28 marzo 2025

Melegís en el siglo XIX.


(Relato histórico)

Por Miguel Angel Molina Palma

 

( Melegís en el siglo XIX, centrado en el día a día de la gente del pueblo, las labores del campo, los oficios tradicionales como la herrería, y cómo los grandes cambios políticos y económicos del país resonaban en este rincón del Valle de Lecrín)

 

“Entre fuego y surco”

Melegís, hacia 1875

 

El campo marcaba el ritmo en Melegís, como siempre lo había hecho. Amanecía con el tintineo de los herrajes y el canto de algún gallo rezagado, y ya se oía en la calle Hondillo el golpe metálico del martillo sobre el yunque, donde un herrero de manos negras y voz grave calentaba las herraduras al rojo vivo. Aquel lugar, pequeño pero infalible, era paso obligado para los que llevaban bestias al monte o regresaban del molino.

Los hombres del pueblo salían temprano, con el sol todavía tímido. Iban a trabajar los olivares, las viñas y los almendrales, a repasar las acequias, o a dar azada en los huertos. Algunos, según la temporada, marchaban a la sierra a recoger leña o a carbonizar en chozas de humo lento. Otros se ocupaban del molino de aceite, sobre todo en los meses fríos, cuando se llenaba de aroma denso y sonoro de piedras girando.

Las mujeres, por su parte, no conocían el descanso. Cuidaban los animales de corral, ordeñaban, amasaban pan, hilaban lana y lino, recogían almendras y preparaban conservas. También atendían los partos, las enfermedades simples, y la crianza de los niños. Si podían, subían con los hombres al campo, y si no, barrían las eras y cocían garbanzos en el puchero.

En la calle principal, a veces pasaba el cartero a caballo con noticias de Granada, de Madrid o de las Américas. Algunos hijos del pueblo se habían ido a Cuba o a Argentina “a buscar fortuna”. Las cartas llegaban cada vez con menos frecuencia. En el año 75, cuando se hablaba de que España tenía por fin rey otra vez —Alfonso XII, decían—, a la mayoría le importaba poco. Lo único que sabían era que la guerra carlista había hecho subir el precio del trigo, que los impuestos no bajaban, y que los jóvenes estaban en riesgo de ser llamados a filas.

En la taberna del pueblo, donde los hombres se reunían al anochecer, se hablaba de política con desconfianza. Unos decían que con la República todo había sido un desorden, otros que el nuevo rey traería paz. Pero todos coincidían en que el cacique local —ese hombre con tierras, influencias y contactos— seguía mandando más que nadie. Era él quien decidía quién podía cortar leña en tal zona, o quién se libraba del reclutamiento.

La vida seguía con sus estaciones: en febrero, la poda del olivo; en marzo, el arado con mulas; en mayo, la recolección del heno; en julio, la trilla en las eras, a base de bestias y horquillas. En otoño, las almendras partidas a mano, y luego el gran momento: la aceituna. La aceituna movía al pueblo entero. Las familias se juntaban, se compartían las faenas y el almuerzo en el campo: pan, tocino, sardinas en aceite y vino del año.

Y en medio de todo eso, la iglesia marcaba el calendario con fiestas, bautizos y entierros. El cura seguía siendo figura central, aunque no tan temido como antaño. Había quien empezaba a leer los primeros periódicos que llegaban con retraso a la capital, y hasta algún maestro ambulante enseñaba a leer a los niños de los más pudientes.

Pero en el fondo, Melegís seguía siendo el mismo corazón de tierra y agua, con la sierra como madre y el cielo como testigo. Un pueblo de manos encallecidas, de fuego de herrero y surco de azada, donde los grandes cambios del país llegaban como ecos sordos... y el trabajo era siempre la única certeza.

 

Ilustración:

Melegís en el siglo XIX: la herrería en plena faena en la calle Hondillo, las labores del campo, las mujeres en sus quehaceres y el paisaje rural del Valle.



 

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