(Recreación histórica)
(Siglo VIII, una época de grandes cambios en la península
ibérica: la llegada de los musulmanes en el año 711 y el inicio del dominio de
Al-Ándalus. En estos primeros tiempos, las zonas rurales como el Valle de
Lecrín estaban probablemente escasamente pobladas, con restos de villas
visigodas o romanas, y nuevas familias musulmanas recién asentadas, organizando
poco a poco el paisaje en forma de pequeñas alquerías.
En este contexto, Melegís no existía aún como núcleo con ese
nombre, pero es muy probable que hubiera ya una presencia agrícola dispersa,
tal vez ligada a antiguos propietarios visigodos que se islamizaron o pactaron
con los nuevos gobernantes. El relato se sitúa en ese tiempo de transición
profunda, cuando aún conviven el viejo mundo visigodo con el nuevo mundo
andalusí).
“Los que se quedaron”
Año 753 – tierras del futuro Melegís, en los inicios de
Al-Ándalus
El valle aún no tenía nombre. O si lo tenía, lo sabían solo
los pastores viejos y los pájaros. La tierra era suave, fértil, y el agua
corría por arroyos naturales que se desbordaban en primavera. En lo alto de una
loma había una vieja villa visigoda abandonada, de la que quedaban muros bajos,
una tinaja rota, y el esqueleto de una pila de baño.
Lucio, hijo de padre visigodo y madre del sur, había nacido
allí, en el tiempo en que los musulmanes ya eran dueños de la tierra, pero aún
no habían llegado del todo a las aldeas pequeñas. Vivía con su hermana y un
pequeño grupo de familias que no se marcharon cuando llegaron los jinetes de
oriente. No ofrecieron resistencia, tampoco obediencia inmediata. Solo
siguieron sembrando.
Cuando un grupo de familias musulmanas llegó al valle
—algunos de origen árabe, otros bereberes—, no hubo batalla. Hubo conversación.
Intercambiaron trigo por cabras, semillas por herramientas, y poco a poco
fueron compartiendo la tierra. Los nuevos traían saberes distintos: cómo trazar
canales, cómo conservar el agua, cómo injertar un peral sobre un espino. Los
viejos enseñaban cuándo soplaba el viento seco, dónde dormía el jabalí.
Lucio aprendió rápido. Comenzó a hablar en una lengua mixta,
a orar a su modo pero con respeto, a vivir entre dos mundos. Se convirtió en un
puente. Ayudaba a levantar casas de tapial, a plantar moreras, a buscar los
mejores puntos de agua.
Los días eran largos y llenos de trabajo. Las mujeres molían
grano, preparaban tortas en piedras calientes, recogían hierbas y frutos
silvestres. Los hombres limpiaban el monte, sembraban habas, cuidaban las
colmenas. No había caminos marcados, pero las sendas se abrían con los pasos.
El viernes se reunían bajo una encina grande. Un hombre
mayor, de los recién llegados, recitaba palabras del Corán. Lucio escuchaba en
silencio. Luego, por la tarde, tocaba su flauta junto al arroyo, como le enseñó
su padre. Y en la música, el pasado y el futuro se encontraban sin pelearse.
Ese año, nació el primer niño que fue llamado con dos
nombres: Abd-Lucio. Uno musulmán, otro visigodo. Era el primer hijo del valle nuevo.
Y aunque nadie lo sabía aún, en aquella confluencia de
culturas, lenguas y aguas… había nacido Melegís.
Ilustración:
Melegís en el siglo VIII, con Lucio y las primeras familias
musulmanas y visigodas conviviendo, construyendo juntos una vida nueva en el
valle.
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