27 marzo 2025

Melegís siglo VII


(Recreación histórica)

Por Miguel Angel Molina Palma

 

(Siglo VII, cuando Hispania aún es visigoda y el islam no ha llegado a la península. En este momento, el Valle de Lecrín estaría poblado por comunidades rurales muy dispersas, con estructuras simples, centradas en la agricultura de subsistencia, el pastoreo, y la fe cristiana visigoda. La romanización aún se siente en costumbres, en construcciones reutilizadas, y en la lengua. Melegís, como núcleo, aún no existe, pero sí el paisaje que lo hará posible.

Este relato imagina una primera comunidad que vive en esa ladera fértil del valle, sin saber que su vida quedará como cimiento de algo mayor).

 

“Antes del nombre”

Valle del Lecrín, año 654 – Reino Visigodo de Hispania

 

En lo alto de la loma vivía Leovigildo, un hombre de manos duras y mirada serena. Tenía una casa de piedra sin ventanas, con techo de madera de álamo y barro. Cerca, otras tres familias compartían con él las tierras más fértiles del barranco. No sabían aún que aquello sería algún día llamado Melegís. Para ellos, era simplemente “el sitio bueno”, donde brotaba agua clara, crecía el cereal sin maldición, y el sol entraba limpio al amanecer.

Los visigodos gobernaban desde Toledo, pero en el valle no se hablaba de reyes. Se hablaba de lluvias, cosechas, partos y lobos. La fe cristiana estaba presente, aunque mezclada con tradiciones antiguas: se hacían cruces con ramas, se rezaba en latín mal aprendido, se enterraba a los muertos mirando al este.

Leovigildo cuidaba un pequeño rebaño de cabras, araba con un arado romano heredado, y sembraba cebada, habas, lino y olivos silvestres. Su mujer, Eudoxia, molía grano, cocía pan en piedras calientes, curaba con romero y resina. Sus hijos desgranaban garbanzos, cazaban con honda y dormían sobre esteras de esparto.

A veces bajaban al río —el que más tarde se llamaría Torrente — para recoger juncos o buscar peces en las pozas. Allí, bajo un gran álamo, Leovigildo encontraba piedras talladas por antiguos romanos. No sabía leerlas, pero las reconocía como sagradas. Una de ellas la usaba como banco. Otra, la incrustó en la puerta de su casa.

El mundo era incierto. Llegaban rumores de guerras entre nobles, de herejías, de pestes. Pero todo eso les parecía lejano. Ellos vivían entre el cielo y la tierra.

Cada primavera, antes de la siembra, se reunían los del valle para una bendición. No había iglesia, pero sí una cruz de madera clavada entre dos almendros. El anciano del grupo, que aún recordaba oraciones del tiempo de los romanos, alzaba la voz mientras todos hacían silencio. Se bendecía la tierra, el agua y los animales. Después se compartía pan, vino oscuro y carne curada.

Un día, un forastero cruzó el valle. Viajaba desde la costa hacia la ciudad de Ilíberis. Se detuvo en el lugar y preguntó cómo se llamaba. Leovigildo lo miró y dijo:

—Esto aún no tiene nombre. Pero da de comer.

El forastero sonrió. Y anotó en su tabla de cera: “Valle entre aguas. Lugar fértil.”

Y así quedó. Sin nombre, pero lleno de futuro.

 

Ilustración:

Melegís en el siglo VII, con Leovigildo y su familia visigoda viviendo de la tierra, en un valle aún sin nombre pero lleno de futuro.

 


 

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