(Relato histórico)
"Bajo la sombra del olmo"
Melegís, año 1570, poco después de la rebelión de las Alpujarras
El olmo aún era joven, con las raíces explorando tierra removida, plantado justo frente a la nueva iglesia. Nadie del pueblo lo había pedido, pero allí estaba, como símbolo de la nueva autoridad. Habían pasado ya décadas desde que los Reyes Católicos tomaron Granada, pero en Melegís, las cicatrices aún latían.
Leonor, antes Layla, se levantaba con las primeras luces. Vivía con su madre y su abuela en una casa de tapial encalada, con patio interior, horno moruno y un pequeño huerto trasero donde crecían hierbas, membrillos y calabazas. Su madre, Zaynab —rebautizada como Isabel— amasaba pan de maíz y cebada, preparaba pucheros de garbanzos con acelgas, y cocía gachas con aceite y miel cuando había algo que celebrar. La abuela hilaba lana en una rueca y recitaba susurros de otra lengua mientras tejía.
Los hombres del pueblo trabajaban de sol a sol en las huertas heredadas de sus antepasados, pero ahora en calidad de jornaleros o arrendatarios de nuevos señores castellanos. Cultivaban olivos, moreras para la seda, viñas, hortalizas, naranjos y granados. Algunos hacían carbón en los montes; otros, como el tío de Leonor, eran albañiles y canteros, contratados para construir casas nuevas o reforzar iglesias con piedra extraída del propio barranco.
Los maestros de acequia seguían siendo moriscos, pues nadie conocía mejor que ellos el arte del riego. En silencio, reparaban azudes, limpiaban las acequias con azadas de mango corto, y hacían los repartos de agua en noches de luna para evitar ser vigilados.
Las mujeres trabajaban sin descanso: lavaban la ropa en la Fuente de la Peña, tejían telas de lino y lana, preparaban conservas, y algunas, en secreto, seguían elaborando jabones, tintes y perfumes según las recetas antiguas. También se encargaban de la educación doméstica: enseñar a rezar en cristiano... y, con mucho más cuidado, a recordar la lengua de sus abuelos.
Los domingos, todos iban a misa, vestidos con ropa austera. Los hombres se cubrían con capas pardas y gorros; las mujeres con mantillas oscuras. En casa, escondido bajo un tabique suelto, Leonor conservaba un librito escrito en aljamía —castellano escrito con letras árabes—, donde su padre, ya fallecido, había anotado poesías, refranes, y un calendario agrícola basado en las fases de la luna.
Había oficios nuevos también: un alguacil, un maestro cristiano venido de Castilla, un cura joven y severo. Los más observadores notaban que muchos moriscos se marchaban del pueblo a la mínima oportunidad: a Granada, a la Alpujarra alta, a Berbería si lograban embarcar.
Una vez al mes, venía al pueblo el corregidor con su séquito. Revisaba quién había ido a misa, preguntaba si alguien cocinaba con demasiadas especias o ayunaba en fechas sospechosas. Una vecina de Leonor fue delatada por guardar azafrán y no poner cerdo en la olla.
Una tarde, Leonor caminó hasta la plaza con una cesta de membrillos. Se detuvo bajo el olmo, que ya ofrecía una sombra escasa pero obstinada. Lo miró con tristeza y esperanza. Allí, en la raíz, su abuela había enterrado una pequeña cajita con trozos de cerámica morisca, un peine de boj tallado, y un pañuelo con caligrafía árabe.
Leonor murmuró una oración, una mezcla de lo que recordaba del Corán y lo que le habían enseñado del Padrenuestro. La mezcla era imperfecta, como su mundo. Pero era suya.
Y bajo la sombra del olmo —recién plantado, ajeno y simbólico—, una nueva forma de ser crecía en silencio: entre el miedo y la resistencia, entre la apariencia y la memoria.
Ilustración:
Melegís en el siglo XVI, con Leonor bajo el olmo recién plantado y el pueblo morisco adaptándose, entre trabajo y memoria.
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