27 marzo 2025

Melegís en el siglo XV


(Relato histórico)

“El último canto del almuédano”

 

Melegís, año 1480, nueve años antes de la toma de Granada

El sol comenzaba a asomar entre los perfiles de Sierra Nevada, tiñendo de oro las laderas del Valle de Lecrín. Desde lo alto del alminar de la mezquita de Melegís, Yusuf al-Nayyir, el anciano almuédano, elevaba su voz hacia el cielo. Su canto, el adhan, flotaba sobre las huertas dormidas, cruzando los bancales de naranjos, limoneros y moreras, y despertando al pequeño pueblo que aún vivía en paz.

Yusuf había nacido en esa alquería, de madre tejedora y padre maestro de aguas. Había aprendido de niño a recitar los versos del Corán y a medir los tiempos del riego. En Melegís, todo giraba en torno al agua, repartida con justicia entre terrazas de olivos, hortalizas y frutales. Las acequias eran como venas del paisaje, y los hombres las mantenían con mimo, porque sin ellas, el valle no florecía.

Layla, su nieta, de mirada viva y manos inquietas, bajaba cada mañana a por agua a una fuente, con su cántaro de barro sobre el hombro. Le encantaban los cuentos que su abuelo le narraba sobre los poetas de Al-Ándalus, y él, aunque sabía que eran tiempos inciertos, le enseñaba también a leer y escribir en árabe, en un cuaderno de hojas dobladas con esmero.

En las cocinas se cocían platos sencillos pero sabrosos: pan de cebada, gachas de harina tostada, sopas de ajo, habas cocidas con hierbabuena, y si había suerte, pollo con almendras. Las mujeres hilaban lana y lino en los patios, mientras los hombres injertaban frutales o reparaban los tejados antes de las lluvias.

Pero ya nada era tan tranquilo como antes. Por el camino de la Alpujarra llegaban noticias inquietantes: pueblos tomados por los cristianos, gentes huyendo hacia la capital, familias enteras que abandonaban sus casas. Aun así, en Melegís se aferraban a la rutina. La fe, la tierra y la comunidad los mantenían unidos.

Una tarde, Yusuf y Layla se sentaron a la sombra de una gran higuera, cerca de la mezquita. Él le hablaba de la importancia de las palabras, de cómo resistir a través de la memoria y la lengua.

—Abuelo —le preguntó ella—, ¿y si nos obligan a marcharnos?

Yusuf suspiró. Miró los campos dorados por el ocaso y dijo:

—A lo mejor nos quitan la casa, Layla, pero no podrán quitarnos la raíz. Lo que fuimos, lo que somos, quedará en el agua, en las palabras, en ti.

Aquella noche, Yusuf subió por última vez al alminar. Desde allí lanzó su canto, pero esta vez no fue solo una llamada a la oración: fue un canto de despedida, de amor a su pueblo, de resistencia ante lo inevitable.

Décadas después, cuando los cristianos tomaron Melegís y la mezquita fue derribada para levantar la nueva iglesia, plantaron un olmo joven en la plaza, justo donde antaño Yusuf enseñaba a su nieta. Nadie en el pueblo sabía por qué lo pusieron allí, ni por qué algunos ancianos decían que, en las madrugadas de niebla, el viento entre las ramas del olmo parecía un canto lejano.

Un canto que no quería morir.

 

Ilustración:

Melegís en el siglo XV, con Yusuf llamando a la oración desde el alminar y Layla junto a la higuera. Una escena cargada de historia, luz y emoción.




 

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