(Relato histórico)
(El siglo XII, un siglo de grandes tensiones y cambios,
tanto a nivel nacional como en el sur de Al-Ándalus. A nivel general, este
siglo está marcado por la presión de los reinos cristianos del norte, pero
también por la llegada de los almohades, una dinastía del norte de África que
impuso una reforma religiosa y política estricta en Al-Ándalus. En este
contexto, Melegís sigue siendo una alquería morisca floreciente, dedicada al
campo, el agua y el comercio local).
“El guardián del agua”
Melegís, año 1174
Hisham ibn Malik sabía leer el sonido del agua. Había nacido
en Melegís, en una casa de adobe con patio interior, entre bancales de moreras
y frutales. Su abuelo había trazado con su propia azada una de las primeras
acequias que llevaban agua desde la sierra a los huertos del valle. Desde
pequeño, Hisham escuchaba el murmullo del agua con devoción, como otros
escuchaban a los sabios en la mezquita.
El pueblo de Melegís era ya entonces una alquería organizada
y próspera. Casas encaladas con techos de launa, hornos comunales, patios con
higueras y jazmines, fuentes claras en las esquinas. Las mujeres cuidaban de
los niños, tejían con lino, molían trigo y preparaban gachas dulces con miel y
azafrán. Los hombres trabajaban el campo: olivares, moreras para la seda,
naranjales y huertas de regadío, siguiendo un calendario agrícola basado en las
estrellas y la luna.
Hisham se había convertido en el nuevo almojarife de aguas,
el responsable de repartir el agua justa entre los vecinos. Su oficio era
respetado y temido. Cada día, al amanecer, recorría las acequias con una vara
de almendro y un cuaderno de pergamino donde anotaba turnos, quejas y
desviaciones. Tenía que saber no solo cómo fluía el agua, sino cómo fluía el
corazón de cada vecino.
En el mundo, las cosas cambiaban. Desde el norte, los reinos
cristianos empujaban hacia el sur: Castilla, León, Aragón y Navarra ganaban
fuerza. Córdoba, Sevilla y Granada temblaban con las noticias. Los almorávides,
que antes gobernaban con cierta tolerancia, habían sido sustituidos por los
almohades, nuevos señores llegados desde el Atlas. Más rígidos, más fervorosos.
Querían reformar Al-Ándalus desde dentro, purificarlo, someterlo a nuevas
leyes.
Un día, llegaron emisarios almohades a Melegís, pidiendo
impuestos y revisando la conducta religiosa de la población. Querían que todos
asistieran al rezo comunitario, que los mercados se ajustaran a normas más
estrictas, que se persiguiera cualquier costumbre “blanda” heredada de los
tiempos califales.
Hisham, que no era hombre de armas ni de gritos, supo
mantener al pueblo en equilibrio. Se reunía en la mequita sencilla del pueblo,
junto al maestro de letras y el boticario, para leer juntos textos antiguos y
decidir con cuidado cómo aplicar las nuevas normas sin romper la vida del
pueblo.
—Un pueblo no se riega a la fuerza —decía—. Se cuida, se
escucha y se protege.
Bajo su guía, Melegís mantuvo su calma. Se pagaban los
impuestos con dátiles, aceite, hilo y trabajo. Los jóvenes aprendían a leer y
escribir, los ancianos cuidaban de los caminos, y las mujeres conservaban
recetas y canciones que hablaban de madres, lunas y granadas en flor.
Una tarde, mientras revisaba una compuerta cerca del
barranco, Hisham encontró a su hija, Amina, dibujando sobre la tierra húmeda.
Dibujaba casas, canales y personas de la alquería.
—¿Qué haces? —le preguntó él, sonriendo.
—Estoy dibujando lo que quiero que siga aquí cuando yo sea
vieja —respondió la niña.
Hisham miró el agua correr. Había guerras más allá de las
montañas, reyes y califas que caían y subían… pero allí, en Melegís, la vida
aún se tejía con manos limpias, tierra fértil y agua sabia.
Y mientras eso se mantuviera, el pueblo seguiría en pie
.
Ilustración:
Melegís en el siglo XII, con Hisham junto a la acequia, el
pueblo andalusí en plena vida agrícola y la mezquita al fondo.
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