(Relato histórico)
(El siglo XIII, un tiempo de enormes cambios para Al-Ándalus. En este siglo, los reinos cristianos avanzan con fuerza hacia el sur: Fernando III conquista Córdoba (1236) y Sevilla (1248). Granada resiste y se convierte en el último reino musulmán peninsular bajo los nazaries. En ese contexto, Melegís queda bajo el nuevo Reino Nazarí de Granada, y se convierte en una alquería de importancia agrícola y estratégica, donde la vida rural sigue pero con creciente tensión y adaptación).
“Las voces del barranco”
Melegís, año 1262 – Reino Nazarí de Granada
Zuhayr se agachó junto a la acequia y hundió las manos en el agua fría. Había algo en aquel sonido que lo tranquilizaba. Tenía 36 años, y era alfarero y agricultor, como lo fue su padre, y su abuelo antes que él. Vivía en una casa de dos alturas, hecha de tapial, cerca de la ladera donde crecían moreras y limoneros. Desde allí, veía cómo la luz del atardecer bajaba por las terrazas de cultivo, acariciando los campos de cebada y los almendros ya florecidos.
En Melegís, en pleno corazón del Valle, la vida seguía siendo profundamente morisca. Las acequias seguían corriendo gracias a los sabios del agua. El pan se cocía en hornos comunales, las mujeres tejían, curaban con hierbas, rezaban en patios perfumados con ruda y albahaca. Se criaban cabras, gallinas y palomas, y las bestias se herraban en la fragua junto al barranco.
Pero el mundo se había vuelto más incierto. Al norte, el empuje de los reyes cristianos era imparable. Córdoba ya no era musulmana. Sevilla había caído. Las ciudades lloraban su pasado y los refugiados llenaban los caminos. Zuhayr había visto llegar a nuevas familias desde tierras perdidas, con acento distinto, y con miedo en los ojos.
El Reino Nazarí se había formado recientemente, y aunque prometía proteger lo que quedaba de Al-Ándalus, muchos sabían que eran tiempos prestados. Aun así, en Melegís la vida resistía. La tierra daba fruto. Se seguía recogiendo la seda, el trigo, la miel, y el aceite. El comercio pasaba por el valle camino de la Alpujarra y Granada, trayendo noticias, telas, y especias.
Zuhayr, cuando no estaba en el campo, trabajaba en su taller de alfarería. Hacía cántaros, jarritas, platos vidriados en tonos verdes y ocres. Su mujer hilaba lana. Su hijo mayor empezaba a memorizar versos del Corán. Su hija pequeña cuidaba los conejos y se pasaba las tardes descalza, jugando con barro.
Cada viernes, al caer el sol, Zuhayr subía a una roca junto al barranco. Desde allí, podía ver todo el valle: las casas encaladas, las palmas del minarete, el humo de las cocinas, los árboles frutales. Solía llevar consigo una flauta de caña, tallada por él, y tocaba una melodía antigua, suave, casi un susurro.
—¿Por qué tocas? —le preguntó un vecino un día—. ¿Quién te escucha?
—El agua. La tierra. Los que ya no están —respondió Zuhayr.
Y en verdad, se decía en el pueblo que los sonidos de esa flauta bajaban con el viento hasta el río, mezclándose con el murmullo de las acequias, como si la tierra respondiera con su propio canto.
Ese año, llegaron soldados del Reino Nazarí. Querían contar cuántos hombres podían empuñar una hoz o una lanza. Se hablaba de pactos con Castilla, de traiciones, de batallas lejanas. Pero en Melegís, la gente seguía sembrando. Porque, como decía Zuhayr:
“Cuando el mundo tiembla, sembrar es resistir.”
Y así, el pueblo siguió vivo. Entre cántaros de barro, surcos de cebada, rezos al amanecer y melodías de flauta que se perdían por el barranco.
Ilustración:
Melegís en el siglo XIII, con Zuhayr modelando barro junto a la acequia, rodeado de campos, casas moriscas y la vida sencilla y resistente del pueblo bajo el recién nacido Reino Nazarí.
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