la supervivencia, la fe cristiana primitiva, y el uso del paisaje heredado de los romanos).
“El sembrador del silencio”
Valle del Lecrín, año 578 – Reino Visigodo, antes de la unidad de Recaredo
Veremundo, hijo de colonos hispanorromanos, vivía en una choza de piedra y barro junto a una hondonada donde brotaba agua de una roca. No sabía leer ni escribir, pero su padre le había enseñado a distinguir los días por la forma de las nubes y a reconocer el canto de las aves al anochecer.
En aquel tiempo, el valle no era más que un lugar de paso: silencioso, frondoso y sagrado en su forma más salvaje. Se contaban leyendas de que los romanos habían tenido aquí una villa, pero solo quedaban piedras enterradas y una columna caída que usaban como banco.
Veremundo cultivaba trigo, cebada y habas. Tenía tres cabras, una mula vieja y una madre enferma que apenas hablaba. Cada mañana, bajaba al arroyo con una piedra plana, la mojaba y la colocaba sobre el fuego para cocer pan. En los días festivos, preparaba tortas de bellota y miel silvestre.
No había iglesias, solo una cruz de madera toscamente tallada, colocada sobre una roca en lo alto de un cerro. Allí subía él cada siete días, acompañado por algún vecino de otra choza lejana, para rezar de rodillas en silencio, mirando al sol de la mañana. Era una fe sin libros, pero con raíz.
En la primavera de aquel año, llegó un ermitaño. Venía desde la zona de Ilíberis —la actual Granada— y buscaba lugares apartados donde meditar. Se llamaba Honorio, y traía una cruz de madera, una capa raída y un pequeño cuaderno de oraciones en latín. Se quedó un tiempo con Veremundo, enseñándole a hacer señales con los dedos, a contar los salmos con piedrecitas, a trazar cruces con ramas.
—¿Por qué quieres aprender eso, si apenas hablas? —le preguntó Honorio.
Veremundo respondió:
—Porque quiero que la tierra recuerde algo más que mi sombra.
Con ayuda del ermitaño, construyeron una pequeña capilla de piedra seca, sin techo, solo para marcar un sitio de oración. Allí enterraron a la madre de Veremundo, cuando murió ese otoño. Plantaron un laurel junto a su tumba, y desde entonces, los pájaros anidaban siempre allí.
Aquel invierno fue duro. Honorio siguió su camino. Veremundo quedó solo, pero ya no hablaba solo con la tierra: ahora hablaba también con lo invisible.
Y aunque nunca supo que su choza y sus bancales serían, siglos después, el corazón de un pueblo llamado Melegís, dejó su huella. En la tierra, en el agua… y en el silencio que aún brota entre las raíces.
Ilustración:
Melegís en el siglo VI, con Veremundo junto a su choza, en un paisaje humilde, solitario y sagrado. Un tiempo de silencio, fe sencilla y raíces profundas.
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