28 marzo 2025

Melegís en el siglo XVII

 


(Relato histórico)

 

(El siglo XVII, en Melegís, tras la expulsión definitiva de los moriscos en 1609-1614. Es un momento de gran transformación: muchas casas quedaron vacías, tierras abandonadas o repartidas entre nuevos colonos cristianos traídos de otras zonas, y el recuerdo del pasado morisco aún impregnaba la tierra, las construcciones, las costumbres... y el silencio.)

 

"La heredera de la sombra"

Melegís, año 1642

 

La plaza de Melegís parecía más amplia desde que los últimos moriscos fueron obligados a marcharse. Aquel olmo, que ya echaba una copa generosa de sombra, seguía en pie frente a la iglesia. Nadie hablaba de lo que había bajo sus raíces, pero Inés de Haro, nacida en aquel mismo pueblo, siempre había sentido que el árbol guardaba un secreto que ni el párroco ni los escribanos podían entender.

Inés tenía veintitrés años. Su familia era de Castilla la Nueva, llegados a Melegís en tiempos del rey Felipe III como parte de los repobladores. Vivían en una casa que, decían, había pertenecido a un tal Alonso de Melegís, antes llamado Ahmad. Aún quedaban, escondidas en la despensa, unas vasijas con dibujos geométricos, y un rincón del patio donde brotaba menta y ajedrea sin que nadie la hubiese plantado.

Por las mañanas, Inés ayudaba a su madre en el telar de lino y en la matanza de cerdos. Preparaban embutidos, adobaban jamones y vendían quesos en la feria de Dúrcal. Su padre, don Mateo, era un hombre austero que cultivaba olivos, viñas, garbanzos y cebada, además de administrar tierras que antes fueron de moriscos. Empleaba a jornaleros del pueblo y a pastores que traían el ganado de las lomas de Lanjarón.

Los domingos iban todos a misa, y por la tarde se recogían en casa, donde Inés a veces leía los libros que su tío cura le prestaba. Sin embargo, su verdadera curiosidad iba por otro lado: las ruinas del molino viejo, los restos de una acequia cubierta por zarzas, o los fragmentos de cerámica vidriada que aún aparecían tras las lluvias fuertes.

Una tarde, bajo el olmo, Inés encontró una pequeña piedra plana con símbolos extraños, como si alguien hubiera intentado escribir palabras prohibidas. Esa noche soñó con una mujer de ojos oscuros, vestida de negro, que susurraba versos que Inés no entendía pero que le resultaban familiares, como si los conociera de otra vida.

Desde entonces, Inés comenzó a recoger esas memorias del pueblo: recetas de pan con anís que no venían en ningún libro, canciones que las ancianas cantaban bajito mientras tejían, formas de regar los huertos en luna nueva. Nadie las llamaba “moriscas”, pero lo eran.

Una tarde, junto al olmo, le dijo a su madre:

—¿Tú crees que la tierra recuerda?

—La tierra no olvida, hija. Ni el agua. Pero calla, como nosotras.

Y así, mientras el olmo crecía y ofrecía sombra a un pueblo que se transformaba, Inés se convirtió en heredera involuntaria de un mundo desaparecido, no por sangre, sino por escucha.

Dicen que en su vejez, ya como curandera respetada de Melegís, solía sentarse bajo el olmo a recitar coplillas que nadie conocía… pero que olían a naranjo, a azahar, y a pan cocido con miel.

 

Ilustración:

Melegís en el siglo XVII, con Inés sentada bajo el olmo ya crecido, en el pueblo que aún guarda la memoria de su pasado morisco.

 


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