27 marzo 2025

Melegís en el siglo X.

 


(Recreación histórica)

 

“El silencio del aljibe”

Melegís, año 951 – Califato de Córdoba

 

El hombre se llamaba Wadi al-Rummán, que en lengua antigua quería decir “Valle del Granado”, aunque todos lo llamaban simplemente Rummán. Era un hombre alto, con barba entrecana, que vivía en una casa de piedra y barro junto a una fuente que brotaba entre zarzas. La casa había sido, tiempo atrás, parte de alguna antigua construcción visigoda: aún quedaban dos bloques de piedra, redondeados, que ahora hacían de poyete, y un aljibe de muros toscos, que seguía recogiendo el agua del invierno.

Rummán era pastor y agricultor, aunque también sabía leer —una rareza— gracias a un monje viejo que había vivido como ermitaño en las montañas y que le dejó un manuscrito con letras extrañas y dibujos de plantas. Su sabiduría era sencilla pero profunda: conocía los vientos, el tiempo de las siembras, y el lenguaje de las aves que anidaban en los olivares salvajes.

Melegís aún no era un pueblo como tal, sino una alquería modesta, compuesta por una docena de casas dispersas en la ladera, cerca de una acequia primitiva construida —según contaban los viejos— sobre un canal antiguo. Las gentes vivían del trueque, el pastoreo, la recolección de higos, almendras y miel, y del cultivo de pequeñas parcelas de cebada y lentejas.

En el resto de Al-Ándalus, el califa Abd al-Rahman III gobernaba desde Córdoba con lujo y poder. La ciudad era espléndida, llena de jardines, bibliotecas y palacios. Pero en Melegís, esa gloria llegaba como eco lejano, a través de algún viajero que cruzaba el valle camino de la costa o la Alpujarra.

Las costumbres eran mixtas: aún se conservaban ritos antiguos —visigodos o incluso romanos— camuflados entre las nuevas enseñanzas del islam. Se encendían lámparas de aceite al caer la noche, se contaban cuentos junto al fuego, y en primavera se celebraba una fiesta de flores, colgando ramas en las puertas y cantando coplas a la luna.

Rummán era el alma del lugar. Tenía dos cabras, un burro y una hija, Zahra, que solía jugar junto a unas piedras viejas, restos de una construcción antigua. No quedaba más que un trozo de muro y una piedra hundida en la tierra, cubierta de musgo. Para ella eran tronos, fortalezas o escondites. Para él, eran huellas mudas de los que vinieron antes.

Cuando alguien enfermaba, Rummán preparaba tisanas con hojas de higuera y resina de lentisco. Cuando había que tomar decisiones —dónde abrir un pozo, cómo repartir el agua— lo llamaban a él.

Una noche de otoño, llegó un viajero con acento del norte. Traía noticias de guerra: en el Reino de León, los cristianos avanzaban hacia el sur. En Zaragoza, se hablaba de rebeliones. El califa había construido Medina Azahara, pero también impuesto nuevos impuestos y vigilancia.

—¿Y qué haremos si vienen hasta aquí? —preguntó un joven.

Rummán respondió sin levantar la voz:

—Sembrar. Cuidar la acequia. Enseñar a los hijos a leer las estrellas. Lo demás viene y va, como el río.

Al día siguiente, al amanecer, Rummán bajó al aljibe. Tocó el agua con los dedos y murmuró una oración antigua, mezcla de lo nuevo y lo olvidado.

Y así, Melegís sobrevivía. Entre piedras viejas, pastores, cántaros de barro y el rumor suave de una acequia que ya hablaba su propia lengua.

 

Ilustración:

Melegís en el siglo X, con Rummán junto al aljibe, las casas humildes de piedra y barro, las bestias, la acequia primitiva y el paisaje aún silvestre del Valle.




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